Desmontando el discurso del “trabajo sexual” (segunda parte)
12/03/2020
AUTORA
Tasia Aránguez Sánchez
Resposable de Estudios Jurídicos
de la Asociación de Afectadas por la Endometriosis (Adaec) y profesora del
Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada
Desmontando el discurso del
“trabajo sexual” (primera parte)
El lobby proxeneta ha realizado
importantes esfuerzos, tanto económicos como publicitarios, para lograr la
aceptación social de su negocio criminal. Lo sorprendente es que muchas
personas autodenominadas “feministas” han aceptado tesis favorables a la
legalización de la prostitución. Los argumentos pseudofeministas tienen tanto
predicamento que se ha impuesto la absurda idea de que el feminismo se
encuentra dividido acerca de si la prostitución es compatible con la libertad
de las mujeres. Dicha confusión es insidiosa, pues la abolición de la
prostitución ha sido un objetivo feminista desde el sufragismo. En este
artículo continuamos analizando los argumentos más populares que emplea el
pseudofeminismo para blanquear el negocio de la explotación sexual.
Un trabajo como otro cualquiera:
Hay quien compara la prostitución
con trabajos duros y feminizados como la limpieza o la recogida de fresas.
También hay quien lo compara con trabajos del sector servicios como ser
camarera, o con cualquier tipo de trabajo “pues en todos se vende el cuerpo o
la mente” (sostienen quienes realizan estas comparaciones). Incluso sostienen
que, como cualquier otro trabajo, la prostitución se beneficiaría de una
capacitación laboral (como un taller para aprender a hacer felaciones). Quienes
así argumentan evitan responder a la cuestión de si el Servicio Público de
Empleo Estatal debería obligar a mujeres y hombres desempleados a aceptar este tipo
de vacantes so pena de perder la prestación como pasaría con otro “trabajo
cualquiera”.
La prostitución no es un trabajo
como otro cualquiera, pues lo que se vende no es la “fuerza de trabajo” o un
“servicio” sino la persona misma y la subordinación de las mujeres. En la
mayoría de trabajos las habilidades y experiencia te hacen un trabajador/a más
valioso, pero en la prostitución eres más valiosa cuando eres una niña y no
sabes ni lo que ocurre. Es la prostitución la habilidad vale mucho menos que la
juventud porque lo que se vende es la persona y no sus conocimientos. No es
casual que el exponencial aumento de la prostitución haya surgido tras la
aparición del feminismo de los años setenta del siglo XX, que cuestionó la
dominación masculina en el sexo y denunció la ausencia de reciprocidad. Frente
a dicha ola revolucionaria, el patriarcado ha reforzado el mandato de la
cosificación sexual femenina y ha multiplicado vorazmente el consumo de los
cuerpos de las mujeres más vulnerables.
Las posiciones que sostienen que
la prostitución es un trabajo prefieren ignorar los detalles físicos inherentes
a la prostitución, que supone una auténtica invasión del interior del cuerpo de
la mujer. Rosa Cobo explica que la prostitución no puede ser considerada un
trabajo porque su función es posibilitar que los hombres accedan sexualmente al
cuerpo de las mujeres.
La prostitución es libertad
sexual:
El pseudofeminismo señala que las
feministas somos puritanas porque nos oponemos a la prostitución. Argumentan
que la prostitución es un peligro para el patriarcado porque rompe el binarismo
entre la “buena mujer” (la esposa) y la “mala mujer” (la prostituta). A esta
última se la presenta como modelo de emancipación para todas las mujeres. Como
explica Alicia Puleo, aunque estas ideas sobre la “transgresión sexual”
parezcan modernas y juveniles, se remontan al siglo XVIII con Sade y los
libertinos, que no eran feministas precisamente.
Lo cierto es que renunciar al
deseo propio para satisfacer el masculino no es “libertad sexual”. La
prostitución autoriza el acceso al cuerpo de las mujeres sin tomar en
consideración sus deseos y con formas agresivas y prácticas sexuales que
producen dolor e infecciones. Como señala Rosa Cobo, el feminismo reivindica
una sexualidad basada en el deseo mutuo. En la prostitución, en cambio, la
pobreza, la precariedad o un pasado marcado por los abusos sexuales te empujan
a la industria del sexo.
