La prostitución en el cine: una historia de
agitación y propaganda 1
Pilar
Aguilar, ensayista y crítica de cine.
Prisioneras
entre muros cambiantes. A menudo, cuando pienso en la situación de las mujeres,
me vienen a la mente esas palabras de Cernuda2 (aunque, como pueden figurarse,
él no las decía refiriéndose a nosotras). Hemos derribado en muy poco tiempo
enormes y variados muros: legales, mentales, espaciales, profesionales… pero comprobamos
que algunos se vuelven a reconstruir un poco más allá, con otra forma y con otros
materiales. No estoy negando nuestros enormes avances –pues hacerlo equivaldría
a olvidar los velos, ataduras, prohibiciones, sometimientos en los que vivíamos
no hace tanto– pero forzoso es constatar que seguimos prisioneras entre muros
cambiantes, algunos de los cuales parecen inamovibles.
Descorazona
ver cómo continúan los asesinatos de mujeres, cómo la violencia y las agresiones
no cesan, como caen redes de pedófilos (lo cual significa que se renuevan
constantemente), cómo la prostitución sigue pujante, moviendo millones de euros
y gozando del beneplácito y complacencia de buena parte de la opinión pública.
Puesto que
nadie medianamente coherente ignora que somos seres construidos, preciso es
preguntarse por los mecanismos que fabrican el caldo de cultivo necesario para
que pervivan y se reproduzcan tantas y tales tropelías y salvajadas. El patriarcado
sigue vivo y en él se cimenta una estructura simbólica y un universo imaginario
que educan en el convencimiento de que las mujeres somos seres de menor
cuantía, seres al servicio del varón. A su servicio en todos los sentidos:
desde la comida hasta la cama, desde el nacimiento hasta la muerte (incluida la
muerte por asesinato).
¿Y cuál es el
papel del relato de ficción audiovisual en todo esto? Fundamental. En primer
lugar por la importancia que tiene en nuestro mundo. Recordemos las casi cuatro
horas de televisión que consumimos la día (y la televisión no es la única
pantalla que ocupa nuestra vida). Pero su trascendencia no radica solamente en
el tiempo que le concedemos sino en la influencia que sobre nosotros ejerce.
Basta con que los medios aireen cualquier acontecimiento, personaje o fenómeno
para que cobre una importancia desmesurada, sin relación directa con su valor o
con su incidencia real en nuestras vidas. Si le conceden importancia a un
asunto, sabemos que nos van arrastrar en esa espiral de “interés”. E
inversamente, lo que los medios audiovisuales silencian u ocultan no existe.
Comparemos la mortalidad de la gripe aviar o la gripe NH1N1 con la que ocasiona
la malaria, por ejemplo y comparemos el lugar mental y emocional que ambas enfermedades
han ocupado en nuestro mundo. Pues igual ocurre con todo.
No podemos
olvidar, además, que los relatos mediáticos en general y los audiovisuales en
particular no se limitan a mostrar.
Forzosamente
(al margen incluso de cuáles sean las intenciones explicitas y conscientes de
sus creadores) generan un punto de vista, una posición moral, simbólica y
emocional sobre lo que muestran (o sobre lo que silencian). Y, por último,
hemos de tener en cuenta que el lenguaje audiovisual goza de una enorme
capacidad para situarnos en el lugar de la representación, para construir
puntos de vista, para asignarnos un determinado lugar en el mundo creado. Son, por
lo tanto, potentes artefactos de educación sentimental.
En
cualquier caso, el impacto que en nosotros produce un relato, su capacidad para
condicionar nuestra manera de ser y estar en el mundo, nada tiene que ver con
el hecho de que sea verdad o mentira, ficción o realidad (esto de “realidad”
hay que ponerlo entre comillas pues no se debe confundir lo real con la
realidad que, siempre, es una construcción humana).
Lo que
importa de un relato es su poder, su capacidad para ser fuente de realidad.
Pensar: “Bah, es sólo cine, entretenimiento.
Sabemos
poner las cosas en su sitio y distinguir”… resulta de una nefasta ingenuidad.
Comparen el impacto que puede tener a la hora de enfrentarnos a nuestros
miedos, nuestras esperanzas, nuestros deseos, cualquier film fantasioso (tipo Crepúsculo,
Matrix, Spiderman y otros Supermanes, elfos o trasgos) con esta verdad: un
triángulo equilátero tiene tres lados iguales.
Pues bien,
en el 90% de las ficciones que llegan a nuestras pantallas, el protagonismo
está acaparado por figuras masculinas. De modo que el primer mensaje que nos
lanzan es éste: los varones son los seres que importan, los que de verdad
encarnan el significado de lo humano.
Fíjense lo
mal que suena lo anterior si lo verbalizamos. En efecto, gracias a nuestra lucha,
hemos conseguido –y en pocos años– que un aserto de ese calibre nos parezca
brutal y lo rechacemos.
