El debate sobre la prostitución y la regulación fantasma
11/03/2019
Autora Jorge Armesto
Padre, compañero, amigo, hijo,
hermano que es lo que de verdad importa. Escritor, músico y fotógrafo
aficionado. Trabajador público.
Hace algunos años, científicos
como Richard Dawkins o matemáticos como John Allen Paulus publicaron trabajos
en los que trataban de refutar racionalmente los argumentos clásicos a favor de
la existencia de Dios. Desenmascararon el de la causa primera, la apuesta de
Pascal, o el diseño inteligente. Y plantearon, además, alguna objeción
ingeniosa, como aquella que se pregunta cómo es posible que Jesús fuese un
varón, si el cromosoma Y (que determina que un individuo mamífero sea macho)
solo se transmite de padres a hijos.
Sin embargo, me atrevo a
sospechar que ninguna de estas brillantes argumentaciones convenció siquiera a
un solo creyente. La religión y la ciencia operan en planos distintos e
irreductibles. Y para alguien capaz de creer en el inmenso entramado quimérico
de una religión, ¿qué más da un cromosoma más o menos?
Desgraciadamente, el debate en
torno a qué hacer ante el drama de la prostitución se mueve en parecidas
coordenadas, circunscribiéndose únicamente a valores abstractos que parecen
desplegarse en una especie de limbo ideológico. De hecho, en la casi
generalidad de las ocasiones, la controversia se plantea exclusivamente en
términos moralistas, entendiendo este moralismo como lo define Wendy Brown:
“síntoma y expresión de impotencia analítica” e “incapacidad para vislumbrar
hacia donde encaminar la acción”, producto todo ello de una desorientación
política radical.
En su excelente libro La
prostitución, Beatriz Gimeno reconoce que abolicionistas y regulacionistas ni
siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo en lo que deberían ser los
aspectos más objetivos de la cuestión, como los datos empíricos, la metodología
de estudio, la definición de los conceptos o la valoración de tales o cuales
políticas. Esto evidencia nítidamente que la discusión sobrevuela sus aspectos
más terrenos para inflamarse estallando con estrépito en un moralismo gaseoso,
que se expresa casi únicamente en forma de reproche. Citando de nuevo a Wendy
Brown: “En lugar de rendir cuentas analíticas convincentes sobre las fuerzas
que generan injusticias y ofensas, los reproches moralistas condenan la
manifestación de estas fuerzas dentro de observaciones y eventos particulares”.
O, dicho de otro modo, el discurso moralizador es el sustitutivo impotente de
la práctica y del estudio real de las fuentes del problema.
Sin embargo, aunque ambas partes
participan del debate en parecidos términos, no me parece que ambas sean
igualmente responsables de mantenerlo en ese espacio etéreo y convenientemente
incorpóreo. Es verdad que, en justicia, también se le puede pedir al
abolicionismo un mayor esfuerzo propositivo sobre medidas concretas que lleven
a su objetivo, pero en lo que respecta únicamente a la dicotomía entre
regular/no regular, la posición fundamental del abolicionismo, esto es: el
cuerpo de la mujer no puede regularse como objeto de consumo recreativo para el
hombre, sí es una posición moral de principios. No moralista, sino moral.
Frente a esto, el regulacionismo
alardea de ofrecer soluciones realistas para tratar de atender a los problemas
específicos del presente. Pero, de un modo bastante paradójico, tal pretensión
de realismo e intervención directa en lo material no se expresa en propuestas
concretas. Al contrario, es precisamente el discurso que pasa por ser más pegado
a la praxis el menos capaz de definición y el que más abusa del reproche moral.
En este mundo al revés, el esfuerzo intelectual por tratar de averiguar o
predecir las posibles consecuencias efectivas que podría acarrear una posible
regularización de la prostitución se lleva a cabo únicamente desde el
abolicionismo mientras que los textos o manifiestos regulacionistas nada
regulan, convirtiéndose en una concatenación de ambigüedades, buenos deseos y
dogmas para los que se necesita de mucha fe.
