El origen del patriarcado: Gerda Lerner
Por Redacción / Sin Embargo
SinEmbargo
febrero 17, 2018
Gerda Lerner, 1913-2013 (Página de Gerda Lerner)
El patriarcado es una creación
histórica elaborada por hombres y mujeres en un proceso que tardó casi 2.500
años en completarse. La primera forma del patriarcado apareció en el estado
arcaico. La unidad básica de su organización era la familia patriarcal, que
expresaba y generaba constantemente sus normas y valores. Hemos visto de qué
manera tan profunda influyeron las definiciones del género en la formación del
estado. Ahora demos un breve repaso de la forma en que se creó, definió e
implantó el género.
Ciudad de México, 17 de febrero
(SinEmbargo/Culturamas).- Las funciones y la conducta que se consideraba que
eran las apropiadas a cada sexo venían expresadas en los valores, las
costumbres, las leyes y los papeles sociales. También se hallaban
representadas, y esto es muy importante, en las principales metáforas que
entraron a formar parte de la construcción cultural y el sistema explicativo.
La sexualidad de las mujeres, es
decir, sus capacidades y servicios sexuales y reproductivos, se convirtió en
una mercancía antes incluso de la creación de la civilización occidental. El
desarrollo de la agricultura durante el periodo neolítico impulsó el “intercambio
de mujeres” entre tribus, no sólo como una manera de evitar guerras incesantes
mediante la consolidación de alianzas matrimoniales, sino también porque las
sociedades con mas mujeres podían reproducir más niños. A diferencia de las
necesidades económicas en las sociedades cazadoras y recolectoras, los
agricultores podían emplear mano de obra infantil para incrementar la
producción y estimular excedentes. El colectivo masculino tenía unos derechos
sobre las mujeres que el colectivo femenino no tenía sobre los hombres. Las
mismas mujeres se convirtieron en un recurso que los hombres adquirían igual
que se adueñaban de las tierras. Las mujeres eran intercambiadas o compradas en
matrimonio en provecho de su familia; más tarde se las conquistaría o compraría
como esclavas, con lo que las prestaciones sexuales entrarían a formar parte de
su trabajo y sus hijos serían propiedad de sus amos. En cualquier sociedad
conocida los primeros esclavos fueron las mujeres de grupos conquistados,
mientras que a los varones se les mataba. Sólo después que los hombres hubieran
aprendido a esclavizar a las mujeres de grupos catalogados como extraños
supieron cómo reducir a la esclavitud a los hombres de esos grupos y,
posteriormente, a los subordinados de su propia sociedad.
Un libro imprescindible. Foto:
Especial
De esta manera la esclavitud de
las mujeres, que combina racismo y sexismo a la vez, precedió a la formación y
a la opresión de clases. Las diferencias de clase estaban en sus comienzos
expresadas y constituidas en función de las relaciones patriarcales. La clase
no es una construcción aparte del género, sino que más bien la clase se expresa
en términos de género.
Hacia el segundo milenio a.C. en
las sociedades mesopotámicas las hijas de los pobres eran vendidas en matrimonio
o para prostituirlas a fin de aumentar las posibilidades económicas de su
familia. Las hijas de hombres acaudalados podían exigir un precio de la novia,
que era pagado a su familia por la del novio, y que frecuentemente permitía a
la familia de ella concertar matrimonios financieramente ventajosos a los hijos
varones, lo que mejoraba la posición económica de la familia. Si un marido o un
padre no podían devolver una deuda, podían dejar en fianza a su esposa e hijos
que se convertían en esclavos por deudas del acreedor. Estas condiciones
estaban tan firmemente establecidas hacia 1750 a.C. que la legislación
hammurábica realizó una mejora decisiva en la suerte de losesclavos por deudas
al limitar su prestación de servicios a tres años, mientras que hasta entonces
había sido de por vida.