Los
mensajes audiovisuales son actualmente mucho más brutales y, sin embargo, ante ellos
nuestra capacidad crítica se muestra adormecida pues nos fallan los filtros
racionales. No nos parece que “digan” nada o que digan las barbaridades que
dicen. Y es que, más que decirlo, lo que hacen es darlo por hecho, crear un
mundo donde “naturalmente” las cosas son así. Y por ello resultan tan eficaces.
Al centrar
masivamente las historias en los varones, el relato audiovisual socialmente
compartido nos predica que los varones saben, descubren, resuelven, van,
vienen, hablan, actúan, se interrelacionan. En torno a ellos se organiza la
trama. El espacio y el tiempo se segmentan según sus necesidades. El mundo les
pertenece. Inversamente, niega a las mujeres el estatuto de sujetos. Les asigna
el rol de seres vicarios, de menor cuantía, que existen en función de otros
seres, los verdaderos protagonistas. Las mujeres quedan reducidas a una
peripecia más de las que conforman la gran aventura viril. Aparecen cuando los
varones tienen que vivir el capítulo erótico–amoroso. Son un parque temático al
que el varón acude a solazarse.
A menudo la
verdadera pasión, la verdadera historia, el núcleo significativo, lo que importa
discurre exclusivamente entre varones. Varones guapos o feos, buenos o malos,
cobardes o valientes, pacificadores o guerreros, divertidos o siniestros… Todo
tipo de seres que pueblan un mundo siempre masculino en que los personajes
femeninos son anecdóticos y marginales. Pensemos en ISI&DISI, en La guerra
de las galaxias, en Días del fútbol, en El señor de los anillos, en Náufrago,
en Mortadelo y Filemón, en Invictus, Celda 211, y un largo etcétera.
En
definitiva, lo que importa, los verdaderos deseos -para bien y para mal-
discurren entre hombres. Pero, cosa extraña, el deseo sexual se vive, sin
embargo, con mujeres. Esta loca dicotomía tiene nefastas consecuencias. Crea
una actitud neurótica y agresiva en el varón. En efecto, sentirse atraído por
alguien que no merece tu estima genera irritación. Forzosamente se vive como
una debilidad insoportable: “¿Cómo es posible que este ser de menor cuantía tenga
un poder sobre mí?”.
Una masculinidad agresiva, misógina y homófoba
Esta
construcción del mundo ficcional como un mundo de hombres donde sólo ellos
importan y donde las mujeres no significan nada llega, a veces, a extremos
delirantes. Así en El sargento de hierro (Clint Eastwood, 1986). Clint Eastwood
interpreta a Tom Highway, sargento de artillería del cuerpo de Marines y
veterano condecorado de varias guerras incluida la de Vietnam. La película nos
lo muestra como soldado heroico, valiente, invencible en las peleas, honesto,
exigente con los soldados y “simpáticamente” borrachín, pendenciero, asocial,
machista, agresivo y arbitrario. Estos atributos son presentados en el film
como positivos o, al menos como justificados. Así, por ejemplo, el excesivo consumo
de alcohol se construye como un complaciente y festivo rasgo de virilidad.
Igual ocurre con sus pendencias y agresividad pues tanto unas como otra
aparecen emocionalmente respaldadas por el relato y, además, todos los personajes
que le reprochan tales conductas son pusilánimes, antipáticos o cobardes cuando
no una mezcla de la tres cosas.
Analicemos
cómo empieza el film. Como telón de fondo a los títulos de crédito, vemos
imágenes de varias acciones de combate donde intervienen marines. Esas imágenes
se complementan con otras que nos muestran a soldados heridos ayudados de
diversas maneras por sus compañeros. Las escenas, de marcado tono documental,
están en blanco y negro y son presentadas como pertenecientes a guerras de la
segunda mitad del pasado siglo donde han intervenidos tropas americanas. Su
objetivo es familiarizarnos con el pasado heroico del protagonista. La
secuencia que nos interesa es la inmediatamente posterior a la que acabo de
evocar. Es la primera del relato propiamente dicho y sirve para presentarnos al
protagonista. Antes de hacerse visualmente presente, su voz ya ocupa el espacio
narrativo, es, pues, el dueño del relato. ¿Y qué nos cuenta? Pues sus andanzas
por los prostíbulos del Vietnam. Sexo y ejército. Pero mientras que el ejército
es una razón de ser, un constituyente esencial, el marco estructural –físico y
mental– en el que se desarrolla el film, las mujeres no pintan nada. Son sólo
agujeros: “Había una que tenía un chocho que era una maravilla”. Y cuando –en
contadas ocasiones en el trascurso de la película– se hace referencia a mujeres
que no son prostitutas se señala bien la necesidad de que estén convenientemente
acantonadas en una esfera que no se mezcle con la viril. Un hombre de verdad no
puede, por ejemplo, contarle sus andanzas a su “Mami”. Si lo hace, queda ridiculizado
por débil y aniñado. Y su debilidad tiene desagradables consecuencias: fastidia
ese maravilloso plan de “follar” sin descanso. Así, la “Mami” se lo cuenta a su
vez a un congresista. Como el congresista es un “maricón que tiene el culo tan
dado de sí que…” etc. etc. a los soldados se les prohíbe frecuentar los burdeles.
