jueves, 16 de abril de 2020


Desmontando el discurso del “trabajo sexual” (segunda parte)

12/03/2020

AUTORA
Tasia Aránguez Sánchez

Resposable de Estudios Jurídicos de la Asociación de Afectadas por la Endometriosis (Adaec) y profesora del Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada
Desmontando el discurso del “trabajo sexual” (primera parte)


El lobby proxeneta ha realizado importantes esfuerzos, tanto económicos como publicitarios, para lograr la aceptación social de su negocio criminal. Lo sorprendente es que muchas personas autodenominadas “feministas” han aceptado tesis favorables a la legalización de la prostitución. Los argumentos pseudofeministas tienen tanto predicamento que se ha impuesto la absurda idea de que el feminismo se encuentra dividido acerca de si la prostitución es compatible con la libertad de las mujeres. Dicha confusión es insidiosa, pues la abolición de la prostitución ha sido un objetivo feminista desde el sufragismo. En este artículo continuamos analizando los argumentos más populares que emplea el pseudofeminismo para blanquear el negocio de la explotación sexual.

Un trabajo como otro cualquiera:
Hay quien compara la prostitución con trabajos duros y feminizados como la limpieza o la recogida de fresas. También hay quien lo compara con trabajos del sector servicios como ser camarera, o con cualquier tipo de trabajo “pues en todos se vende el cuerpo o la mente” (sostienen quienes realizan estas comparaciones). Incluso sostienen que, como cualquier otro trabajo, la prostitución se beneficiaría de una capacitación laboral (como un taller para aprender a hacer felaciones). Quienes así argumentan evitan responder a la cuestión de si el Servicio Público de Empleo Estatal debería obligar a mujeres y hombres desempleados a aceptar este tipo de vacantes so pena de perder la prestación como pasaría con otro “trabajo cualquiera”.

La prostitución no es un trabajo como otro cualquiera, pues lo que se vende no es la “fuerza de trabajo” o un “servicio” sino la persona misma y la subordinación de las mujeres. En la mayoría de trabajos las habilidades y experiencia te hacen un trabajador/a más valioso, pero en la prostitución eres más valiosa cuando eres una niña y no sabes ni lo que ocurre. Es la prostitución la habilidad vale mucho menos que la juventud porque lo que se vende es la persona y no sus conocimientos. No es casual que el exponencial aumento de la prostitución haya surgido tras la aparición del feminismo de los años setenta del siglo XX, que cuestionó la dominación masculina en el sexo y denunció la ausencia de reciprocidad. Frente a dicha ola revolucionaria, el patriarcado ha reforzado el mandato de la cosificación sexual femenina y ha multiplicado vorazmente el consumo de los cuerpos de las mujeres más vulnerables.

Las posiciones que sostienen que la prostitución es un trabajo prefieren ignorar los detalles físicos inherentes a la prostitución, que supone una auténtica invasión del interior del cuerpo de la mujer. Rosa Cobo explica que la prostitución no puede ser considerada un trabajo porque su función es posibilitar que los hombres accedan sexualmente al cuerpo de las mujeres.

 La prostitución es libertad sexual:
El pseudofeminismo señala que las feministas somos puritanas porque nos oponemos a la prostitución. Argumentan que la prostitución es un peligro para el patriarcado porque rompe el binarismo entre la “buena mujer” (la esposa) y la “mala mujer” (la prostituta). A esta última se la presenta como modelo de emancipación para todas las mujeres. Como explica Alicia Puleo, aunque estas ideas sobre la “transgresión sexual” parezcan modernas y juveniles, se remontan al siglo XVIII con Sade y los libertinos, que no eran feministas precisamente.

Lo cierto es que renunciar al deseo propio para satisfacer el masculino no es “libertad sexual”. La prostitución autoriza el acceso al cuerpo de las mujeres sin tomar en consideración sus deseos y con formas agresivas y prácticas sexuales que producen dolor e infecciones. Como señala Rosa Cobo, el feminismo reivindica una sexualidad basada en el deseo mutuo. En la prostitución, en cambio, la pobreza, la precariedad o un pasado marcado por los abusos sexuales te empujan a la industria del sexo.