Los hombres se apropiaban del
producto de ese valor de cambio dado a las mujeres: el precio de la novia, el
precio de venta y los niños. Puede perfectamente ser la primera acumulación de
propiedad privada. La reducción a la esclavitud de las mujeres de tribus
conquistadas no sólo se convirtió en un símbolo de estatus para los nobles y
los guerreros, sino que realmente permitía a los conquistadores adquirir
riquezas tangibles gracias a la venta o el comercio del producto del trabajo de
las esclavas y su producto reproductivo: niños en esclavitud.
La esclavitud de las mujeres, que
combina racismo y sexismo a la vez, precedió a la formación y a la opresión de
clase. Foto: Shutterstock
Claude Lévi-Strauss, a quien
debemos el concepto de “el intercambio de mujeres”, habla de la cosificación de
las mujeres que se produjo a consecuencia de lo primero. Pero lo que se
cosifica y lo que se convierte en una mercancía no son las mujeres. Lo que se
trata así es su sexualidad y su capacidad reproductiva. La distinción es
importante. Las mujeres nunca se convirtieron en “cosas” ni se las veía de esa
manera.
Las mujeres, y no importa cuán
explotadas o cuánto se haya abusado de ellas, conservaban su poder de actuación
y de elección en el mismo grado, aunque más limitado, que los hombres de su
grupo. Pero ellas, desde siempre y hasta nuestros días, tuvieron menos libertad
que los hombres. Puesto que su sexualidad, uno de los aspectos de su cuerpo,
estaba controlada por otros, las mujeres, además de estar en desventaja física,
eran reprimidas psicológicamente de una manera muy especial. Para ellas, al
igual que para los hombres de grupos subordinados y oprimidos, la historia
consistió en la lucha por la emancipación y en la liberación de la situación de
necesidad. Pero las mujeres lucharon contra otras formas de opresión y
dominación distintas que las de los hombres, y su lucha, hasta la actualidad,
ha quedado por detrás de ellos.
El primer papel social de las
mujeres definido según el género fue ser las que eran intercambiadas en
transacciones matrimoniales. El papel genérico anverso para los hombres fue el
de ser los que hacían el intercambio o que definían sus términos. Otro papel
femenino definido según el género fue el de esposa “suplente”, que se creó e
institucionalizó para las mujeres de la élite. Este papel les confería un poder
y unos privilegios considerables pero dependía de que estuvieran unidas a
hombres de la élite como mínimo, en que cuando les prestaran servicios sexuales
y reproductivos lo hicieran de forma satisfactoria. Si una mujer no cumplía
esto que se pedía de ella, era rápidamente sustituida, por lo que perdía todos
sus privilegios y posición.
El papel de guerrero, definido
según el género, hizo que los hombres lograran tener poder sobre los hombres y
las mujeres de las tribus conquistadas. Estas conquistas motivadas por las
guerras generalmente ocurrían con gentes que se distinguían de los vencedores
por la raza, por la etnia o simplemente diferencias de tribu. En un principio,
la “diferencia” como señal de distinción entre los conquistados y los
conquistadores estaba basada en la primera diferencia clara observable, la
existente entre sexos. Los hombres habían aprendido a vindicar y ejercer el
poder sobre personas algo distintas a ellos con el intercambio primero de
mujeres. Al hacerlo obtuvieron los conocimientos necesarios para elevar
cualquier clase de “diferencia” a criterio de dominación.
Desde sus inicios en la
esclavitud, la dominación de clases adoptó formas distintas en los hombres y
las mujeres esclavizados: los hombres eran explotados principalmente como
trabajadores; las mujeres fueron siempre explotadas como trabajadoras, como
prestadoras de servicios sexuales y como reproductoras. Los testimonios históricos
de cualquier sociedad esclavista nos aportan pruebas de esta generalización. Se
puede observar la explotación sexual de las mujeres de clase inferior por
hombres de la clase alta en la antigüedad, durante el feudalismo, en las
familias burguesas de los siglos XIX y XX en Europa y en las complejas
relaciones de sexo/raza entre las mujeres de los países colonizados y los
colonizadores: es universal y penetra hasta lo más hondo. La explotación sexual
es la verdadera marca de la explotación de clase en las mujeres.
