viernes, 7 de agosto de 2020

La otra tortura

La otra tortura

Más allá de toda fantasía sobre la prostitución, la investigación de una psicóloga sobre casos concretos indica que “estas personas, cuyos cuerpos son invadidos permanentemente, a través de los años sufren consecuencias de tal gravedad que sólo son comparables a las de quienes han sufrido tortura física y psicológica”.

Por Magdalena Gonzalez *

 

Cuando era estudiante visité, en el hospicio de mujeres de Lomas de Zamora, el pabellón de mujeres que habían estado en situación de prostitución. Me llamó la atención que fueran tantas. Cuando le pregunté al director, me contestó: “Son muchas por las cosas que les hicieron y que les hicieron hacer”.

Ya como psicóloga, a partir de relatos de pacientes, hombres y mujeres, en el consultorio y en el hospital, pude conocer, entre otras inequidades de género en nuestra cultura, la apropiación masculina del cuerpo de la mujer.

Es sabido que una ideología instalada valora como masculinas ciertas actitudes de coraje, decisión, iniciativa y poder sobre el otro/a. Por este motivo, los sentimientos de temor, incertidumbre, humillación que puedan tener los varones son reprimidos o inhibidos o, si llegan a hacérseles conscientes, les producen vergüenza. Estas vicisitudes se traducen frecuentemente en violencia, y una forma habitual de descarga es la relación sexual como actuación de mandatos inconscientes o creencias conscientes. La violencia padecida por el varón, cuando se la inflige otra persona o él está en circunstancias de impotencia, deriva hacia el sexo violento. Esta necesidad sexual masculina a la que se le atribuye el carácter de apremiante, inaplazable, es, en el imaginario social, uno de los motivos que justifica el prostituir a las mujeres.

Por parte de la mujer, en no pocos casos existe una falta de apropiación de su cuerpo y de su sexualidad. Esto impide un buen proceso de autonomía, dando lugar a un yo frágil e indefenso, con el permanente temor a la pérdida del afecto del otro y a la pérdida de la relación.

De la Asamblea Raquel Liberman tomé el concepto de “mujer en situación de prostitución” –que ubica esta actividad como algo de lo que se puede salir– y el criterio de llamar “prostituyente” al cliente, ya que de su solicitud depende la situación. El cumplimiento de los deseos del prostituyente produce, en algunas mujeres, el orgullo de ser “una verdadera puta”. En las mujeres más que en los hombres es frecuente la actitud de anticiparse a la realización del deseo del otro, y en algunos casos llega a producirse una desapropiación del propio deseo: su deseo consiste en la realización absoluta del deseo del otro. Por su parte, el prostituyente, el cliente, valora narcisísticamente esta anticipación, esta particular servidumbre sexual, y la refuerza. El prostituyente disocia a la persona y la ve como si fuera un objeto, la des-humaniza y disocia sus propios sentimientos de su sexualidad. En la mayoría de los casos de prostituyentes, uno de los móviles es el abuso de poder, la voluntad de someter.

Del mismo modo, el cafishio –llamado en el ambiente “marido”– lleva al extremo el poder sobre la mujer, entre amenazas y ofrecimiento de protección, en una relación de dominación a veces absoluta: “No sos nada”, le dice. Ella misma está negada como persona –“A quién le importo”, “Una puta no es nada”– y sólo le resta el ser utilizable por el dinero que proporciona. Pero a la vez se le hace sentir que ella no tiene valor. Incluso hay mujeres que jamás tocaron dinero, no pasa por ellas.


También es paradojal la situación que se da cuando los propios padres de la mujer, para ser mantenidos, retienen como rehén a un hijo de ella con la excusa de estar “cuidándole el chico”. Estas y otras situaciones paradojales van socavando en estas mujeres la posibilidad de pensamiento necesaria para desarrollar sus propias vidas de modo autónomo.

Ya el hecho de tener obligadamente múltiples relaciones sexuales durante cada jornada constituye vejación. Esto queda claro cuando algunas prefieren realizar la práctica en la calle, donde por lo menos pueden elegir a los clientes. Por otra parte, cada cliente solicita o exige la realización en acto de sus fantasías en el cuerpo de la mujer o exige que ella presencie actos sumamente perturbadores. En uno u otro caso habrá sufrimiento corporal y psicológico y deterioro de la relación con el mundo externo. Teniendo en cuenta que el Yo es ante todo corporal, el daño al cuerpo es un daño a la totalidad de la persona y será necesario el cese de la práctica o la asistencia, para que pueda producirse una reflexión. Sin estas condiciones es imposible la elaboración de semejantes hechos traumáticos y también es difícil que puedan elaborarse las fantasías depositadas en sus cuerpos por ellas mismas y por los otros de la sociedad.