La forma de vivir la sexualidad que tienen los puteros representa la falta de todo compromiso y reciprocidad. La prostitución se banaliza y se ve como un mero acto de consumo que proporciona un momento de diversión, relax tras el trabajo o romper la monotonía “de comer siempre el mismo plato”. Los prostituidores lo comparan a ir al cine o comprar ropa. Los puteros describen el placer de seleccionar, elegir y “follarse” a mujeres que sin dinero de por medio no estarían a su alcance. Para ellos el placer está en obtener sin dar, sin tener que continuar la relación, sin obligaciones; es el modelo sexual promovido por la pornografía. En ese coito, los hombres pueden despreocuparse por completo del placer de ella y centrarse en el suyo. Rosa Cobo explica que la prostitución es cómoda para los hombres porque tienen sexo de modo inmediato, ahorran tiempo, no tienen que cortejar, no tienen que hablar, ni seducir y no temen ser rechazados. Es la opción ideal para los que rechazan la reciprocidad emocional: algo rápido y al grano. La prostitución es la negación del deseo de las mujeres. Los hombres satisfacen su deseo y las mujeres complacen, no dicen “eso no me gusta” o “no me apetece”.

La defensa de la prostitución se basa en el argumento machista de la irrefrenable sexualidad masculina. Según ese argumento, la prostitución cumpliría la función de satisfacer una urgencia sexual masculina que está inscrita en la biología. Hay que sacrificar a una clase de mujeres para que los hombres puedan tener mujeres a su disposición. El hecho de que las mujeres puedan ser usadas sexualmente por los hombres envía a la sociedad el mensaje de la inferioridad de las mujeres y niñas. Los deseos de los hombres son transformados en derechos.

 La prostitución como trabajo socialmente necesario:
Hay quien sostiene que la prostitución es un trabajo necesario comparable al trabajo reproductivo o a uno que cubra necesidades emocionales. Una de las versiones de moda de este argumento es la que sostiene que las personas con discapacidad necesitan “asistencia sexual” sufragada por las administraciones públicas para poder cubrir sus necesidades sexuales y sanitarias.

Entre las principales funciones que tiene la prostitución, según este tipo de argumentos, se encuentra la de desfogar a los hombres. Se expone que, gracias a la prostitución, los hombres no violarán a las mujeres, estarán más tranquilos al llegar a casa y no maltratarán ni violarán a sus esposas. Además, según ese argumento, la prostitución permite hacer efectivo el “derecho al sexo” o a la “salud sexual” (el discurso del “trabajo sexual” confunde deseos con derechos). Quienes defienden la postura del “trabajo sexual” elevan el sexo a categoría de necesidad imperiosa: sexo es salud y, si no lo tienes, está justificado que hagas casi cualquier cosa para obtenerlo.

Los regulacionistas consideran que la prostitución es un trabajo femenino que hay que valorizar, al igual que ocurre con el trabajo doméstico sin salario que ha sido habitualmente ignorado (se compara así un trabajo que constituye una necesidad social con la prostitución, que solo es necesaria para mantener el dominio masculino).

 
Burdel El Delfín. Foto diario Página12

El argumento de que el abolicionismo es racista y colonial:
Kapur, regulacionista india, acusa a las abolicionistas de su país de hacer el juego a occidente presentando a las mujeres indias como víctimas de la dote, los asesinatos por honor, la trata y la prostitución. Considera que las activistas indias que ven a las mujeres prostituidas como “víctimas” reproducen una mirada heterosexual, blanca, de clase media y occidental. Según Kapur, las abolicionistas de su país traicionan sus intereses de mujeres racializadas. Los argumentos como el de Kapur suponen que cualquier mujer que denuncie la opresión o la violencia que sufren otras mujeres está siendo clasista y condescendiente. Kapur considera que tenemos que centrarnos en la fortaleza que tiene la “trabajadora del sexo” que es madre, trabajadora y objeto sexual. Al mantener de forma simultánea el binomio madre/prostituta desafía las normas sexuales y familiares indias. El punto de vista de Kapur, que ella misma define como “posmoderno y postcolonial”, consiste en no centrar la atención sobre los factores estructurales opresivos, sino en los “espacios de empoderamiento” que hay en el interior de las situaciones de victimización.