La forma de vivir la sexualidad
que tienen los puteros representa la falta de todo compromiso y reciprocidad.
La prostitución se banaliza y se ve como un mero acto de consumo que
proporciona un momento de diversión, relax tras el trabajo o romper la
monotonía “de comer siempre el mismo plato”. Los prostituidores lo comparan a
ir al cine o comprar ropa. Los puteros describen el placer de seleccionar,
elegir y “follarse” a mujeres que sin dinero de por medio no estarían a su
alcance. Para ellos el placer está en obtener sin dar, sin tener que continuar
la relación, sin obligaciones; es el modelo sexual promovido por la
pornografía. En ese coito, los hombres pueden despreocuparse por completo del
placer de ella y centrarse en el suyo. Rosa Cobo explica que la prostitución es
cómoda para los hombres porque tienen sexo de modo inmediato, ahorran tiempo,
no tienen que cortejar, no tienen que hablar, ni seducir y no temen ser
rechazados. Es la opción ideal para los que rechazan la reciprocidad emocional:
algo rápido y al grano. La prostitución es la negación del deseo de las
mujeres. Los hombres satisfacen su deseo y las mujeres complacen, no dicen “eso
no me gusta” o “no me apetece”.
La defensa de la prostitución se
basa en el argumento machista de la irrefrenable sexualidad masculina. Según
ese argumento, la prostitución cumpliría la función de satisfacer una urgencia
sexual masculina que está inscrita en la biología. Hay que sacrificar a una
clase de mujeres para que los hombres puedan tener mujeres a su disposición. El
hecho de que las mujeres puedan ser usadas sexualmente por los hombres envía a
la sociedad el mensaje de la inferioridad de las mujeres y niñas. Los deseos de
los hombres son transformados en derechos.
La prostitución como trabajo
socialmente necesario:
Hay quien sostiene que la
prostitución es un trabajo necesario comparable al trabajo reproductivo o a uno
que cubra necesidades emocionales. Una de las versiones de moda de este
argumento es la que sostiene que las personas con discapacidad necesitan
“asistencia sexual” sufragada por las administraciones públicas para poder
cubrir sus necesidades sexuales y sanitarias.
Entre las principales funciones
que tiene la prostitución, según este tipo de argumentos, se encuentra la de
desfogar a los hombres. Se expone que, gracias a la prostitución, los hombres
no violarán a las mujeres, estarán más tranquilos al llegar a casa y no
maltratarán ni violarán a sus esposas. Además, según ese argumento, la
prostitución permite hacer efectivo el “derecho al sexo” o a la “salud sexual”
(el discurso del “trabajo sexual” confunde deseos con derechos). Quienes
defienden la postura del “trabajo sexual” elevan el sexo a categoría de
necesidad imperiosa: sexo es salud y, si no lo tienes, está justificado que
hagas casi cualquier cosa para obtenerlo.
Los regulacionistas consideran
que la prostitución es un trabajo femenino que hay que valorizar, al igual que
ocurre con el trabajo doméstico sin salario que ha sido habitualmente ignorado
(se compara así un trabajo que constituye una necesidad social con la
prostitución, que solo es necesaria para mantener el dominio masculino).
El argumento de que el
abolicionismo es racista y colonial:
Kapur, regulacionista india,
acusa a las abolicionistas de su país de hacer el juego a occidente presentando
a las mujeres indias como víctimas de la dote, los asesinatos por honor, la
trata y la prostitución. Considera que las activistas indias que ven a las
mujeres prostituidas como “víctimas” reproducen una mirada heterosexual,
blanca, de clase media y occidental. Según Kapur, las abolicionistas de su país
traicionan sus intereses de mujeres racializadas. Los argumentos como el de
Kapur suponen que cualquier mujer que denuncie la opresión o la violencia que
sufren otras mujeres está siendo clasista y condescendiente. Kapur considera
que tenemos que centrarnos en la fortaleza que tiene la “trabajadora del sexo”
que es madre, trabajadora y objeto sexual. Al mantener de forma simultánea el
binomio madre/prostituta desafía las normas sexuales y familiares indias. El
punto de vista de Kapur, que ella misma define como “posmoderno y
postcolonial”, consiste en no centrar la atención sobre los factores
estructurales opresivos, sino en los “espacios de empoderamiento” que hay en el
interior de las situaciones de victimización.