La explotación sexual es la
verdadera marca de la explotación de clase en las mujeres. Foto:
Shutterstock
En cualquier momento de la
historia cada “clase” ha estado compuesta por otras dos clases distintas: los
hombres y las mujeres. La posición de clase de las mujeres se consolida y tiene
una realidad a través de sus relaciones sexuales. Siempre estuvo expresada por
grados de falta de libertad en una escala que va desde la esclava, con cuyos
servicios sexuales y reproductivos se comercia del mismo modo que con su
persona; a la concubina esclava, cuya prestación sexual podía suponerle subir
de estatus o el de sus hijos; y finalmente la esposa “libre”, cuyos servicios
sexuales y reproductivos a un hombre de la clase superior la ‘autorizaba’ a
tener propiedades y derechos legales. Aunque cada uno de estos grupos tenga
obligaciones y privilegios muy diferente en lo que respecta a la propiedad, la
ley y los recursos económicos, comparten la falta de libertad que supone estar
sexual y reproductivamente controladas por hombres.
Podemos expresar mejor la
complejidad de los diferentes niveles de dependencia y libertad femeninos si
comparamos a cada mujer con su hermano y pensamos en como difieren las vidas y
oportunidades de una y otro.
Entre los hombres, la clase
estaba y está basada en su relación con los medios de producción: aquellos que
poseían los medios de producción podían dominar a quienes no los poseían. Los
propietarios de los medios de producción adquirían también la mercancía de
cambio de los servicios sexuales femeninos, tanto de mujeres de su misma clase
como de las de clases subordinadas. En la antigua Mesopotamia, en la antigüedad
clásica y en las sociedades esclavistas, los hombres dominantes adquirían
también, en concepto de propiedad, el producto de las capacidades reproductivas
de las mujeres subordinadas: niños, que harían trabajar, con los que
comerciarían, a los que casarían o venderían como esclavos, según viniera al
caso. Respecto a las mujeres, la clase está mediatizada por sus lazos sexuales
con un hombre. A través de un hombre las mujeres podían acceder o se les negaba
el acceso a los medios de producción y los recursos. A través de su conducta
sexual se produce su pertenencia a una clase. Las mujeres “respetables” pueden
acceder a una clase gracias a sus padres y maridos, pero romper con las normas
sexuales puede hacer que pierdan de repente la categoría social. La definición
por género de “desviación” sexual distingue a una mujer como “no respetable”,
lo que de hecho la asigna al estatus más bajo posible. Las mujeres que no
prestan servicios heterosexuales (como las solteras, las monjas o las
lesbianas) están vinculadas a un hombre dominante de su familia de origen y a
través de él pueden acceder a los recursos. O, de lo contrario, pierden su
categoría social. En algunos períodos históricos, los conventos y otros
enclaves para solteras crearon un cierto espacio de refugio en el cual esas
mujeres podían actuar y conservar su respetabilidad. Pero la amplia mayoría de
las mujeres solteras están, por definición, al margen y dependen de la
protección de sus parientes varones. Es cierto en toda la historia hasta la
mitad del siglo XX en el mundo occidental, y hoy día todavía lo es en muchos de
los países subdesarrollados. El grupo de mujeres independientes y que se
mantienen a sí mismas que existe en cada sociedad es muy pequeño y, por lo
general, muy vulnerable a los desastres económicos.
El grupo de mujeres
independientes y que se mantienen a sí mismas que existe en cada sociedad es
muy pequeño y, por lo general, muy vulnerable a los desastres económicos. Foto:
Shutterstock
La opresión y la explotación
económicas están tan basadas en dar un valor de mercancía a la sexualidad
femenina y en la apropiación por parte de los hombres de la mano de obra de la
mujer y su poder reproductivo, como en la adquisición directa de recursos y
personas.