Sheila Jeffreys señala que no es cierto que las madres prostituidas representen un nuevo modelo familiar en India. Hay familias y maridos que llevan a las jóvenes a los prostíbulos y hay castas tradicionalmente dedicadas al “entretenimiento”. La teórica añade que si elegimos ignorar los aspectos estructuralmente opresivos de la prostitución es muy fácil considerar que estas mujeres “están empoderadas”. Las abolicionistas no queremos apartar la atención de los aspectos estructurales (de clases, de sexo, de dominio colonial) sino que queremos ponerlos en primer plano.

El activismo contra la trata también recibe acusaciones de racismo provenientes de voces posmodernas. Las regulacionistas usualmente se refieren a la trata con el eufemismo de “migración laboral”. Las defensoras del sexo como trabajo acusan a las activistas contra la trata de complicidad con las políticas antimigratorias y desvían la atención hacia vulneraciones de derechos humanos que también afectan a los hombres migrantes, como las relacionadas con los CIE (centros de internamiento de extranjeros). Las abolicionistas compartimos con las regulacionistas las justas reivindicaciones en relación con las políticas migratorias pero rechazamos que se usen como cortina de humo para blanquear la trata.

Es evidente que tanto la trata como el turismo sexual son fenómenos asociados a una historia de colonialismo económico. Las mujeres migrantes son percibidas como más indefensas y “exóticas”, mientras que los hombres que consumen sus cuerpos suelen ser más acomodados que ellas, blancos y occidentales. Los hombres incluso viajan a otros países con la finalidad de acceder a mujeres que se prostituyen por extrema necesidad. El turismo de prostitución confirma el poder del primer mundo y permite a los hombres acostarse con mujeres a las que perciben como más sumisas que sus compatriotas. Como vemos, no es en el abolicionismo donde se encuentra lo racista y colonial.

  Minimizar la trata:
Las asociaciones defensoras del trabajo sexual han recibido grandes subvenciones públicas desde los años ochenta y gracias a eso han logrado imponer con cierto éxito el uso del término “trabajo sexual” y han conseguido que la prostitución se vea como “un trabajo cualquiera”. El nuevo objetivo de estas asociaciones “de trabajadoras sexuales” vinculadas a la industria del sexo es legitimar la trata, logrando que se perciba socialmente como un fenómeno de migración en busca de trabajo. Así, las mujeres víctimas de la trata son denominadas con el eufemismo “trabajadoras sexuales migrantes” y los tratantes son “organizadores de inmigración”.

El trabajo forzado por deudas, reconocido por los tratados internacionales como una forma moderna de esclavitud, se convertiría en “trabajo con contrato”. Según las regulacionistas, las mujeres tienen un contrato y saben a lo que vienen, pues han dado su consentimiento. El trabajo forzado por deudas lo consideran “pagar una tarifa para ser trasladadas”. Los defensores del trabajo sexual minimizan la trata sosteniendo que son muy pocas las mujeres que realmente han sido forzadas o engañadas. Señalan que las deudas por las que las mujeres se ven forzadas a trabajar surgen por la ignorancia de las mujeres, que no estaban familiarizadas con las tasas de cambio y acaban pagando más de lo que esperaban.