Si nos fiamos de lo que nos enseña el cine, el cuerpo de marines es
disciplinado hasta lo absurdo. Cientos de filmes nos muestran que deben
obedecer órdenes por salvajes e irracionales que sean. Salvo, claro está, si lo
que se les dice es que no vayan de “putas”. Entonces, por el contrario, han de
ser “graciosamente insubordinados” y redoblar sus visitas a los prostíbulos. No
quiero caer en la prolijidad de contar la escena pero sí es preciso resaltar
que en la pelea que se desata a continuación (contra un “malo” que casualmente
es feo, gordo y hortera), ambos se acusan una y otra vez de ser maricones.
Asombra tanta obsesión. Ahora bien, viendo la película observamos que toda ella
se desarrolla entre hombres. Acaparan el espacio visual y narrativo. Son los
que importan, los que se entienden para bien o para mal, unos y otros, los que
se ayudan o se oponen. Sospechamos que ante tal borrado sistemático de las mujeres
los varones –consciente o inconscientemente– se dan cuenta de que esa obsesión monotemática
por el mundo masculino, puede resultar “sospechosa” y se curan en salud remachando
de manera terca: “Maricón tú, no yo, yo follo sin parar con mujeres”. ¿Mujeres?
Y aquí volvemos a lo que dijimos antes: no son mujeres, son agujeros o incordios
(madre y ex esposa).
¿Qué mundo
es este que nos construye la ficción audiovisual? ¿qué educación nos trasmite
y, sobre todo, les trasmite a los varones? Yo personalmente estoy convencida de
que para hacer avanzar el feminismo habría que actuar en la educación emocional
de los y las jóvenes. Proyectar esta escena en clase y analizarla para ver qué
tipo de masculinidad se propone, poniendo de manifiesto su brutalidad en
general y su misoginia en particular.
Una mirada que prostituye a las mujeres
Como dije
en otro lugar3 “Josep Vicent Marqués señaló4 que: “La paradoja de la
heterosexualidad del varón está en que no le gustan las mujeres como personas”.
Desear y despreciar al tiempo es una locura y constituye fuente importante de
agresividad masculina hacia las mujeres pues resulta humillante sentirse ligado
–es decir, “debilitado”– por el deseo hacia quien no te merece interés alguno,
hacia quien consideras un ser de menor cuantía, marginal y, por lo tanto,
despreciable.
O mejor
dicho, cuyo único interés reside en su cuerpo. En efecto, cuando se analizan
las representaciones gráficas, visuales y audiovisuales que se hacen de las
mujeres se comprueba que se las construye como cuerpos deseables y poco más.
Cuerpos en su materialidad más alicorta, cuerpos que no encarnan ningún otro
significado, cuerpos que se agotan en sí mismos”.
Así se
explica la representación recurrentemente fragmentada del cuerpo femenino. No
volveré sobre ello puesto que ya otras publicaciones me detuve en examinar este
procedimiento de la
construcción
de la mujer como espectáculo5. Aquí sólo quiero recordar que tal segmentación
reduce el cuerpo femenino a una colección de partes clasificadas en función del
placer voyeurista
masculino,
destruyendo así la individualidad de las mujeres. Ese tipo de mostración rompe
la dinámica del relato, no se inserta en ninguna necesidad dramática, ni hace
avanzar la historia, ni explica nada. Su mensaje está dirigido a la más ramplona
y tópica configuración del deseo masculino heterosexual: “Aquí tienes unos
minutitos de regalo para que disfrutes viendo nalgas, pechos, muslos, boca. Sí,
claro, pertenecen a una mujer pero lo que nos importa no es ella, sino estos
apetitosos trozos de su cuerpo”. Como quien va a una carnicería a comprar
chuletas de cordero para su posterior consumo. Así, y como analicé en otro
lugar6, en Pretty woman (Garry Marshall, 1990) al finalizar la presentación del
protagonista masculino, sabemos muchas cosas sobre él: es inteligente,
poderoso, culto, arrasador e irresistible. Los hombres lo admiran y lo buscan para
hacer negocios con él; las mujeres quisieran ser su “elegida”. Hasta sabemos
quién es su abogado, su chófer, una de sus ex novias; sabemos que se acaba de
morir su padre… Al terminar la presentación de ella sólo sabemos que está
formada por el ensamblaje de una impresionante colección de partes eróticas,
que no tiene para pagar el alquiler porque gana poco y su única amiga lo
dilapida. Él es un individuo completo, ella es un cuerpo fragmentado.