El estado arcaico del antiguo
Próximo Oriente surgió en el segundo milenio a.C. de las dos raíces hermanas
del dominio sexual de los hombres sobre las mujeres y de la explotación de unos
hombres por otros. Desde su comienzo el estado arcaico estuvo organizado de tal
manera que la dependencia del cabeza de familia del rey o de la burocracia
estatal se veía compensada por la dominación que ejercía sobre su familia. Los
cabezas de familia distribuían los recursos de la sociedad entre su familia de
la misma manera que el estado les repartía a ellos los recursos de la sociedad.
El control de los cabeza de familia sobre sus parientes femeninas y sus hijos
menores era tan vital para la existencia del estado como el control del rey
sobre sus soldados. Ello esta reflejado en las diversas recopilaciones
jurídicas mesopotámicas, especialmente en el gran numero de leyes dedicadas a
la regulación de la sexualidad femenina.
Desde el segundo milenio a.C. en
adelante el control de la conducta sexual de los ciudadanos ha sido una de las
grandes medidas de control social en cualquier sociedad estatal. A la inversa,
dentro de la familia la dominación sexual recrea constantemente la jerarquía de
clases. Independientemente de cual sea el sistema político o económico, el tipo
de personalidad que puede funcionar en un sistema jerárquico está creado y
nutrido en el seno de la familia patriarcal.
La familia patriarcal ha sido
extraordinariamente flexible y ha variado según la época y los lugares. El
patriarcado oriental incluía la poligamia y la reclusión de las mujeres en
harenes. El patriarcado en la antigüedad clásica y en su evolución europea esta
basado en la monogamia, pero en cualquiera de sus formas formaba parte del
sistema el doble estándar sexual que iba en detrimento de la mujer. En los
modernos estados industriales, como por ejemplo los Estados Unidos, las
relaciones de propiedad en el interior de la familia se desarrollan dentro de
una línea mas igualitaria que en aquellos donde el padre posee una autoridad
absoluta y, sin embargo, las relaciones de poder económicas y sexuales dentro
de la familia no cambian necesariamente. En algunos casos, las relaciones sexuales
son mas igualitarias aunque las económicas sigan siendo patriarcales; en otros,
se produce la tendencia inversa. En todos ellos, no obstante, estos cambios
dentro de la familia no alteran el predominio masculino sobre la esfera
pública, las instituciones y el gobierno.
La familia es el mero reflejo del
orden imperante en el estado y educa a sus hijos para que lo sigan, con lo que
crea y refuerza constantemente ese orden. Hay que señalar que cuando hablamos
de las mejoras relativas en el estatus femenino dentro de una sociedad
determinada, frecuentemente ello tan sólo significa que presenciamos unas
mejoras de grado, ya que su situación les ofrece la oportunidad de ejercer
cierta influencia sobre el sistema patriarcal. En aquellos lugares en que las
mujeres cuentan relativamente con un mayor poder económico, pueden tener algún
control más sobre sus vidas que en aquellas sociedades donde no lo tienen.
Asimismo, la existencia de grupos femeninos, asociaciones o redes económicas
sirve para incrementar la capacidad de las mujeres para contrarrestar los
dictámenes de su sistema patriarcal concreto. Algunos antropólogos e
historiadores han llamado “libertad” femenina a esta relativa mejora. Dicha
denominación es ilusoria e injustificada. Las reformas y los cambios legales,
aunque mejoren la condición de las mujeres y sean parte fundamental de su
proceso de emancipación, no van cambiar de raíz el patriarcado. Hay que
integrar estas reformas dentro de una vasta revolución cultural a in de
transformar el patriarcado y abolirlo.
