Por Rosa Cobo
La prostitución es un antiguo
fenómeno social que ha experimentado cambios muy profundos en los últimos
treinta años, relacionados con dos procesos sociales que están transformando el
mundo del siglo XXI y estrechamente vinculados a la crisis del contrato sexual.
Mujeres en distintas partes del
mundo han conseguido derechos y, además, los han ejercido. Por primera vez en
la historia, grupos reducidos, pero significativos, de mujeres pueden decir, y
dicen, ‘no’ a los varones. Esa primera parte del contrato sexual por el que
cada varón se convierte en dueño y señor de una mujer, y cuya expresión social
legítima es el matrimonio, ha entrado en crisis, pues ha dejado de ser la única
opción para muchas mujeres. Sin embargo, este hecho no debe oscurecer que
frente a esta mayor libertad para algunas mujeres, se encuentran otras cuya
situación ha empeorado visiblemente. Y con esta afirmación, me estoy refiriendo
a la segunda parte del contrato sexual, por la que un reducido grupo de mujeres
es asignado a todos los varones y cuya expresión, socialmente reprobable, es la
prostitución. La idea que argumentaré brevemente es que a medida que algunas
mujeres pueden desasirse del dominio masculino y conquistan parcelas de
individualidad, otras son más intensamente dominadas y explotadas por el
sistema patriarcal. Con la globalización neoliberal el rostro de la
prostitución ha cambiado decisivamente, pues de ser una realidad social
reducida se ha convertido en una gran industria global que moviliza miles de
millones de euros anuales.
Para comprender la complejidad de
esta práctica social hay que diferenciar dos planos: el intelectual y el
ético-normativo. Primero hay que examinar la naturaleza y las causas de este
fenómeno social y, en consonancia con ese análisis intelectual, adoptar una
posición ético-normativa respecto a su existencia. Si el punto de partida, tras
estudiar la prostitución y las causas que la originan, es que esta práctica
social es una forma deseable de vida y no puede ser definida como una forma de
explotación sexual, entonces la conclusión lógica es legalizar y reglamentar la
prostitución. Si, por el contrario, se considera la prostitución una forma
inaceptable de vida, resultado del sistema de hegemonía masculina, vinculada a
la dominación patriarcal y que vulnera los derechos humanos de las mujeres al
convertir su cuerpo en una mercancía y en un objeto para el placer sexual de
otros, entonces se concluye la imposibilidad de su legalización.
El punto de partida
ético-normativo, que compartimos quienes escribimos en este monográfico, es que
la prostitución es una realidad social que debe ser erradicada porque es fuente
inagotable de desigualdad y subordinación para las mujeres que la ejercen y
para las mujeres en general [1]. Para ello es necesario distinguir el fenómeno
social que es la prostitución del colectivo concreto que son las mujeres
prostituidas, pues esta distinción nos permitirá criticar esa realidad social y
al mismo tiempo establecer elementos de solidaridad con las mujeres que la
ejercen. En otros términos, pondremos en tela de juicio la estructura de
subordinación y explotación sexual que subyace a la prostitución y, al mismo
tiempo, afirmamos nuestra solidaridad con las mujeres prostituidas.
Naturalización de la prostitución
Uno de los argumentos centrales
de este debate hace referencia al estereotipo de que la prostitución es el
‘oficio más viejo del mundo’. En el imaginario colectivo está profundamente
arraigada la idea de que la prostitución es una realidad que está más allá de
lo cultural. Todo fenómeno social para que pueda reproducirse a lo largo del
tiempo tiene que estar sometido a procesos permanentes de legitimación. La
primera legitimación de cualquier fenómeno social se encuentra en su propia
facticidad. El hecho de que haya existido durante largos periodos históricos
puede sugerir que forma parte de un ‘orden natural’ de las cosas imposible de
alterar. Si, además de existir, también ha sobrevivido a intentos de acabar con
esa realidad, como, por ejemplo, la legislación prohibicionista, entonces
parece que tiene una fuerza que va más allá de lo puramente social. Uno de los
subtextos del imaginario de la prostitución sugiere que está profundamente
anclada en algún oscuro lugar de la naturaleza humana. Y éste es, desde luego,
uno de los problemas que obstaculizan una posición crítica frente a la
prostitución: su naturalización, pues con esos argumentos se coloca a esta
práctica social en el orden de lo pre-político. En efecto, si el fundamento de
esta práctica social está en la naturaleza, entonces difícilmente podrá ser
definida como una institución y, por tanto, interpelada socialmente.