Por decirlo
con pocas palabras: al imaginario masculino más tópico no le importan las
mujeres como personas (aunque pueda usarlas). Por eso su mirada sobre ellas es
una mirada que las cosifica, que las convierte en meros receptáculos del placer
ajeno, una mirada que no las ve y cuyo único objetivo es complacer al varón. Una
mirada que las construye, en suma, como seres prostituidos. En consecuencia, el
deseo masculino no requiere reciprocidad para realizarse. O, si se quiere
formular de otra manera, diremos que el deseo femenino sólo puede expresarse en
una
formulación
pasiva: ser deseada por el dueño del deseo. Si el dueño del deseo nos desea, ya
vamos bien servidas y si, además, paga ¿qué más podemos querer?
Por otra
parte, la aparición de personajes de mujeres que ejercen explícitamente la
prostitución u otras variantes asimiladas (strip tease, por ejemplo) es
abundantísima. En el análisis que realicé para mi libro Mujer, amor y sexo en
el cine español de los 90 (anteriormente citado) comprobé que había muchos más
personajes femeninos que se dedicaban a la prostitución o similares que a
cualquier otra ocupación. En otro trabajo recientemente publicado7 he vuelto a
comprobar que, en los 26 filmes españoles más vistos entre 2000 y 2006
dirigidos por varones, el 30,8% de incluyen personajes “que van de putas”.
La
consideración de que el cuerpo de las mujeres es una mercancía cuya
compra-venta no tiene trascendencia y puede formar parte de las transacciones
rutinarias entre varones está muy naturalizada en el cine. Así en El penalti
más largo del mundo (García Santiago, 2005) el protagonista, portero de un
equipo de barrio, debe parar un penalti. Para conseguirlo, ha de estar
centrado, relajado y contento. Ahora bien, él anda un poco intranquilo y descentrado
porque le gusta una chica y ésta no le corresponde. Todos los amigos intentan
que la situación cambie. Si la chica no lo quiere, pues nada, que se acueste
con él a cambio de algo. Es el propio padre de la chica quien intenta
convencerla y le promete un vestido si accede. Ya comprendemos que es mucho más
importante un penalti que el cuerpo de una mujer.
La prostitución como desenfreno sexual…
femenino
Como hemos
señalado, la cosificación, la anulación del sujeto femenino en tanto que ser
humano, lo construye como ser prostituido al servicio del placer varonil.
Además, la representación audiovisual mayoritaria elude el deseo de las mujeres
que, o no importa o coincide maravillosamente con el deseo masculino. Ser
deseada por el dueño del deseo, esa es la meta.
El relato
escenifica de las más diversas maneras este supuesto. A menudo se disfraza de
feliz coincidencia: a las mujeres –y ya desde chiquititas– les gusta hacerle a
los hombres lo que a ellos
también les
gusta. Por ejemplo, en el corto La concejala antropófaga (que es un montaje más
extenso de una escena de la película Los abrazos rotos, de P. Almodóvar,) se
ilustra el entusiasmo
de la tal
concejala por la felación: cuenta con gran énfasis lo que le gusta “chupar
pollas” (y pies, ese es el toque original almodovariano). Tanto le gusta y desde
tan pequeñita (desde que su escasa altura le brindaba la gran suerte de tener
la boca a la altura de las braguetas varoniles) que lamenta mucho que en su
entorno no hubiera ningún pedófilo. O sea que pueden existir hombres “raros”.
Vaya ¡qué mala suerte! Se supone que nos tenemos que reír. Si somos “progres”,
hemos de reírnos más puesto que la concejala es de derechas.
Otras
veces, las mujeres actúan, no por deseo, sino por amor.
Puede que a
ella no le guste “chupar pollas”, ni prostituirse pero que esté dispuesta a
hacerlo como muestra de cariño. Así, como comenté en otro artículo a propósito
de la película Rompiendo las olas (Lars von Triers, 1995)8: “Al principio del
film, en la secuencia de la boda, queda meridianamente planteado qué se
entiende por amor y por placer. Ella le dice: “Hazme el
amor” y lo
que para ella –y él– significa es: “Toma mi cuerpo y disfruta con él, que mi
disfrute es que tú disfrutes”. En el desarrollo de la escena queda claro que la
idea de “hacer el amor”
para nada
incluye el placer ni el deseo de la protagonista o, si se quiere, incluye la
idea de que el placer y el deseo de ella es sola y exclusivamente el deseo y el
placer de él. Estamos, pues, ante un placer vicario que se define en relación
al otro. Así, como dijimos antes, placer para las mujeres es dar placer. Y si
para dar placer hay que pasar por el sufrimiento e incluso la muerte, pues se
pasa.
Siguiendo
tal planteamiento, cuando más tarde él le pide que “haga el amor con otros”, se
entiende que le está pidiendo que haga con otros los que antes hacía con él:
poner su cuerpo a
disposición
de diversos varones –los que sean, da igual y éste es un agravante– para que
ellos disfruten usándolo, a fin de que su amante esposo también disfrute, en
una cadena en la que, vuelvo a repetir, el único deseo y placer que queda
excluido es el de ella.