Cada vez que se publica una de
estas aportaciones me lanzo ávido a leerla buscando un atisbo de esa
regularización que dicen regular. Pero en cada ocasión solo encuentro
acusaciones contra sus compañeras abolicionistas a las que se califica, por
ejemplo, con expresiones como “mamá abola blanca y asistencialista” siendo
habitual el reproche de preocuparse únicamente por sus intereses de mujer
blanca de clase media. Increpar hoscamente sí; pero regular, lo que se dice
regular, nada se regula.
el esfuerzo intelectual por tratar
de averiguar o predecir las posibles consecuencias efectivas que podría
acarrear una posible regularización de la prostitución se lleva a cabo
únicamente desde el abolicionismo
Voy a revelar un caso personal
que creo bastante ilustrativo. Hasta no hace mucho colaboraba con un medio de
comunicación que se autodefine como diferente, asambleario, democrático y de
propiedad colectiva. Tras años de relación provechosa para ambas partes les
envié una primera versión sobre posibles consecuencias prácticas de legalizar
la prostitución que está ahora recogido en la antología: “Debate prostitución:
18 voces abolicionistas”. A vuelta de correo se me advirtió que el texto sería
revisado por una persona experta quien, a los pocos minutos lo censuró
justificándose con tres líneas un tanto groseras.
Al margen de la decepción
personal por tales comportamientos, que no parecen ni respetuosos ni
asamblearios, y aunque envidio y admiro la concisión de quienes son capaces de
ser faltones en solo tres líneas (¡ya quisiera yo!), lo relevante aquí es por
qué esa persona experta no usó sus conocimientos para refutar reflexivamente
las cuestiones que ese artículo esbozaba con buena intención y así enriquecer
el debate en lugar de amputarlo con toscos modales.
Algunos de los interrogantes que
se plantean desde el abolicionismo con respecto al panorama que abriría una
regularización de la prostitución son tan inquietantes que bien merecían algún
tipo de esfuerzo intelectual tranquilizador más allá del improperio y la
invectiva. Se anticipan escenarios de tal gravedad y consecuencias tan
difíciles de calcular y tan extremadamente peligrosas que no estaría de más
algún tipo de reflexión y estudio riguroso. Aunque sea con el ánimo de rebatir.
Yo, desde luego, me sentiría bastante más tranquilo. En su lugar, el
regulacionismo que nada regula, ignora sistemáticamente los fundados recelos
que se plantean. Y es precisamente el sector que defiende unos principios
éticos el que se ve obligado a proyectar argumentos de orden práctico que una y
otra vez se estrellan contra un muro de arisco desdén. Así, el regulacionismo
se mantiene en una cómoda posición en la que, como nada llega a regular,
tampoco se siente obligado a refutar las objeciones a esa regularización
espectral que solo existe como anuncio. Y, ocultando esa nulidad propositiva en
una hostilidad catequizadora que se despliega con virulencia, mantiene una
actitud que recuerda a un gruñón y sabelotodo aprendiz de brujo que juega
temeraria e irresponsablemente con fuerzas a las que es incapaz de controlar.
Una de las coartadas en las que
se sostiene esa posición de superioridad moral es la de atribuirse la verdadera
voz de las prostitutas, algo que se hizo muy visible en la última polémica
sobre la conveniencia de legalizar sindicatos de prostitutas. Se abre aquí un
interesante asunto sobre la capacidad de ejercer esa representación, porque es
evidente que hay un problema que acompaña a la regulación, y es determinar
quién tendría la capacidad de regular.
En la literatura acerca del Holocausto
se analizó el llamado “problema del testigo”. Agamben y Primo Levi reflexionan
sobre la figura de los “Muselmänner”, esto es, el ser humano llevado ante el
estadio anterior a la muerte que aún deambula, capaz de ciertas funciones
físicas básicas, pero sin que se pueda saber si aún conserva la conciencia
humana. El Muselmann sería el testigo integral, aquel que llegó hasta el final
del horror, pero precisamente al rebasar ese estado ya no puede regresar para
contarlo. Lo relevante para nuestro caso es que los que sobrevivieron al horror
se sienten de algún modo incapacitados para representar del todo a las víctimas
absolutas. Así, su experiencia es intestimoniable y solo puede narrarse,
incompleta, desde fuera.
Pongamos ahora un nuevo ejemplo:
imaginemos una habitación A con un personaje A y una idéntica habitación B con
un personaje B. En ambos espacios A y B son sometidos a idénticas prácticas de
cierta violencia física con idéntica coreografía e idéntico uso de la fuerza.
Pero mientras que A está participando en un ritual masoquista deseado, B está
siendo atormentado por un desconocido. ¿Podemos decir que A y B han vivido la
misma experiencia? Físicamente es equivalente, pero es vivida no solo como
distinta sino como radicalmente antagónica. Es la voluntad libremente expresada
la que difiere entre una y otra y la que las convierte en opuestas.