La invisibilidad del cliente
La prostitución es una realidad
social cada día más compleja debido tanto al aumento creciente de los actores y
procesos involucrados alrededor de esta institución como a los significados e
implicaciones ideológicas que derivan de su existencia. En efecto, la
prostitución hoy es una gran empresa global, vinculada a la economía criminal,
y en la que intervienen muchos actores que se benefician de ese negocio: medios
de comunicación, empresarios del sexo, agencias de turismo sexual, proxenetas,
narcotraficantes o traficantes de mujeres. Sin embargo, los actores
principales, en primera instancia, son las mujeres que ejercen la prostitución
y los clientes que utilizan los servicios de estas mujeres. En el imaginario
colectivo, sin embargo, la prostitución está asociada a la imagen de la puta.
Y, sin embargo, no hay mujer prostituida sin cliente. ¿Por qué el cliente ha
sido invisibilizado en el imaginario de la prostitución? La prostitución, sin
embargo, no debe ser definida como el oficio más antiguo del mundo sino como la
actividad que responde a la demanda más antigua del mundo: la de un hombre que
quiere acceder al cuerpo de una mujer y lo logra a cambio de un precio [2]. Lo
que queremos hacer notar es que la figura del cliente ha sido silenciada como
si fuese un elemento completamente secundario en esta obra de teatro. Y este
hecho es un claro indicador de la permisividad social que existe hacia el
prostituidor. De ahí la necesidad de mostrar la asociación entre cliente y
dominio masculino, pues solo así podrán visibilizarse las relaciones de poder
que están en el origen de la prostitución.
Por eso es necesario resignificar
el imaginario de la prostitución y poner a los clientes en el lugar que les
corresponde. Es necesario señalar que esos varones son algo más que
consumidores y la prostitución no es una práctica inocua sino que, como todas
las demás, no puede desligarse de las relaciones de poder que estructuran cada
sociedad. En sociedades patriarcales en las que los varones tienen una posición
dominante difícilmente podría pensarse que la prostitución es una realidad
ajena a las relaciones de poder entre los géneros.
En este sentido es necesario
retomar la categoría de patriarcado, pues sin la misma perdería sentido la
posición ético-normativa que mantenemos sobre la prostitución. Si prescindimos
de esta categoría que da nombre a esa compleja estructura social nos quedamos
sin las herramientas intelectuales que hacen posible su comprensión. En efecto,
la prostitución, como realidad social, solo se hace legible a la luz de esta
estructura sistémica que organiza la sociedad asignando recursos y derechos
asimétricamente entre hombres y mujeres.
Consentimiento y coacción en las mujeres prostituidas
Un argumento que aparece
recurrentemente en la literatura sobre prostitución y que está muy asentado en
el imaginario colectivo es el de la legitimidad de la relación entre la mujer
prostituida y el prostituidor, siempre y cuando las mujeres elijan libremente
esa actividad. Sin embargo, ¿hasta qué punto las mujeres en situación de
prostitución, todas ellas pobres y en algunos países, además, inmigrantes,
pueden ser definidas como libres a la hora de elegir la prostitución como forma
de vida? Con esta pregunta, queremos señalar que la cuestión del consentimiento
es una variable fundamental a la hora de adoptar una posición ética sobre la
prostitución.