El sistema patriarcal solo puede
funcionar gracias a la cooperación de las mujeres. Esta cooperación le viene
avalada de varias maneras: la inculcación de los géneros; la privación de la
enseñanza; la prohibición a las mujeres a que conozcan su propia historia; la
división entre ellas al definir la “respetabilidad” y la “desviación” a partir
de sus actividades sexuales; mediante la represión y la coerción total; por
medio de la discriminación en el acceso a los recursos económicos y el poder político;
y al recompensar con privilegios de clase a las mujeres que se conforman.
La familia es el mero reflejo del
orden imperante en el estado y educa a sus hijos para que lo sigan. Foto:
Shutterstock
Durante casi cuatro mil años las
mujeres han desarrollado sus vidas y han actuado a la sombra del patriarcado,
concretamente de una forma de patriarcado que podría definirse mejor como
dominación paternalista. El término describe la relación entre un grupo
dominante, al que se considera superior, y un grupo subordinado, al que se
considera inferior, en la que la dominación queda mitigada por las obligaciones
mutuas y los deberes recíprocos. El dominado cambia sumisión por protección,
trabajo no remunerado manutención. En la familia patriarcal, las responsabilidades
y las obligaciones no están distribuidas por un igual entre aquellos a quienes
se protege: la subordinación de los hijos varones a la dominación paterna es
temporal; dura hasta que ellos mismos pasan a ser cabezas de familia. La
subordinación de las hijas y de la esposa es para toda la vida. Las hijas
únicamente podrán escapar a ella si se convierten en esposas bajo el dominio/la
protección de otro hombre. La base del paternalismo es un contrato de
intercambio no consignado por escrito: soporte económico y protección que da el
varón a cambio de la subordinación en cualquier aspecto, los servicios sexuales
y el trabajo doméstico no remunerado de la mujer. Con frecuencia la relación
continúa, de hecho y por derecho, incluso cuando la parte masculina ha
incumplido sus obligaciones.
Fue una elección racional por
parte de las mujeres, en las condiciones de inexistencia de un poder público y
de dependencia económica, el escoger protectores fuertes para si y sus hijos.
Las mujeres siempre compartieron los privilegios clasistas de los hombres de la
misma clase mientras se encontraran bajo la protección de alguno. Para aquellas
que no pertenecían a la clase baja, el “acuerdo mutuo” funcionaba del siguiente
modo: a cambio de vuestra subordinación sexual, económica, política e
intelectual a los hombres, podréis compartir el poder con los de vuestra clase
para explotar a los hombres y las mujeres de clase inferior. Dentro de una
sociedad de clases es difícil que las personas que poseen cierto poder, por muy
limitado y restringido que este sea, se vean a si mismas privadas de algo y
subordinadas. Los privilegios clasistas y raciales sirven para minar la
capacidad de las mujeres para sentirse parte de un colectivo con una
coherencia, algo que en verdad no son, pues de entre todos los grupos oprimidos
únicamente las mujeres están presentes en todos los estratos de la sociedad. La
formación de una conciencia femenina colectiva debe desarrollarse por otras
vías. Esta es la razón por la cual las formulaciones teóricas que han sido de
ayuda a otros grupos oprimidos sean tan inadecuadas para explicar y conceptuar
la subordinación de las mujeres.
Las mujeres han participado
durante milenios en el proceso de su propia subordinación porque se las ha
moldeado psicológicamente para que interioricen la idea de su propia
inferioridad. La ignorancia de su misma historia de luchas y logros ha sido una
de las principales formas de mantenerlas subordinadas. La estrecha conexión de
las mujeres con las estructuras familiares hizo que cualquier intento de
solidaridad femenina y cohesión de grupo resultara extremadamente problemático.