Algo parecido ocurre con el
discurso de aquellas prostitutas que juzgan su actividad deseable y hasta
empoderadora. No es solo que no tengan capacidad para ser “testigos” y hablar
por aquellas otras que han llegado hasta un lugar infinitamente más lejano del
horror: es que de hecho son sus antagonistas absolutas. Son precisamente
quienes encuentran aspectos positivos en la práctica de la prostitución las que
están ontológicamente en las antípodas de aquellas mujeres que han sido
llevadas a ese mundo forzadamente o incluso aquellas otras que se prostituyen
“voluntariamente”, con una libertad degradada y muy disminuida por
circunstancias terribles de pobreza y desamparo.
Cuando el regulacionismo se
adjudica la voz de las prostitutas haciéndose eco sobre todo de aquellas que
defienden su actividad, no solo toma la parte por el todo. Sino que además, esa
parte no es significativa proporcionalmente, ni menos aún ontológicamente.
Desde esta perspectiva,
¿entenderíamos que el participante en el ritual masoquista “regularizase” la
violencia ejercida contra su compañero en la habitación de al lado? ¿O no son
acaso ambas realidades completamente irreductibles y radicalmente diferentes a
pesar de compartir una forma externa común?
En un orden de cosas parecido, el
filósofo Žižek afirma que –al contrario que lo que piensa la judicatura
española- lo que hace que resulte veraz un testimonio de una víctima de
violación es precisamente que sea confuso e inconsistente. Y que lo extraño
sería que fuese meticuloso y ordenado. Es decir, que como dice el propio Žižek:
“el contenido de la experiencia contamina la propia forma de hablar de ella”.
Cuando el regulacionismo se
adjudica la voz de las prostitutas haciéndose eco sobre todo de aquellas que
defienden su actividad, no solo toma la parte por el todo. Sino que además, esa
parte no es significativa proporcionalmente, ni menos aún ontológicamente. O,
dicho de otro modo, las personas que legítimamente creen que la prostitución
fortalece su autonomía, impugnan y contradicen de un modo radical el silencio
de la experiencia traumática de las víctimas que encuentra dificultades
colosales para ser expresada. Y que, de serlo, no tendría esa forma de alegato
emancipador. Eso, por no hablar de que solo desde entornos socioeconómicos
desahogados se tiene acceso a los medios de comunicación capaces de divulgar
ese mensaje liberador, en tanto que la experiencia de las víctimas es, en gran
medida, inefable, invisible e inaprensible por los que no sufrimos sus
padecimientos.
Quizá entonces, la única
posibilidad, como en el caso de Primo Levi, es la de ser su voz prestada,
externa y obligadamente incompleta y fragmentaria.
Entretanto, el enemigo no
descansa. Y los pocos datos objetivos parecen dar cuenta de un crecimiento en
el consumo de la prostitución y, sobre todo, de un cambio en la percepción
social del putero, ahora cliente. Quizá no tenga valor científico, pero
recuerdo de mi infancia que ser putero no era algo en absoluto bien visto ni
era tema de conversación en espacios respetables. Dudo que siga siendo así.
Tampoco entonces nadie sabía ni palabra acerca de la trata ni sobre las
condiciones de esclavitud y violencia que sufrían muchas de esas mujeres a las
que se consideraba “de vida alegre” o “moral distraída”. Hoy, sin embargo, el
conocimiento generalizado y la difusión social de las condiciones horrendas que
las prostitutas sufren no parece que frene el deseo de consumo de sus cuerpos. Me
atrevería a decir que aquí opera ya el fetichismo de la mercancía, es decir, el
velo que oculta el objeto de consumo de las condiciones de su elaboración. Y
del mismo modo que sabemos que los balones de fútbol los cosen niños esclavos y
lo olvidamos convenientemente cuando vamos a comprarle uno a nuestro hijo
libre, también ese conocimiento de lo que está tras la prostitución se olvida
juiciosamente en los ratos en que uno quiere echar un polvo. Si esto es así,
quizá no tarde el día en que sea el capitalismo el que tenga el dudoso mérito
de eliminar el estigma, porque se estigmatiza a personas, no a balones de
fútbol. Y ya no son personas.
Hay, además, otras penosas
consecuencias más allá del terrible desgarro que la controversia causa en el
movimiento feminista. No hace mucho le preguntaban a Pablo Iglesias sobre la
perspectiva de Podemos con respecto a la prostitución. Este se limitó a afirmar
que una vez que el movimiento feminista consensuase una posición, el partido la
asumiría sin reservas. O, lo que es lo mismo, que, entre tanto se concilia lo
que parece irreconciliable, la izquierda transformadora en nuestro país carece
de posicionamiento y no solo es incapaz de proponer iniciativa legislativa
alguna, sino tampoco de construir otro sentido común distinto al que sí
construyen las fuerzas de la explotación y el neoliberalismo. Es decir, que hay
un espacio en el territorio en liza por la justicia social que entregamos a la
barbarie sin oponer resistencia alguna.
