La otra tortura
Más allá de toda fantasía sobre
la prostitución, la investigación de una psicóloga sobre casos concretos indica
que “estas personas, cuyos cuerpos son invadidos permanentemente, a través de
los años sufren consecuencias de tal gravedad que sólo son comparables a las de
quienes han sufrido tortura física y psicológica”.
Cuando era estudiante visité, en
el hospicio de mujeres de Lomas de Zamora, el pabellón de mujeres que habían
estado en situación de prostitución. Me llamó la atención que fueran tantas.
Cuando le pregunté al director, me contestó: “Son muchas por las cosas que les
hicieron y que les hicieron hacer”.
Ya como psicóloga, a partir de
relatos de pacientes, hombres y mujeres, en el consultorio y en el hospital,
pude conocer, entre otras inequidades de género en nuestra cultura, la
apropiación masculina del cuerpo de la mujer.
Es sabido que una ideología
instalada valora como masculinas ciertas actitudes de coraje, decisión,
iniciativa y poder sobre el otro/a. Por este motivo, los sentimientos de temor,
incertidumbre, humillación que puedan tener los varones son reprimidos o
inhibidos o, si llegan a hacérseles conscientes, les producen vergüenza. Estas
vicisitudes se traducen frecuentemente en violencia, y una forma habitual de
descarga es la relación sexual como actuación de mandatos inconscientes o
creencias conscientes. La violencia padecida por el varón, cuando se la inflige
otra persona o él está en circunstancias de impotencia, deriva hacia el sexo
violento. Esta necesidad sexual masculina a la que se le atribuye el carácter
de apremiante, inaplazable, es, en el imaginario social, uno de los motivos que
justifica el prostituir a las mujeres.
Por parte de la mujer, en no
pocos casos existe una falta de apropiación de su cuerpo y de su sexualidad.
Esto impide un buen proceso de autonomía, dando lugar a un yo frágil e
indefenso, con el permanente temor a la pérdida del afecto del otro y a la
pérdida de la relación.
De la Asamblea Raquel Liberman
tomé el concepto de “mujer en situación de prostitución” –que ubica esta
actividad como algo de lo que se puede salir– y el criterio de llamar
“prostituyente” al cliente, ya que de su solicitud depende la situación. El
cumplimiento de los deseos del prostituyente produce, en algunas mujeres, el
orgullo de ser “una verdadera puta”. En las mujeres más que en los hombres es
frecuente la actitud de anticiparse a la realización del deseo del otro, y en
algunos casos llega a producirse una desapropiación del propio deseo: su deseo
consiste en la realización absoluta del deseo del otro. Por su parte, el
prostituyente, el cliente, valora narcisísticamente esta anticipación, esta
particular servidumbre sexual, y la refuerza. El prostituyente disocia a la
persona y la ve como si fuera un objeto, la des-humaniza y disocia sus propios
sentimientos de su sexualidad. En la mayoría de los casos de prostituyentes,
uno de los móviles es el abuso de poder, la voluntad de someter.
Del mismo modo, el cafishio
–llamado en el ambiente “marido”– lleva al extremo el poder sobre la mujer,
entre amenazas y ofrecimiento de protección, en una relación de dominación a
veces absoluta: “No sos nada”, le dice. Ella misma está negada como persona –“A
quién le importo”, “Una puta no es nada”– y sólo le resta el ser utilizable por
el dinero que proporciona. Pero a la vez se le hace sentir que ella no tiene
valor. Incluso hay mujeres que jamás tocaron dinero, no pasa por ellas.
También es paradojal la situación
que se da cuando los propios padres de la mujer, para ser mantenidos, retienen
como rehén a un hijo de ella con la excusa de estar “cuidándole el chico”.
Estas y otras situaciones paradojales van socavando en estas mujeres la
posibilidad de pensamiento necesaria para desarrollar sus propias vidas de modo
autónomo.
Ya el hecho de tener
obligadamente múltiples relaciones sexuales durante cada jornada constituye
vejación. Esto queda claro cuando algunas prefieren realizar la práctica en la
calle, donde por lo menos pueden elegir a los clientes. Por otra parte, cada
cliente solicita o exige la realización en acto de sus fantasías en el cuerpo
de la mujer o exige que ella presencie actos sumamente perturbadores. En uno u
otro caso habrá sufrimiento corporal y psicológico y deterioro de la relación
con el mundo externo. Teniendo en cuenta que el Yo es ante todo corporal, el
daño al cuerpo es un daño a la totalidad de la persona y será necesario el cese
de la práctica o la asistencia, para que pueda producirse una reflexión. Sin
estas condiciones es imposible la elaboración de semejantes hechos traumáticos
y también es difícil que puedan elaborarse las fantasías depositadas en sus
cuerpos por ellas mismas y por los otros de la sociedad.