Toda mujer estaba vinculada a los parientes masculinos de su familia de origen
a través de unos lazos que conllevaban unas obligaciones específicas. Su
adoctrinamiento, desde la primera infancia en adelante, subrayaba sus
obligaciones no sólo de hacer una contribución económica a sus parientes y
allegados, sino también de aceptar un compañero para casarse acorde con los
intereses familiares. Otra manera de explicarlo es decir que el control sexual
de la mujer estaba ligado a la protección paternalista y que, en las diferentes
etapas de su vida, ella cambiaba de protectores masculinos sin superar nunca la
etapa infantil de estar subordinada y protegida.
Las condiciones reales de su
estatus de subordinación impulsaron a otras clases y a otros grupos oprimidos a
crear una conciencia colectiva. El esclavo y la esclava podían trazar
claramente una línea entre los intereses y los lazos con su familia y los ligámenes
de servidumbre/protección que le vinculaban a su amo. En realidad, la
protección de los padres esclavos de su familia frente al amo fue una de las
causas más importantes de la resistencia esclavista. Por otro lado, las mujeres
“libres” aprendieron pronto que sus parientes las expulsarían si alguna vez se
rebelaban contra su dominio.
En las sociedades campesinas
tradicionales se han registrado muchos casos en los que miembros femeninos de
una familia toleraban o incluso participan en el castigo, las torturas,
inclusive la muerte, de una joven que ha transgredido el “honor” familiar. En
tiempos bíblicos, la comunidad entera se reunía para lapidar a la adúltera
hasta matarla. Prácticas similares prevalecieron en Sicilia, Grecia, Albania
hasta entrado el siglo XX. Los padres y maridos de Bangladesh expulsaron a sus
hijas y esposas que habían sido violadas por los soldados invasores,
arrojándolas a la prostitución. Así pues, a menudo las mujeres se vieron
forzadas a huir de un “protector” por otro, y su “libertad” frecuentemente se
definía sólo por su habilidad para manipular a dichos protectores. El
impedimento más importante al desarrollo de una conciencia colectiva entre las
mujeres fue la carencia de una tradición que reafirmase su independencia y su autonomía
en alguna época pasada. Por lo que nosotras sabemos, nunca ha existido una
mujer o un grupo de mujeres que hayan vivido sin la protección masculina.
Nunca ha habido un grupo de
personas como ellas que hubiera hecho algo importante por sí mismas. Las
mujeres no tenían historia, eso se les dijo y eso creyeron. Por tanto, en
última instancia, la hegemonía masculina dentro del sistema de símbolos fue lo
que situó de forma decisiva a las mujeres en una posición desventajosa.
La hegemonía masculina en el
sistema de símbolos adoptó dos formas: la privación de educación a las mujeres
y el monopolio masculino de las definiciones. Lo primero sucedió de forma
inadvertida, más como una consecuencia de la dominación de clases y de la
llegada al poder de las élites militares. Durante toda la historia han existido
siempre vías de escape para las mujeres de las clases elitistas, cuyo acceso a
la educación fue uno de los principales aspectos de sus privilegios de clase.
Pero el dominio masculino de las definiciones ha sido deliberado y
generalizado, y la existencia de unas mujeres muy instruidas y creativas apenas
ha dejado huella después de cuatro mil años.
Hemos presenciado cómo los
hombres se apropiaron y luego transformaron los principales símbolos de poder
femeninos: el poder de la diosa-madre y el de las diosas de la fertilidad.
Hemos visto que los hombres elaboraban teologías basadas en la metáfora irreal
del poder de procreación masculino y que redefinieron la existencia femenina de
una forma estricta y de dependencia sexual. Por último, hemos visto cómo las
metáforas del género han representado al varón como la norma y a la mujer como
la desviación; el varón como un ser completo y con poderes, la mujer como ser
inacabado, mutilado y sin autonomía. Conforme a estas construcciones
simbólicas, fijadas en la filosofía griega, las teologías judeocristianas y la
tradición jurídica sobre las que se levanta la civilización occidental, los
hombres han explicado el mundo con sus propios términos y han definido cuales eran
las cuestiones de importancia para convertirse así en el centro del discurso.