Los regulacionistas señalan que hablar de las mujeres como víctimas es insultarlas, pues ellas son trabajadoras empoderadas. A quienes luchan contra la trata las acusan de colonialistas y racistas que victimizan a las mujeres inmigrantes. Los únicos daños a las mujeres prostituidas y víctimas de la trata que reconocen es el que sufren de parte de las abolicionistas, que les obstaculizan el trabajo. También admiten el daño causado por las injerencias de la policía, las autoridades migratorias, el estigma de la puta…Es decir, reconocen como daño todo aquello que perjudica al negocio.

Frente a las mentiras del lobby del sexo, la mayoría de las mujeres prostituidas extranjeros han sido extorsionadas económicamente para venir, ya que las mujeres de países pobres no tienen los recursos para migrar ni saben cómo hacerlo. Las víctimas de la trata son obligadas a trabajar en prostíbulos y apartamentos, que las regulacionistas describen como un ambiente de trabajo multicultural y ameno donde las “trabajadoras extranjeras” pasan horas charlando entre ellas y con otros trabajadores como camareros y personal de seguridad. Según estas teóricas, muchas mujeres se adaptan al “trabajo”. Sin embargo, como explica Jeffreys con sarcasmo: “algunas no se adaptan”, porque la explotación sexual es un mundo aterrador y alienante en el que las mujeres son vendidas y alquiladas entre hombres. Los proxenetas trasladan con frecuencia a las mujeres a nuevos países y ciudades para que los clientes vean constantemente “género nuevo” y para mantener a las mujeres desorientarlas y evitar que aprendan la lengua local y que puedan denunciar su situación.


El precio de un pase no es lo que piensas


Ocultar al putero:
El énfasis en la “libre elección” de la mujer prostituida oculta el papel del putero en la prostitución. Sheila Jeffreys expone un estudio de 2007, realizado en Londres, en el que los puteros confiesan que no les importa si la mujer a la que están pagando es víctima de trata o no. Según el mismo estudio, el 77% de esos hombres consideran sucias e inferiores a las mujeres que venden sexo.
Como expone Rosa Cobo, el término “cliente” despolitiza y permite ocultar la violencia que ejercen los prostituidores. Además, todos los estudios académicos que no hablan del putero contribuyen al sostenimiento de la prostitución, pues parece como si la existencia de la misma dependiera únicamente de la “elección” de las mujeres prostituidas. Los medios de comunicación también ignoran a los puteros. Sin embargo, sin ellos no existiría la industria del sexo. Sin demanda no hay oferta.

Debemos tomar conciencia de que hay muchos puteros en la sociedad (y en nuestro país hay muchísimos). Son hombres que prefieren renunciar a la reciprocidad emocional en la sexualidad y que la sustituyen por el dominio. Consumen prostitución porque existe un sistema social que lo permite y justifica. Durante los años setenta y ochenta el putero estuvo sometido a cierta condena social gracias al feminismo. Pero durante la edad de oro del neoliberalismo sexual, en las décadas de los noventa y los dos mil, esa crítica despareció. Hay que volver a hablar de ellos.

Tanto hombres marginados como hombres exitosos consumen prostitución. Hay prostitución callejera y prostitución en hoteles de lujo. En la prostitución todos los hombres se sienten poderosos e importantes, porque todos ellos pertenecen al sexo dominante: no importan su cultura, su clase ni su cualificación profesional. En la prostitución las mujeres son propiedad colectiva de los hombres. La superioridad sobre las mujeres permite establecer cierta hermandad entre los hombres. Su masculinidad se construye sobre la diferenciación con las mujeres: ellos no son mujeres, son machos dominantes. Los prostituidores pueden actuar como en los patriarcados más duros: las mujeres prostituidas pueden ser humilladas y abusadas. Las “putas” son deshumanizadas, a ellas no hay que tratarlas con reciprocidad. Con ellas los puteros “pueden hacer de todo”.