Pude observar que, independientemente de las diferencias individuales, estas mujeres, además de padecer una disociación entre su racionalidad y su afectividad, tienen una enorme dificultad para dirigir sus impulsos, y una tendencia a veces extrema a refugiarse en la fantasía. En muchas aparece una tensión intrapsíquica que llega a impedir casi totalmente su capacidad de reflexión. Padecen enorme temor a las relaciones interpersonales, sobre todo donde se juegue la afectividad. Paradójicamente tienen marcada dependencia afectiva, y también un gran rechazo a su propia sexualidad: no ponen en juego su sexualidad en la práctica, o sea, no incluyen su cuerpo erótico sino el cuerpo físico –éste, incluso, disociado de su mente– y por lo tanto no hay deseo sexual, en la mayoría de los casos ni siquiera con el hombre al que quieren.

Sufren repetidas angustias por baja tolerancia a la frustración y sentimientos de culpa que, en algunos casos, se relacionan con que, habiendo sido abusadas cuando niñas, se hicieron cargo de esa culpa que no les correspondía. Y se sienten culpables por realizar una actividad que, aunque es tan inducida por la sociedad, está tan censurada por ella.

Aparecen también tendencias a negar la realidad, por la falta de recursos para poder operar sobre ella. Por el mismo motivo aparecen tendencias agresivas que reprimen y que, a veces, son actuadas contra sí mismas produciendo síntomas orgánicos.

En la mayoría de los casos se observa que sienten temor a la desestructuración y fragmentación; sufren ansiedad referida a la sexualidad masculina; tienen tendencia a la fabulación y vivencia de hostilidad con inclinación al aislamiento como mecanismo de defensa. Se genera una depositación de sus deseos de realización en sus hijos, como intento de reparar a través de ellos sus propias historias. Esto puede presentarse bajo la forma ambivalente amor-odio.

En lo corporal sufren frecuentes jaquecas, hemorragias menstruales y, por el contacto, dolores crónicos de todo el cuerpo –sobre todo mamas y genitales–, desgarros múltiples de vagina y recto, VIH y sida. También he recibido permanentes comentarios sobre suicidios de compañeras.

Al estar dificultada la mediación del pensamiento, se generan conductas compulsivas que no les permiten elegir adecuadamente. Por lo tanto, tienen obstaculizada la elaboración de duelos y, más aún, la salida de la prostitución. La sintomatología sigue agudizándose por la acumulación de situaciones graves sin elaboración.

 

Tan espantoso

En algunos casos, no se trata para el hombre de tener una aproximación sexual sino de poder relatarle cosas que los desbordan, pero esto no se basa en la confianza sino que es una circunstancia más del ejercicio de control y dominio sobre ella, ya que la coloca en la obligación de tolerar todo tipo de relatos, a veces muy angustiantes y perturbadores, por haber cobrado su hora. El varón daña a estas mujeres al descargar sobre ellas sus sentimientos displacenteros valiéndose del anonimato.

Por otra parte, estas mujeres muestran una falsa fortaleza yoica, con actitudes de desparpajo que ocultan su extrema indefensión. Necesitan rea-lizar un simulacro ante los prostituyentes y su disociación se incrementa aún más, ya que para resultar atractivas fingen ser fuertes. He comprobado de distintas maneras que estas personas, cuyos cuerpos son invadidos permanentemente con esas prácticas, a través de los años sufren consecuencias de tal gravedad que sólo son comparables a las de personas que han sufrido tortura física y psicológica.

Para realizar una elaboración mínima, sería necesario que pudieran reflexionar y hacer un relato sobre las actividades a las que están sometidas, pero esto generalmente se ve impedido porque no les es posible tolerar la angustia. Un ejemplo es este comentario que hizo Adriana: “Una vez, un grupo que estábamos reunidas a la madrugada porque no había clientes, quisimos imaginar con cuántos hombres se había acostado cada una. Fuimos imaginando micros llenos de hombres, para poder tener una idea, pero nos sentimos muy mal y algunas se descompusieron. Fue tan espantoso que nunca más tocamos el tema”.

El retiro de esa actividad siempre es difícil, aunque siempre deseado. Para poder retirarse, deberían liberarse de los proxenetas, cuestión que a muchas se les plantea como inimaginable porque viven en un sistema de cautiverio que coadyuva a que se produzca un deterioro a veces total de su relación con el mundo externo. Tras retirarse, en algunos casos las mujeres sufrieron durante años graves depresiones y fobias. En otros casos, después de breves períodos de interrupción, volvían compulsivamente a la práctica ya que, sin ningún tipo de asistencia, la intensidad de la angustia por el proceso de elaboración se les volvía insostenible.

 

* Extractado de un trabajo que será publicado en Topía revista. Psicoanálisis, sociedad y cultura.

Fuente:

https://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-52127-2005-06-09.html?fbclid=IwAR1SxvL9GJ2D2UCgeqQFMxtEIk4tFdv5qcLzoWqCRYX6CKfPxeL9br7h_x0






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