Sheila Jeffreys señala que no es
cierto que las madres prostituidas representen un nuevo modelo familiar en
India. Hay familias y maridos que llevan a las jóvenes a los prostíbulos y hay
castas tradicionalmente dedicadas al “entretenimiento”. La teórica añade que si
elegimos ignorar los aspectos estructuralmente opresivos de la prostitución es
muy fácil considerar que estas mujeres “están empoderadas”. Las abolicionistas
no queremos apartar la atención de los aspectos estructurales (de clases, de
sexo, de dominio colonial) sino que queremos ponerlos en primer plano.
El activismo contra la trata
también recibe acusaciones de racismo provenientes de voces posmodernas. Las
regulacionistas usualmente se refieren a la trata con el eufemismo de
“migración laboral”. Las defensoras del sexo como trabajo acusan a las
activistas contra la trata de complicidad con las políticas antimigratorias y
desvían la atención hacia vulneraciones de derechos humanos que también afectan
a los hombres migrantes, como las relacionadas con los CIE (centros de
internamiento de extranjeros). Las abolicionistas compartimos con las
regulacionistas las justas reivindicaciones en relación con las políticas
migratorias pero rechazamos que se usen como cortina de humo para blanquear la
trata.
Es evidente que tanto la trata
como el turismo sexual son fenómenos asociados a una historia de colonialismo
económico. Las mujeres migrantes son percibidas como más indefensas y
“exóticas”, mientras que los hombres que consumen sus cuerpos suelen ser más
acomodados que ellas, blancos y occidentales. Los hombres incluso viajan a
otros países con la finalidad de acceder a mujeres que se prostituyen por
extrema necesidad. El turismo de prostitución confirma el poder del primer
mundo y permite a los hombres acostarse con mujeres a las que perciben como más
sumisas que sus compatriotas. Como vemos, no es en el abolicionismo donde se
encuentra lo racista y colonial.
Minimizar la trata:
Las asociaciones defensoras del
trabajo sexual han recibido grandes subvenciones públicas desde los años
ochenta y gracias a eso han logrado imponer con cierto éxito el uso del término
“trabajo sexual” y han conseguido que la prostitución se vea como “un trabajo
cualquiera”. El nuevo objetivo de estas asociaciones “de trabajadoras sexuales”
vinculadas a la industria del sexo es legitimar la trata, logrando que se
perciba socialmente como un fenómeno de migración en busca de trabajo. Así, las
mujeres víctimas de la trata son denominadas con el eufemismo “trabajadoras
sexuales migrantes” y los tratantes son “organizadores de inmigración”.
El trabajo forzado por deudas,
reconocido por los tratados internacionales como una forma moderna de
esclavitud, se convertiría en “trabajo con contrato”. Según las
regulacionistas, las mujeres tienen un contrato y saben a lo que vienen, pues
han dado su consentimiento. El trabajo forzado por deudas lo consideran “pagar
una tarifa para ser trasladadas”. Los defensores del trabajo sexual minimizan
la trata sosteniendo que son muy pocas las mujeres que realmente han sido
forzadas o engañadas. Señalan que las deudas por las que las mujeres se ven
forzadas a trabajar surgen por la ignorancia de las mujeres, que no estaban
familiarizadas con las tasas de cambio y acaban pagando más de lo que
esperaban.