Pude observar que,
independientemente de las diferencias individuales, estas mujeres, además de
padecer una disociación entre su racionalidad y su afectividad, tienen una
enorme dificultad para dirigir sus impulsos, y una tendencia a veces extrema a
refugiarse en la fantasía. En muchas aparece una tensión intrapsíquica que
llega a impedir casi totalmente su capacidad de reflexión. Padecen enorme temor
a las relaciones interpersonales, sobre todo donde se juegue la afectividad.
Paradójicamente tienen marcada dependencia afectiva, y también un gran rechazo
a su propia sexualidad: no ponen en juego su sexualidad en la práctica, o sea,
no incluyen su cuerpo erótico sino el cuerpo físico –éste, incluso, disociado
de su mente– y por lo tanto no hay deseo sexual, en la mayoría de los casos ni
siquiera con el hombre al que quieren.
Sufren repetidas angustias por
baja tolerancia a la frustración y sentimientos de culpa que, en algunos casos,
se relacionan con que, habiendo sido abusadas cuando niñas, se hicieron cargo
de esa culpa que no les correspondía. Y se sienten culpables por realizar una
actividad que, aunque es tan inducida por la sociedad, está tan censurada por
ella.
Aparecen también tendencias a
negar la realidad, por la falta de recursos para poder operar sobre ella. Por
el mismo motivo aparecen tendencias agresivas que reprimen y que, a veces, son
actuadas contra sí mismas produciendo síntomas orgánicos.
En la mayoría de los casos se
observa que sienten temor a la desestructuración y fragmentación; sufren
ansiedad referida a la sexualidad masculina; tienen tendencia a la fabulación y
vivencia de hostilidad con inclinación al aislamiento como mecanismo de
defensa. Se genera una depositación de sus deseos de realización en sus hijos,
como intento de reparar a través de ellos sus propias historias. Esto puede
presentarse bajo la forma ambivalente amor-odio.
En lo corporal sufren frecuentes
jaquecas, hemorragias menstruales y, por el contacto, dolores crónicos de todo
el cuerpo –sobre todo mamas y genitales–, desgarros múltiples de vagina y
recto, VIH y sida. También he recibido permanentes comentarios sobre suicidios
de compañeras.
Al estar dificultada la mediación
del pensamiento, se generan conductas compulsivas que no les permiten elegir
adecuadamente. Por lo tanto, tienen obstaculizada la elaboración de duelos y,
más aún, la salida de la prostitución. La sintomatología sigue agudizándose por
la acumulación de situaciones graves sin elaboración.
Tan espantoso
En algunos casos, no se trata
para el hombre de tener una aproximación sexual sino de poder relatarle cosas
que los desbordan, pero esto no se basa en la confianza sino que es una
circunstancia más del ejercicio de control y dominio sobre ella, ya que la
coloca en la obligación de tolerar todo tipo de relatos, a veces muy
angustiantes y perturbadores, por haber cobrado su hora. El varón daña a estas
mujeres al descargar sobre ellas sus sentimientos displacenteros valiéndose del
anonimato.
Por otra parte, estas mujeres
muestran una falsa fortaleza yoica, con actitudes de desparpajo que ocultan su
extrema indefensión. Necesitan rea-lizar un simulacro ante los prostituyentes y
su disociación se incrementa aún más, ya que para resultar atractivas fingen
ser fuertes. He comprobado de distintas maneras que estas personas, cuyos
cuerpos son invadidos permanentemente con esas prácticas, a través de los años
sufren consecuencias de tal gravedad que sólo son comparables a las de personas
que han sufrido tortura física y psicológica.
Para realizar una elaboración
mínima, sería necesario que pudieran reflexionar y hacer un relato sobre las
actividades a las que están sometidas, pero esto generalmente se ve impedido
porque no les es posible tolerar la angustia. Un ejemplo es este comentario que
hizo Adriana: “Una vez, un grupo que estábamos reunidas a la madrugada porque
no había clientes, quisimos imaginar con cuántos hombres se había acostado cada
una. Fuimos imaginando micros llenos de hombres, para poder tener una idea,
pero nos sentimos muy mal y algunas se descompusieron. Fue tan espantoso que
nunca más tocamos el tema”.
El retiro de esa actividad
siempre es difícil, aunque siempre deseado. Para poder retirarse, deberían
liberarse de los proxenetas, cuestión que a muchas se les plantea como
inimaginable porque viven en un sistema de cautiverio que coadyuva a que se
produzca un deterioro a veces total de su relación con el mundo externo. Tras
retirarse, en algunos casos las mujeres sufrieron durante años graves
depresiones y fobias. En otros casos, después de breves períodos de
interrupción, volvían compulsivamente a la práctica ya que, sin ningún tipo de
asistencia, la intensidad de la angustia por el proceso de elaboración se les
volvía insostenible.
* Extractado de un trabajo que
será publicado en Topía revista. Psicoanálisis, sociedad y cultura.
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