La
protagonista de este film, como ama a su esposo (suprema justificación para que
las mujeres acepten cualquier tropelía y salvajada) hará lo que él le pide
aunque tenga que vomitar, ser
despreciada,
lastimada e incluso asesinada. Grandioso.
Si no se
tiene en cuenta el deseo ni el placer de las mujeres, se da carta blanca al
varón para plasmar su propio deseo e imponerlo. Y así, por ejemplo, las escenas
de sexo de las películas
repiten
machaconamente este mensaje: al orgasmo femenino se llega sólo con la
penetración y dura lo que dure el orgasmo masculino. O sea, el coito es el alfa
y la omega y su variante es
la
felación. Punto9.
Más
ampliamente, se postula que la mujer “naturalmente” ha de disfrutar con lo que
el varón disfrute. De ahí que se construya a los personajes femeninos que ejercen
la prostitución
como seres
llenos de “entusiasmo vocacional por el oficio”. Muestran alegría, dinamismo,
ganas de vivir. En oposición, los personajes femeninos “decentes” son
desagradables, fastidiosos, irritantes, ruines. Esa dicotomía aparece en muchos
y variados filmes. Desmontando a Harry (Woody Allen, 1997), Ochocientas balas
(Álex de la Iglesia, 2002) o Airbag (Bajo Ulloa,
1997), por
citar sólo algunos ejemplos. Las mujeres de estos filmes se distribuyen en dos
bloques bien delimitados: “las decentes” que son arpías, brujas, castradoras e
insufribles y las prostitutas que son generosas, divertidas, que no incordian, que
dan placer a los personajes masculinos sin plantearles ningún requerimiento o
problemática. Y que llevan su entusiasmo tan lejos que terminan enamorándose
del cliente (Airbag) o proponiendo “servicios” gratis a viejos y niños
(Ochocientas balas). Hay ciertas excepciones: puede aparecer alguna jovencita que
no se dedique a la prostitución y que, sin embargo, sea guapa, sumisa, complaciente
y que tampoco incordie, aunque nunca te puedes fiar del todo (Desmontando a
Harry).
Según el
cine, la prostitución se ejerce por impulso vocacional irresistible. En
Pelotazo nacional (Ozores, 1993) las mujeres se dedican a la prostitución por
vicio y lujuria incontenibles. Quieren follar y como sus maridos no están a la
altura de tanto desenfreno, ellas se ven obligadas a prostituirse para colmar sus
ardores. Obsérvese que no recurren al procedimiento más obvio: echarse uno o
varios amantes expertos y bien mandados que le hagan lo que ellas quieran. No,
eso es cosa de hombres. A las mujeres lo que las satisface es que un tipo
cualquiera les haga lo que él desee. Ellas no crean un guión para sus deseos porque
su deseo es someterse al guión que escribe el varón. Y puede objetarse: “Bueno,
es que Ozores…”. Pues lo mismo hace Buñuel en Belle de jour (1967). Como
analicé en otro lugar10: “La protagonista –encarnada por Catherine Deneuve– tiene
fantasías masoquistas y ¿cómo las realiza? No pidiéndole al marido la incorporación
de rituales sadomasoquistas en su relación sexual, ni –si él se negara–
buscando a un apuesto y bien mandado joven para que “la maltrate” en un guión
controlado por ella misma, sino haciéndose prostituta a tiempo parcial. Es
decir, poniéndose a disposición de los hombres que
lleguen al
prostíbulo para que hagan con ella lo que quieran.
Es una
realización cuanto menos extraña ya que, como señala Jutta Brückner11:
“En el seno
del imaginario se realizan experiencias que no quieren o no pueden hacerse
realidad porque conducen a zonas que son el límite mismo de toda experiencia.
La imaginación
calma los
deseos fantásticos, no los deseos reales. Cuando las mujeres soñaban (y sueñan)
con sujeción sexual no es porque desean, por ejemplo, de ser violadas en el
sucio pasillo de una casa sino por deseo de verse totalmente sumergida y
perdida en sus propios deseos”.12
Pero la
película de Buñuel no lo entiende así. Es decir, no lo entiende así en el caso
de la protagonista, sí lo entiende así en el caso del cliente masoquista
–eminente profesor de universidad– que también gusta de ser humillado y
castigado. Porque él, al contrario que ella, sí distingue perfectamente entre
deseos imaginarios y plasmación de esos deseos. No deja, pues, su cátedra y se
pone a servir a una marquesa tiránica que lo humille y maltrate realmente. En
la realización de su fantasía sadomasoquista, él no dimite de su poder. Al
contrario: elige pareja, vestuario, guión, tiempo y modos. Es decir, el cliente
no quiere la realidad, quiere la fantasía, quiere una puesta en escena
masoquista en la que él lleve las riendas. Quiere una representación de la que
él sea el director.