Los regulacionistas señalan que
hablar de las mujeres como víctimas es insultarlas, pues ellas son trabajadoras
empoderadas. A quienes luchan contra la trata las acusan de colonialistas y
racistas que victimizan a las mujeres inmigrantes. Los únicos daños a las
mujeres prostituidas y víctimas de la trata que reconocen es el que sufren de
parte de las abolicionistas, que les obstaculizan el trabajo. También admiten
el daño causado por las injerencias de la policía, las autoridades migratorias,
el estigma de la puta…Es decir, reconocen como daño todo aquello que perjudica
al negocio.
Frente a las mentiras del lobby
del sexo, la mayoría de las mujeres prostituidas extranjeros han sido
extorsionadas económicamente para venir, ya que las mujeres de países pobres no
tienen los recursos para migrar ni saben cómo hacerlo. Las víctimas de la trata
son obligadas a trabajar en prostíbulos y apartamentos, que las regulacionistas
describen como un ambiente de trabajo multicultural y ameno donde las
“trabajadoras extranjeras” pasan horas charlando entre ellas y con otros
trabajadores como camareros y personal de seguridad. Según estas teóricas,
muchas mujeres se adaptan al “trabajo”. Sin embargo, como explica Jeffreys con
sarcasmo: “algunas no se adaptan”, porque la explotación sexual es un mundo
aterrador y alienante en el que las mujeres son vendidas y alquiladas entre
hombres. Los proxenetas trasladan con frecuencia a las mujeres a nuevos países
y ciudades para que los clientes vean constantemente “género nuevo” y para
mantener a las mujeres desorientarlas y evitar que aprendan la lengua local y
que puedan denunciar su situación.
El precio de un pase no es lo que piensas |
Ocultar al putero:
El énfasis en la “libre elección”
de la mujer prostituida oculta el papel del putero en la prostitución. Sheila
Jeffreys expone un estudio de 2007, realizado en Londres, en el que los puteros
confiesan que no les importa si la mujer a la que están pagando es víctima de
trata o no. Según el mismo estudio, el 77% de esos hombres consideran sucias e
inferiores a las mujeres que venden sexo.
Como expone Rosa Cobo, el término
“cliente” despolitiza y permite ocultar la violencia que ejercen los
prostituidores. Además, todos los estudios académicos que no hablan del putero
contribuyen al sostenimiento de la prostitución, pues parece como si la
existencia de la misma dependiera únicamente de la “elección” de las mujeres
prostituidas. Los medios de comunicación también ignoran a los puteros. Sin
embargo, sin ellos no existiría la industria del sexo. Sin demanda no hay
oferta.
Debemos tomar conciencia de que hay
muchos puteros en la sociedad (y en nuestro país hay muchísimos). Son hombres
que prefieren renunciar a la reciprocidad emocional en la sexualidad y que la
sustituyen por el dominio. Consumen prostitución porque existe un sistema
social que lo permite y justifica. Durante los años setenta y ochenta el putero
estuvo sometido a cierta condena social gracias al feminismo. Pero durante la
edad de oro del neoliberalismo sexual, en las décadas de los noventa y los dos
mil, esa crítica despareció. Hay que volver a hablar de ellos.
Tanto hombres marginados como
hombres exitosos consumen prostitución. Hay prostitución callejera y
prostitución en hoteles de lujo. En la prostitución todos los hombres se
sienten poderosos e importantes, porque todos ellos pertenecen al sexo
dominante: no importan su cultura, su clase ni su cualificación profesional. En
la prostitución las mujeres son propiedad colectiva de los hombres. La
superioridad sobre las mujeres permite establecer cierta hermandad entre los
hombres. Su masculinidad se construye sobre la diferenciación con las mujeres:
ellos no son mujeres, son machos dominantes. Los prostituidores pueden actuar
como en los patriarcados más duros: las mujeres prostituidas pueden ser
humilladas y abusadas. Las “putas” son deshumanizadas, a ellas no hay que
tratarlas con reciprocidad. Con ellas los puteros “pueden hacer de todo”.