Al hacer que el término “hombre”
incluya el de “mujer” y de este modo se arrogue la representación de la
humanidad, los hombres han dado origen en su pensamiento a un error conceptual
de vastas proporciones. Al tomar la mitad por el todo, no sólo han perdido la
esencia de lo que estaban describiendo, sino que lo han distorsionado de tal
manera que no pueden verlo con corrección. Mientras los hombres creyeron que la
tierra era plana no pudieron entender su realidad, su función y la verdadera
relación con los otros cuerpos celestes. Mientras los hombres crean que sus
experiencias, su punto de vista y sus ideas representan toda la experiencia y
todo el pensamiento humanos, no sólo serán incapaces de definir correctamente
lo abstracto, sino que no podrán ver la realidad tal y como es.
En las sociedades campesinas
tradicionales se han registrado muchos casos en los que miembros femeninos de
una familia toleraban o incluso participan en el castigo, las torturas,
inclusive la muerte, de una joven que ha transgredido el “honor” familiar.
Foto: Shutterstock
La falacia androcéntrica,
elaborada en todas las construcciones mentales de la civilización occidental,
no puede ser rectificada “añadiendo” simplemente a las mujeres. Para corregirla
es necesaria una reestructuración radical del pensamiento y el análisis, que de
una vez por todas acepte el hecho de que la humanidad esta formada hombres y
mujeres a partes iguales, y que las experiencias, los pensamientos y las ideas
de ambos sexos han de estar representados en cada una de las generalizaciones
que se haga sobre los seres humanos.
El desarrollo histórico ha creado
hoy por primera vez las condiciones necesarias gracias a las cuales grandes
grupos de mujeres, finalmente todas ellas, podrán emanciparse de la
subordinación. Puesto que el pensamiento femenino ha estado aprisionado dentro
de un marco patriarcal estrecho y erróneo, un prerrequisito necesario para
cambiar es transformar la conciencia que las mujeres tenemos de nosotras mismas
y de nuestro pensamiento.
Hemos iniciado este libro con una
discusión de la importancia que tiene la historia en la concienciación y el
bienestar psíquico humanos. La historia da sentido a la vida humana y conecta
cada existencia con la inmortalidad; pero la historia tiene todavía otra
función. Al conservar el pasado colectivo y reinterpretarlo para el presente,
los seres humanos definen su potencial y exploran los limites de sus
posibilidades.
Aprendemos del pasado no sólo lo
que la gente que vivió antes que nosotros hizo, pensó y tuvo la intención de
hacer, sino que también en qué se equivocaron y en qué fallaron. Desde los días
de las listas de monarcas babilonios en adelante, el registro del pasado ha sido
escrito e interpretado por hombres y se ha centrado principalmente en los
actos, las acciones e intenciones de los varones. Con la aparición de la
escritura, el conocimiento humano empezó a avanzar a grandes saltos y a un
ritmo más rápido que antes. A pesar de que, como hemos observado, las mujeres
habían participado en el mantenimiento de la tradición oral y las funciones
religiosas y rituales durante el periodo preliterario hasta casi un milenio
después, la privación de educación y su arrinconamiento de los símbolos
tuvieron un profundo efecto en su futuro desarrollo.
La brecha existente entre la
experiencia de aquellos que podían o podrían (en el caso de los hombres de
clase inferior) participar en la creación del sistema de símbolos y aquellas
que meramente actuaban pero que no interpretaban se fue haciendo cada vez más
grande.