Pero la
diferencia de planteamiento según que se hable de hombres o de mujeres es un
esquema muy recurrente y base misma de todo relato patriarcal. Y así, como dije
antes, en el cine, cuando un personaje varón desea tener muchos y variados encuentros
sexuales, busca y elige –sobre todo elige– mujeres voluntarias o pagadas para
hacer con ellas –o para que le hagan– lo que él quiera. Una mujer que desee la
promiscuidad no actúa de la misma manera, no busca chicos apañados y obedientes
que le hagan lo que ella desea (incluida una azotaina, por ejemplo). No, ella
se pone a prostituirse en una esquina.”
Y es que
somos prostitutas vocacionales. Como señala un personaje de la película Jamón,
jamón (Bigas Luna, 1992): “Todas las mujeres lleváis una puta dentro”. A lo que
cabría responder que se trata más bien de que muchos hombres (no todos, menos mal)
llevan dentro un prostituidor, que sueña con convertir a todas las mujeres en
prostitutas (y sin pagarles).
Además de prostituidas, contentas y entusiastas
Como vengo
exponiendo, el relato audiovisual hace una acendrada, entusiasta y masiva
propaganda de la prostitución. En todo tipo de películas y de muy diversas
maneras. La banaliza
casi
siempre y la trata o evoca con complacencia y humor.
En Torrente
3 (Santiago Segura, 2005) uno de los personajes comenta: “a pesar de que la
prostitución me parezca absolutamente vejatoria para la mujer, si me
invitas...”. Y sí, con las prostitutas hay que tener buen rollito pues no en
vano son muy agradables y complacientes: “¡Cómo me gustan las guarrillas!” dice
Torrente en Torrente 2 (2001). Pero tampoco hay que pasarse con los
miramientos. De modo que, acto seguido, el mismo personaje comenta de una –y
con ella delante–: “¡Mira que es fea, la joia, pero cómo chupa!”.
La inmensa
mayoría de los filmes dirigidos por varones y que abordan el asunto tienen un
denominador común: la prostitución es un oficio como otro cualquiera. Ya señalé
en otro lugar13:
“Aunque
todos los estudios psicológicos concuerden en que el ser humano necesita en
torno suyo un espacio y que la trasgresión de ese espacio se vive como
agresión, en el cine parece que las prostitutas tuvieran una estructura psíquica
diferente. Ellas no tienen esos reparos basados en fuertes esquemas
psicológicos que deban violentar, tales como la intimidad, la inviolabilidad del
espacio corporal que psicológicamente necesitamos y que sólo dejamos que
traspase gente especial, la repugnancia a tocar (y no digamos nada a chupar) un
cuerpo extraño, etc. El ejercicio de tal
actividad no conlleva humillación, ni desvalorización, ni asco, ni sufrimiento
de ninguna suerte, así es que, para pasar la noche en una acera esperando que
cualquiera pida precio por “una
mamada” no hay que recurrir a ningún tipo de estimulante ni droga legal o
ilegal (Pretty woman, por ejemplo)”.
En
cualquier caso, el frenesí vocacional de las prostitutas desborda cualquier
otro. Así, si un “cliente” tiene un pene grande, la prostituta se muestra
encantada, lo vive como un regalo extra. En El pacto de los lobos (Christophe
Gans, 2001) un grupo de hombres van al burdel. Como el amigo del protagonista
tiene una serpiente tatuada en el pecho, la prostituta que lo “atiende” piensa
que se trata de un brujo y se asusta. Los remilgos se acaban cuando él muestra
el maravilloso tamaño de su pene (¡ah, era ahí donde residía su embrujo!).
Entonces ya surge una voluntaria que se supone lo haría incluso sin cobrar.
Nadie en su sano juicio se atrevería a imaginar un comportamiento similar en
cualquier otro trabajo: un profesor entusiasmado porque en vez de veinte tiene
cuarenta exámenes que corregir, un empleado de mudanzas que al ver un enorme y
pesado mueble sonríe extasiado…
La trata no existe
En medio de
tan festivo panorama, la trata de mujeres no existe, claro está. Resulta
curioso comprobar el foso entre la realidad que se percibe en cualquier lugar
donde se ejerce la prostitución y los relatos audiovisuales que la muestran. En
el primer caso, con una simple ojeada se comprueba que casi todas las mujeres
son extranjeras. No vamos a pensar que las rumanas, brasileñas,
paraguayas son vocacionalmente prostitutas (aunque, como estamos comprobando,
la ficción audiovisual puede dar como cierta cualquier aberración). Lógico es
deducir que la ejercen mujeres en situación de extrema necesidad. Muchas de ellas
abusadas, sometidas, esclavizadas. Pero, por supuesto, eso no se muestra. O se
muestra muy pocas veces.
Un ejemplo
raro es Lilya Forever (Lukas Moodysson, 2002). Excelente y durísimo film que
nos cuenta cómo una adolescente rusa de 16 años, abandonada por su madre, se ve
abocada a la prostitución para poder comer. Un día, conoce a un encantador chico
que le promete un futuro mejor en Suecia. Así es como Lilya termina en la red
de trata de mujeres. La película lo muestra sin concesiones y sin falso
sentimentalismo.