Argumento de que las mujeres
también pueden ser clientas:
Desde las posiciones del sexo
como trabajo se enfatiza el hecho de que las mujeres pueden ser puteras y hay
hombres que se dedican al “trabajo sexual”. La finalidad de ese argumento es
que nos olvidemos de que la prostitución es una institución machista. Aunque es
verdad que hay algunos hombres que son prostituidos, la clientela de los mismos
es masculina. Además esos hombres prostituidos suelen ser incluidos en el lugar
simbólico de lo femenino (es decir, son tratados como “putas”).
Quienes defienden el trabajo
sexual consideran que las “clientas de prostitución” irán aumentando conforme
las mujeres vayan perdiendo “sus tabúes e inhibiciones sexuales”. Para
justificar el carácter no patriarcal de la prostitución ponen el ejemplo del
turismo sexual en el Caribe, en cuyas playas algunas mujeres occidentales
mantienen relaciones con muchachos a cambio de dinero.
Jeffreys refuta la pertinencia
del ejemplo del Caribe. En primer lugar, la escala del turismo sexual femenino
es, en términos de número, mucho, muchísimo menor que el turismo sexual
masculino. En segundo lugar, la hermenéutica de la sexualidad es inherentemente
patriarcal. A modo de ejemplo: un joven de Barbados describía su entusiasmo
sexual por las turistas diciendo que “las mujeres acá no saben coger, ni
siquiera quieren chupar. Tienes que rogarles que lo hagan, y aún así se
rehúsan, y si lo hacen, actúan como si te estuvieran haciendo un favor. Ahora
bien, a una blanca tienes que rogarle que se detenga”. En este caso, sostiene
Jeffreys, la turista sexual está al servicio de los hombres del lugar más que a
la inversa. La dinámica de poder de la dominación masculina parece seguir bien
preservada. Los hombres en los lugares turísticos siguen teniendo el control de
la interacción sexual en virtud de la construcción de la sexualidad masculina
dominante. En tercer lugar, los peligros que experimentan las personas de uno u
otro sexo no son comparables. Las mujeres prostituidas del Caribe cuentan
experiencias como la de un cliente que atacó a la mujer con un machete porque
no estaba satisfecho con el trabajo. Otra mujer cuenta que acordó un encuentro
con un cliente que luego apareció en el cuarto del hotel con otros seis
hombres. Las mujeres afirman que siempre tienen mucho miedo porque no saben qué
puede pasar. Los hombres no corren ningún peligro comparable.
La prostitución no puede aislarse
de su contexto patriarcal. Los regulacionistas utilizan la “interseccionalidad”
(apelación a la clase y a la raza) no para mostrar que las mujeres prostituidas
también sufren explotación por su clase social y experimentan racismo, sino
para argumentar que puede haber mujeres privilegiadas (puteras adineradas que
instrumentalicen a hombres pobres). La cortina de humo es un uso habitual que
los regulacionistas dan a la “interseccionalidad”.
No es el momento:
Cuando el abolicionismo logra
aceptación en el discurso público, la posición regulacionista se refugia en el
“soy abolicionista pero…”. Uno de los “hits” de este pseudoabolicionismo es la
postura “después de la revolución”, que sostiene que la prostitución terminará
cuando se termine la pobreza, de modo que es la pobreza la que debe ser atacada
y no la prostitución. Según ese punto de vista, primero hay que crear trabajos
para las mujeres y procurar el desarrollo económico y solo después podrá
afrontarse el problema de la prostitución. El “no es el momento” permite a la
industria del sexo prosperar sin ataduras.
Como denuncia Jeffreys, esta
excusa no se pone para otros temas como el matrimonio forzado o la violencia de
género, aunque esas prácticas también sean exacerbadas por la pobreza. Pilar
Aguilar compara este argumento con el que usó parte de la izquierda española
para oponerse al sufragio femenino durante la Segunda República (la izquierda
consideraba que era justo que las mujeres votasen, pero que el voto femenino
daría el poder a la derecha y acabaría con la República, de modo que decían que
“no era el momento”). Las abolicionistas de hoy, como las sufragistas de
antaño, rechazamos el argumento de “no es el momento”.