¿Es un contrato libre, y por ello
legítimo, el que establece la mujer prostituida y el cliente? La Modernidad se
edificó sobre una nueva relación social, la contractual, y la piedra angular de
ese edificio fue el consentimiento. La figura del individuo como sujeto
político, la configuración de una nueva clase hegemónica, la burguesía, y la
propuesta de un nuevo sistema político, la democracia son los elementos
centrales del nuevo mundo. Y es ahí donde precisamente adquiere sentido la
categoría de consentimiento. La Modernidad no aceptará la instauración de
sistemas políticos ni relaciones sociales que no estén basados en un contrato
basado en el consentimiento de sus miembros. No podríamos entender la
democracia ni el resto de las relaciones sociales, incluido el matrimonio,
fuera del contrato. Ese tipo de relación contractual es históricamente nueva y
surge como una conquista frente a las relaciones sociales medievales, basadas
en relaciones de adscripción.
A fin de comprender las
relaciones sociales que se desarrollan entre el varón prostituidor y la mujer
prostituida es necesario hacer una reflexión sobre la naturaleza del contrato y
sobre la naturaleza del consentimiento. Rousseau explica que un contrato
firmado por dos partes en la que una de ellas está dominada por la necesidad no
es un contrato legítimo. Kant también explica que no se puede ser al mismo
tiempo cosa y persona, propiedad y propietario. Estos filósofos sugieren que
esos contratos podrán ser legales, pero nunca legítimos porque la capacidad de
decisión de quien está dominado por la necesidad vicia ese consentimiento. En
esa misma línea, en el siglo XIX, Marx lanzaba una mirada crítica a los
contratos establecidos entre un burgués y un obrero, entre un empresario y un
trabajador, al poner en cuestión los contratos económicos basados en la
necesidad absoluta de una de las partes contratantes. Y de esta argumentación
se deriva una conclusión que ha estado en el fundamento de todas las teorías
críticas de la sociedad: no puede haber libertad de contrato absoluto en
sistemas sociales edificados sobre dominaciones. Ya en el siglo XX, Carole
Pateman analiza el contrato entre prostituidor y mujer prostituida como carente
de legitimidad, pues esa relación se origina en un contrato sexual sobre el que
se edifican las sociedades patriarcales.
Nos interesa señalar que la
ilimitada libertad de contrato forma parte del núcleo ideológico más duro del
liberalismo y la crítica a esa libertad absoluta forma parte de las señas de
identidad de los pensamientos críticos. La idea que queremos subrayar es que la
libertad y el consentimiento de las mujeres que llegan a la prostitución son
reducidos, pues están limitados por la pobreza, la falta de recursos
culturales, la escasa autonomía y en muchos casos por el abuso sexual en la
infancia. Y para que todo ello adquiera sentido hay que señalar que esas
realidades están inscritas en el marco de sociedades patriarcales en las que
los varones tienen una posición de hegemonía sobre las mujeres.
Los análisis que intentan
justificar la prostitución como un contrato legítimo se apoyan en
argumentaciones funcionales al neoliberalismo, para cuya ideología los
contratos no deben tener límites. Los autores y autoras que defienden la
legitimidad de ese contrato fundamentándolo en la voluntad del individuo, se
olvidan que libertad y voluntad no coinciden en muchas ocasiones.
Para concluir, la prostitución
como práctica social que consagra la explotación sexual sólo puede ser
combatida con más libertad y más igualdad para las mujeres que se ven obligadas
a ejercerla y todo ello en el marco de los derechos humanos.
Notas
[1] CARRACEDO BULLIDO, ROSARIO,
“Feminismo y abolicionismo”, en Crítica nº 940 (Madrid), 2006; pp. 37-41.
[2] FERNÁNDEZ OLIVER, BLANCA, “La
prostitución a debate en España”, en Documentación Social, nº 144 (Madrid),
2007; p. 89.
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