Todo lo
contrario de lo que hace el film Princesas (León de Aranoa, 2005). Éste plantea
la propaganda moralizante de: “Rescatemos a la pobre emigrante y dignifiquemos
la profesión cuando se ejerce libremente”. Ese rescate de la pobre emigrante no
pasa, por supuesto, por la lucha contra la prostitución ni siquiera por la lucha
contra la trata pues, si bien Zulema, la emigrante, se prostituye por necesidad
y tiene que aguantar el maltrato de un tipo brutal que le promete papeles, no
está sometida al control de ninguna mafia. Vino y se va siguiendo su albedrío.
Depende de sí misma y de la generosidad de su amiga Caye. No estamos, pues,
ante un tema de justicia ni de derechos humanos sino ante un tema de caridad.
Es una lástima que las miles de mujeres de países del tercer mundo o de Europa
del Este, obligadas a prostituirse, no tengan una Caye a su lado. Aunque ya me
serviría de consuelo que León de Aranoa dedicara los ingresos que le genere su
última película a hacer “obras de misericordia” y facilitara la liberación de
algunas de las que están en nuestras calles, parques, puticlubs de carretera y
pisos. En fin, Princesas ilustra la bonita teoría del libre albedrío, a saber:
“No se debe obligar a nadie a ejercer de prostituta pero sí se trata de una
opción personal ¿hay algo de malo?”. Y así, por contraste con Zulema, el
personaje de Caye, se
prostituye porque quiere. Tiene el capricho de pagarse una operación para
agrandar sus mamas y se supone que este trabajo le resulta cómodo y adecuado.
Hay que pasar por algún mal traguillo pero, bah, merece la pena. Por supuesto vender
el cuerpo, la intimidad, el propio deseo, es algo tan leve, tan sin implicación
alguna en los sentimientos, las emociones, la autoestima, que puede
compaginarse con una vida totalmente convencional que incluya comida semanal en
familia. Una vida cuya aspiración máxima sea encontrar a un hombre que la espere
a la salida del trabajo (¿del burdel?). Siempre pienso que los que plantean
estas fábulas carecen de imaginación. No sé si Fernando León de Aranoa es capaz
de pensarse a sí mismo en una acera, ofreciéndose a hombres y mujeres por igual
(pues si no hay deseo, qué más da). Y no a hombres y mujeres guapísimos, sino a
cualquiera de los que pueden pasar por una esquina, a los que hay decir tus tarifas
(tantos euros por un griego, tantos por un francés...) e intentar negociar con
ellos para que no las rebajen en exceso.
Películas que muestran la realidad
Ya mencioné
Lilya Forever. Lukas Moodysson es un
director exigente, y construye y maneja muy bien las claves narrativas de sus
películas. Aquí la bajada a los infiernos más sórdidos de Lilya, una
adolescente rusa, está contada con maestría. Su historia agrede tanto más
cuanto que los espectadores y espectadoras comprendemos que está “basada en
hechos reales”, por decirlo con las tópicas palabras.
Pero son
pocos los films que sitúan su cámara y su punto de mira en la descripción de un
contexto que suene a verdad y no a fantasía delirante y edulcorada. Otro de
ellos es Nadie hablará de nosotras cuando
hayamos muerto (Díaz Yanes 1995). La película muestra cómo muchos varones
consideran a las mujeres objetos meramente utilitarios. Si es la suya, la
“legítima”, la convierten en depositaria y guardiana de sus hijos, sus legados familiares
y, por lo mismo, de su honor. En ese sentido, el símbolo máximo de la
decadencia de una raza o un pueblo es que no pueda controlar a sus mujeres. Las
que no son depositarias de esos bienes son putas, depositarías tan sólo de su
semen y su desprecio. Porque, en efecto, los varones que usan la prostitución desprecian
profundamente a las mujeres que la ejercen ¿cómo, si no, podrían usarlas con
tanto descaro y desparpajo? Las consideran poco más que animalitos obedientes que
no pintan nada. Hasta el punto de que pueden estar presentes mientras los
varones hacen los negocios más turbios. El personaje de Gloria vive esa total
degradación hundida en el alcohol. La película cuenta su lenta y dolorosa
recuperación para la vida. Recuperación que no es producto de una varita mágica
sino que se basa en el propio esfuerzo y en la ayuda (ayuda que no caridad)
exigente y cariñosa de otra mujer.
Monster (Patty Jenkins, 2004) gira en torno a la vida
de una prostituta que vive sumida en un patético caos emocional y mental como
consecuencia de los abusos sexuales que sufrió en la infancia. En la primera
secuencia se nos narra cómo llega a la prostitución. Nos lo muestra como
consecuencia de la profunda desestructuración psicológica que le generaron las agresiones
sufridas cuando era niña.
Por último
quisiera hablar de Miente (Isabel de
Ocampo, 2009). Ganó muy merecidamente el Goya al mejor corto. Su directora demuestra
un gran pulso narrativo y una gran inteligencia para la puesta en escena.