El argumento de que la
“regulación” es el mal menor:
El regulacionismo argumenta que
la legalización de la prostitución es el “mal menor”. Este argumento es un
clásico al que se enfrentaron ya las sufragistas en el siglo XIX. Josephine
Butler se opuso a la legalización de la prostitución argumentando que el robo y
el asesinato también son males que “siempre han existido”, pero a nadie se le
ocurre decir: “como no podemos eliminar el robo o el asesinato, pongamos
controles y que la ley determine en qué lugares, a qué horas y en qué
condiciones se podrá robar y matar”. La idea del “mal menor” se basa en la
creencia de que el impulso masculino de prostituir mujeres es natural e
incontrolable.
Además es falso que la
legalización sea “el mal menor”. Cuando la prostitución se legaliza, los que
salen ganando son los proxenetas, tratantes y clientes, que se benefician de la
complicidad social con la misma. Un número muy pequeño de mujeres queda
incluido en el segmento legalizado de la industria y la inmensa mayoría de esta
sigue siendo ilegal. Poquísimas mujeres se dan de alta como autónomas o trabajadoras
(y muy pocas quieren hacerlo). Las condiciones de seguridad y las tarifas de
las mujeres disminuyen, pues aumenta la competencia. Cuando la prostitución se
legaliza, la intervención de la Administración pública se limita a financiar a
las “asociaciones de trabajo sexual”, cuya tarea fundamental es legitimar la
industria del sexo. Estas asociaciones utilizan esos fondos estatales para
repartir folletos informativos a las mujeres prostituidas y preservativos.
Los folletos informativos
consisten en recomendaciones de seguridad para las mujeres prostituidas.
Ejemplos reales de estos folletos que cuenta Sheila Jeffreys son: usar el
preservativo para evitar ETS y embarazos, examinar el pene de los clientes para
ver si tienen signos de enfermedad, que las mujeres revisen los coches para ver
si encuentran cuchillos, armas de juego, almohadones, cinturones o sogas
(porque todos esos elementos son armas potenciales), etc.
Como vemos, las recomendaciones
transfieren la responsabilidad a las mujeres prostituidas para que ellas mismas
se cuiden de graves peligros. Pero, dada la situación de impotencia en la que
viven las mujeres prostituidas, estos consejos son ridículos. Es obvio que si
una mujer prostituida intenta mirar el pene del hombre para ver si tiene algo,
el cliente puede enfadarse y ser violento o simplemente, marcharse sin pagar
“el servicio”. Con respecto al uso del preservativo, ni siquiera está
garantizado en los prostíbulos legales, porque las mujeres aceptan por más
dinero que no se use o aceptan a un hombre que no quiere usarlo porque no han
tenido un cliente en toda la noche. Aunque se utilice, este puede romperse o
salirse, o incluso el hombre puede
quitárselo en mitad del coito. Mientras que en “un trabajo cualquiera” como la
obra o las oficinas, la inspección de trabajo puede evaluar el cumplimiento de
las medidas de seguridad, en la prostitución el Estado no hace nada y los
proxenetas se desentienden. El apartado de “seguridad e higiene en el trabajo”
se despacha con unos consejos absurdos que dejan toda la responsabilidad a la
víctima y que incluso la culpan si es atacada (por no haber cumplido bien las
reglas de seguridad). En la prostitución las mujeres experimentan violaciones y
golpes por parte de los clientes, proxenetas y tratantes y sufren la violencia
cotidiana de la penetración no deseada (y a menudo dolorosa) por la cual les
pagan. Ningún folleto con “recomendaciones” puede hacer nada frente a estos
problemas.
Sheila Jeffreys expone que la
sociedad está aceptando que la dominación sexual masculina es inevitable.
Cuando hablamos de violencia de género en la pareja, las feministas no
trabajamos bajo la premisa de que lo mejor que se puede hacer es repartir
tiritas porque los hombres no pueden evitar pegar. Ya es hora de pensar que un
mundo sin prostitución es posible. Debemos exigir políticas públicas eficaces
frente a esta forma de violencia machista.
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