Espero que me disculpen las
lectoras que hayan llegado hasta aquí pues mi intención al escribir este texto
era poner de relieve lo que tendría que ser una auténtica obviedad. Esto es:
quienes pretenden regular, ¿no deberían aportar antes que ninguna otra cosa su
idea de regulación? ¿A qué esperan para hacerlo? ¿A que les demos permiso? ¿A
conseguir una unanimidad absoluta en la humanidad? La carencia de una propuesta
sistemática de cómo sería esa regularización, entendiendo no solo su forma
legal sino qué medidas se adoptarían para impedir posibles efectos indeseados,
me resulta absolutamente desconcertante.
Supongo que es más fácil
permanecer como un frente unido cuando uno se abstiene de entrar en aspectos
enrevesados, obligadamente conflictivos, y solo se centra en vaguedades.
También imagino que es más gratificante alcanzar la autocomplacencia moral
redactando un artículo de folio y medio que articulando un complejísimo y
minucioso anteproyecto de incontables páginas que trate de contemplar todos los
supuestos y de contestar a todos los interrogantes. El que décadas de
enfrentamientos y polémicas no hayan producido ni un triste simulacro de
propuesta de corpus legal sobre el que discutir parece evidenciar una pereza
intelectual inaudita. No hace mucho, la crítica Pilar Aguilar decía irónicamente
en una red social que los manifiestos contra la sindicación de las prostitutas
eran más largos y complicados de leer porque decían más cosas. Algo de eso hay.
El mercado del sexo contiene todas las características para ser
declarado nocivo,
Sin embargo, también conozco y
admiro a personas de gran talla intelectual que militan en esta posición y a
las que no se puede acusar de indolencia. Pero el rigor y la riqueza analítica
que desarrollan en otros ámbitos se transmuta en un batallar pueril y tramposo
cuando entran en este debate. Cabría esperar que fuesen capaces de aportar un
texto bien armado que aclarase lo que verdaderamente proponen; que este se
sustentase en datos empíricos abrumadores y que escuchasen y tuviesen en cuenta
las advertencias preocupadas y bienintencionadas de todo el arco del feminismo.
Un texto que tratase también de aportar seguridades a los justificados miedos
que un cambio de ese calado puede suscitar. La filósofa Debra Satz, en su libro
Por qué algunas cosas no deberían estar en venta: los límites morales del
mercado, analiza las condiciones por las que se puede considerar un mercado
como nocivo. Estas son: a) extrema vulnerabilidad subyacente de una de las
partes, b) agencia débil o débil capacidad de acción, c) perjuicios extremos
para el individuo, d) perjuicios extremos para una colectividad.
El mercado del sexo contiene
todas las características para ser declarado nocivo, pero la autora encuentra
los argumentos más poderosos y fuertes en el apartado d), esto es, en las consecuencias
perniciosas que la prostitución tiene para cualquier mujer en el contexto
actual de desigualdad de género y de las consecuencias adversas del mercado del
sexo “sobre cualquier posibilidad de alcanzar una forma significativa de
igualdad”. Concluye que desde ese punto de vista sí es posible hablar de
“asimetría” con respecto a los efectos negativos únicos que provoca la
actividad de la prostitución frente a “cualquier otra”, incluyendo incluso
aquellas de explotación laboral o las que contribuyen a cosificar a la mujer.
Sin embargo, este tema de capital
importancia es probablemente el que más se soslaya, o directamente se ignora, y
en el que la ausencia de estudios empíricos es aún más acusada. Quizá un primer
paso sería proporcionarse una tregua en la que se pueda estudiar el fenómeno y
la trascendencia de las medidas propuestas con el rigor que requiere.
En su lugar, el debate se centra
en una regulación fantasma. Si al regulacionismo se le señalan las experiencias
negativas de otros países y las consecuencias indeseadas e imprevisibles de
dicha regularización, “es que allí lo hacen mal”. ¿Y cómo es hacerlo bien?
Quién sabe. A cada pregunta concreta, no sabe, no contesta, o solo divaga con
frases como “hay que sentarse en una mesa y ver cómo hacer” ¿Qué ocurre? ¿No
encuentran una mesa que les guste?. Las prostitutas necesitan de “más
derechos”. ¿Cuáles? ¿Cómo se harían valer? ¿Qué situaciones específicas se
corregirían y de qué manera? Un misterio insondable se cierne sobre el tema.
“Se acabará con el estigma” ¿Cómo? ¿Por qué? Y me parece estar viendo al
teólogo, frente a Richard Dawkins, perplejo e impotente con su cromosoma.
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