Miente centra su historia en un personaje femenino prostituido por una de las
muchas redes que se dedican a ello. Es una película de pocas palabras; sobria
porque toda su fuerza se
concentra en lo que muestra. La cámara sigue a su protagonista y no cae nunca
en la tentación de “adornar” el relato. Así, por ejemplo, en la escena de la
sodomización, el plano se centra
exclusivamente en ella, en su cara, evitando cualquier otra mostración que
pudiera servir de carnaza o que contaminara el horror con tintes “eróticos”. Al
filmar la escena así, las imágenes nos dicen: “No estamos viendo un acto sexual
sino una agresión sexual”. Isabel de Ocampo es joven, su carrera acaba de
empezar y hemos de alegrarnos muchísimo de su aparición en el mundo de la
creación audiovisual porque, como vengo argumentando, es esencial contar con
propuestas que no se limiten a machacar una y otra vez los mismos tópicos sino que
se atrevan a mirar de otra manera.
Como dijimos,
la violencia contra las mujeres no es genética, sino trasmitida y aprendida (en
buena parte a través de la ficción audiovisual). El hecho de que sea producto
de entramados y construcciones históricas significa que es modificable. Podemos
y debemos desracionalizar y deslegitimar la violencia machista. Urge hacerlo.
Hemos de luchar en muchos frentes pero no cabe duda de que, para avanzar, nos
será muy útil contar con ficciones audiovisuales que muestren otros puntos de
vista, que eduquen en otras emociones, que nos faciliten (y faciliten a las
nuevas generaciones) la elaboración de guiones de vida antipatriarcales.
Los relatos
que masivamente se difunden hoy son especialmente dañinos y lesivos con la
mitad de la humanidad y embrutecen y denigran a toda ella. Urge construir otras
realidades humanas. Ya hemos avanzado mucho en pocos años y ya hay films que construyen
otros puntos de vista. Yo personalmente confío, ante todo, en las directoras.
Creo que ellas, cada vez más, reflejarán y darán eco a otras realidades, otras
formas de ser hombres y mujeres que ya existen en la vida real. Animo, pues, a
tod@s l@s lector@s a promover el cine realizado por mujeres.
1. Este
artículo retoma parte de otro mío: “La violencia sexual contra las mujeres en
el relato
audiovisual” en Pedro Sangro y Juan F. Plaza (eds.), La representación de las
mujeres en
el cine y la televisión contemporáneos, Barcelona, Laertes, 2010, pág. 141-158.
2. Donde
habite el olvido, poema VII
3. Aguilar
2010, op. Cit., pág. 146
4. Marqués,
Josep Vicent 1981. ¿Qué hace el poder en tu cama? Barcelona: Ediciones
2001, pág.
86
5. Aguilar,
Pilar (1998): Mujer, amor y sexo en el cine español de los 90, Madrid,
Fundamentos,
capítulo 6,
págs. 113 a 137 y en Aguilar, Pilar (2010): “El cine, una mirada cómplice en la
violencia contra las mujeres” en Ángeles de la Concha (coord.), El sustrato
cultural de la violencia de género, Madrid, Síntesis, pag.241-276.
6. Aguilar,
Pilar (2004): ¿Somos las mujeres de cine? Prácticas de análisis fílmico,
Oviedo,
Instituto
Asturiano de la Mujer.
7. Aguilar,
P. (2010): “La representación de las mujeres en las películas españolas:
un análisis
de contenido” en Fátima Arranz (Dir.), Género y cine en España, Madrid:
Cátedra,
pág. 211-274.
8. “El
cine, una mirada cómplice en la violencia contra las mujeres”, op. Cit. Pág.
249
9. Nos
estamos refiriendo a lo que se muestra en la mayoría de las películas lo cual
no
implica que
se niegue la existencia (aunque escasa, eso sí) de otras variantes.
10. “El
cine, una mirada cómplice en la violencia contra las mujeres”, op. Cit. Pág. 258.
11.
Brückner, Jutta: «Pornographie. La tache de sang dans l’oeil de la caméra ».
Les
Cahiers du
Grif. 25. Pág. 122.
12. La
traducción es mía
13. “La
violencia sexual contra las mujeres en el relato audiovisual”, op. cit.
Texto
extraído de: “Prostitución. Ataque directo a los derechos humanos”
Comisión de
Violencia de CELEM
Madrid,
noviembre 2010
Nota: el
corto “Miente” de Isabel de Ocampo se puede ver en
http://www.youtube.com/watch?v=JCz8HGRTi2c
La mayoría de las IMAGENES han sido
tomadas desde la web, si algún autor no está de acuerdo en que aparezcan por
favor enviar un correo a
alberto.b.ilieff@gmail.com y serán retiradas inmediatamente. Muchas
gracias por la comprensión.
En este blog las imágenes son afiches,
pinturas, dibujos, no se publican fotografías de las personas en prostitución
para no revictimizarlas.
Se puede disponer de las notas publicadas
siempre y cuando se cite al autor/a y la fuente.