  Argumento de que las mujeres también pueden ser clientas:
Desde las posiciones del sexo como trabajo se enfatiza el hecho de que las mujeres pueden ser puteras y hay hombres que se dedican al “trabajo sexual”. La finalidad de ese argumento es que nos olvidemos de que la prostitución es una institución machista. Aunque es verdad que hay algunos hombres que son prostituidos, la clientela de los mismos es masculina. Además esos hombres prostituidos suelen ser incluidos en el lugar simbólico de lo femenino (es decir, son tratados como “putas”).

Quienes defienden el trabajo sexual consideran que las “clientas de prostitución” irán aumentando conforme las mujeres vayan perdiendo “sus tabúes e inhibiciones sexuales”. Para justificar el carácter no patriarcal de la prostitución ponen el ejemplo del turismo sexual en el Caribe, en cuyas playas algunas mujeres occidentales mantienen relaciones con muchachos a cambio de dinero.
Jeffreys refuta la pertinencia del ejemplo del Caribe. En primer lugar, la escala del turismo sexual femenino es, en términos de número, mucho, muchísimo menor que el turismo sexual masculino. En segundo lugar, la hermenéutica de la sexualidad es inherentemente patriarcal. A modo de ejemplo: un joven de Barbados describía su entusiasmo sexual por las turistas diciendo que “las mujeres acá no saben coger, ni siquiera quieren chupar. Tienes que rogarles que lo hagan, y aún así se rehúsan, y si lo hacen, actúan como si te estuvieran haciendo un favor. Ahora bien, a una blanca tienes que rogarle que se detenga”. En este caso, sostiene Jeffreys, la turista sexual está al servicio de los hombres del lugar más que a la inversa. La dinámica de poder de la dominación masculina parece seguir bien preservada. Los hombres en los lugares turísticos siguen teniendo el control de la interacción sexual en virtud de la construcción de la sexualidad masculina dominante. En tercer lugar, los peligros que experimentan las personas de uno u otro sexo no son comparables. Las mujeres prostituidas del Caribe cuentan experiencias como la de un cliente que atacó a la mujer con un machete porque no estaba satisfecho con el trabajo. Otra mujer cuenta que acordó un encuentro con un cliente que luego apareció en el cuarto del hotel con otros seis hombres. Las mujeres afirman que siempre tienen mucho miedo porque no saben qué puede pasar. Los hombres no corren ningún peligro comparable.

La prostitución no puede aislarse de su contexto patriarcal. Los regulacionistas utilizan la “interseccionalidad” (apelación a la clase y a la raza) no para mostrar que las mujeres prostituidas también sufren explotación por su clase social y experimentan racismo, sino para argumentar que puede haber mujeres privilegiadas (puteras adineradas que instrumentalicen a hombres pobres). La cortina de humo es un uso habitual que los regulacionistas dan a la “interseccionalidad”.

  No es el momento:
Cuando el abolicionismo logra aceptación en el discurso público, la posición regulacionista se refugia en el “soy abolicionista pero…”. Uno de los “hits” de este pseudoabolicionismo es la postura “después de la revolución”, que sostiene que la prostitución terminará cuando se termine la pobreza, de modo que es la pobreza la que debe ser atacada y no la prostitución. Según ese punto de vista, primero hay que crear trabajos para las mujeres y procurar el desarrollo económico y solo después podrá afrontarse el problema de la prostitución. El “no es el momento” permite a la industria del sexo prosperar sin ataduras.

Como denuncia Jeffreys, esta excusa no se pone para otros temas como el matrimonio forzado o la violencia de género, aunque esas prácticas también sean exacerbadas por la pobreza. Pilar Aguilar compara este argumento con el que usó parte de la izquierda española para oponerse al sufragio femenino durante la Segunda República (la izquierda consideraba que era justo que las mujeres votasen, pero que el voto femenino daría el poder a la derecha y acabaría con la República, de modo que decían que “no era el momento”). Las abolicionistas de hoy, como las sufragistas de antaño, rechazamos el argumento de “no es el momento”.




El argumento de que la “regulación” es el mal menor:
El regulacionismo argumenta que la legalización de la prostitución es el “mal menor”. Este argumento es un clásico al que se enfrentaron ya las sufragistas en el siglo XIX. Josephine Butler se opuso a la legalización de la prostitución argumentando que el robo y el asesinato también son males que “siempre han existido”, pero a nadie se le ocurre decir: “como no podemos eliminar el robo o el asesinato, pongamos controles y que la ley determine en qué lugares, a qué horas y en qué condiciones se podrá robar y matar”. La idea del “mal menor” se basa en la creencia de que el impulso masculino de prostituir mujeres es natural e incontrolable.

Además es falso que la legalización sea “el mal menor”. Cuando la prostitución se legaliza, los que salen ganando son los proxenetas, tratantes y clientes, que se benefician de la complicidad social con la misma. Un número muy pequeño de mujeres queda incluido en el segmento legalizado de la industria y la inmensa mayoría de esta sigue siendo ilegal. Poquísimas mujeres se dan de alta como autónomas o trabajadoras (y muy pocas quieren hacerlo). Las condiciones de seguridad y las tarifas de las mujeres disminuyen, pues aumenta la competencia. Cuando la prostitución se legaliza, la intervención de la Administración pública se limita a financiar a las “asociaciones de trabajo sexual”, cuya tarea fundamental es legitimar la industria del sexo. Estas asociaciones utilizan esos fondos estatales para repartir folletos informativos a las mujeres prostituidas y preservativos.

Los folletos informativos consisten en recomendaciones de seguridad para las mujeres prostituidas. Ejemplos reales de estos folletos que cuenta Sheila Jeffreys son: usar el preservativo para evitar ETS y embarazos, examinar el pene de los clientes para ver si tienen signos de enfermedad, que las mujeres revisen los coches para ver si encuentran cuchillos, armas de juego, almohadones, cinturones o sogas (porque todos esos elementos son armas potenciales), etc.

Como vemos, las recomendaciones transfieren la responsabilidad a las mujeres prostituidas para que ellas mismas se cuiden de graves peligros. Pero, dada la situación de impotencia en la que viven las mujeres prostituidas, estos consejos son ridículos. Es obvio que si una mujer prostituida intenta mirar el pene del hombre para ver si tiene algo, el cliente puede enfadarse y ser violento o simplemente, marcharse sin pagar “el servicio”. Con respecto al uso del preservativo, ni siquiera está garantizado en los prostíbulos legales, porque las mujeres aceptan por más dinero que no se use o aceptan a un hombre que no quiere usarlo porque no han tenido un cliente en toda la noche. Aunque se utilice, este puede romperse o salirse, o  incluso el hombre puede quitárselo en mitad del coito. Mientras que en “un trabajo cualquiera” como la obra o las oficinas, la inspección de trabajo puede evaluar el cumplimiento de las medidas de seguridad, en la prostitución el Estado no hace nada y los proxenetas se desentienden. El apartado de “seguridad e higiene en el trabajo” se despacha con unos consejos absurdos que dejan toda la responsabilidad a la víctima y que incluso la culpan si es atacada (por no haber cumplido bien las reglas de seguridad). En la prostitución las mujeres experimentan violaciones y golpes por parte de los clientes, proxenetas y tratantes y sufren la violencia cotidiana de la penetración no deseada (y a menudo dolorosa) por la cual les pagan. Ningún folleto con “recomendaciones” puede hacer nada frente a estos problemas.

Sheila Jeffreys expone que la sociedad está aceptando que la dominación sexual masculina es inevitable. Cuando hablamos de violencia de género en la pareja, las feministas no trabajamos bajo la premisa de que lo mejor que se puede hacer es repartir tiritas porque los hombres no pueden evitar pegar. Ya es hora de pensar que un mundo sin prostitución es posible. Debemos exigir políticas públicas eficaces frente a esta forma de violencia machista.


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