En su brillante obra El segundo
sexo, Simone de Beauvoir se centraba en el producto histórico final de este
desarrollo. Describía al hombre como un ser autónomo y trascendente, a la mujer
como inmanente. Cuando explicaba “por que las mujeres carecen de medios
concretos para organizarse y formar una unidad” en defensa de sus intereses,
declaraba con llaneza: “Ellas [las mujeres] no tienen pasado, ni historia, ni
religión que puedan llamar suyos”. Beauvoir tiene razón cuando observa que las
mujeres no han “trascendido”, si por trascendencia se entiende la definición e
interpretación del saber humano. Pero se equivoca al pensar que por tanto la
mujer no ha tenido una historia. Dos décadas de estudios sobre Historia de las
mujeres han rebatido esta falacia al sacar a la luz una interminable lista de
fuentes y desenterrar e interpretar la historia oculta de las mujeres. Este
proceso de crear una historia de las mujeres está todavía en marcha y tendrá
que continuar así durante mucho tiempo. Sólo ahora empezamos a comprender lo
que implica.
El mito de que las mujeres quedan
al margen de la creación histórica y de la civilización ha influido
profundamente en la psicología femenina y masculina. Ha hecho que los hombres
se formaran una opinión parcial y completamente errónea de cual es su lugar
dentro de la sociedad humana y el universo. A las mujeres, como se evidencia en
el caso de Simone de Beauvoir, que seguramente es una de las más instruidas de
su generación, les parecía que durante milenios la historia solo había ofrecido
lecciones negativas y ningún precedente de un acto importante, una heroicidad o
un ejemplo liberador. Lo más difícil de todo era la aparente ausencia de una
tradición que reafirmara la independencia y la autonomía femeninas. Era como si
nunca hubiera existido una mujer o grupo de mujeres que hubieran vivido sin la
protección masculina. Es significativo que todos los ejemplos de lo contrario
fueran expresados a través de mitos y fábulas: las amazonas, las asesinas de
dragones, mujeres con poderes mágicos. Pero en la vida real las mujeres no
tenían historia: eso se les dijo y así lo creyeron. Y como no tenían historia,
no tenían alternativas para el futuro. En cierto sentido, se puede describir la
lucha de clases como una lucha por el control de los sistemas simbólicos de una
sociedad concreta.
El grupo oprimido, que comparte y
participa en los principales símbolos controlados por los dominadores,
desarrolla también sus propios símbolos. En la época de un cambio
revolucionario esto se convierte en una fuerza importante para la creación de
alternativas. Otra forma de decirlo es que sólo se pueden generar ideas
revolucionarias cuando los oprimidos poseen una alternativa al sistema de
símbolos y significados de aquellos que les dominan. De este modo, los esclavos
que vivían en un medio controlado por los amos y que físicamente estaban
sujetos a su total control, pudieron conservar su humanidad y a veces fijar
límites al poder de un amo gracias a la posibilidad de asirse a su propia
“cultura”.
Dicha cultura la formaban los
recuerdos colectivos, cuidadosamente mantenidos con vida, de una etapa previa
de libertad y de alternativas a los ritos, símbolos y creencias de sus amos. Lo
que resulta decisivo para el individuo era la posibilidad de que el o ella
decidieran identificarse con un estado distinto al de esclavitud o
subordinación. De esta manera, todos los varones, tanto si eran esclavos como
si estaban económica o racialmente oprimidos, todavía podían identificarse con
aquellos -otros varones- que mostraban cualidades trascendentes, aunque
pertenecieran al sistema simbólico del amo. No importa cuanto se les hubiera
degradado, todo esclavo campesino eran iguales al amo en su relación con Dios.
No era así en el caso de las mujeres. Todo lo contrario; en la civilización
occidental y hasta la Reforma protestante, ninguna mujer, y no importan su
posición elevada ni sus privilegios, podía sentir que reforzaba y confirmaba su
humanidad imaginándose a personas como ella -otras mujeres- en puestos con
autoridad intelectual en relación directa con Dios.
Allí donde no existe un
precedente no se pueden concebir alternativas a las condiciones existentes. Es
esta característica de la hegemonía masculina lo, que ha resultado más
perjudicial a las mujeres y ha asegurado su estatus de subordinación durante
milenios. La negación a las mujeres de su propia historia ha reforzado que
aceptasen la ideología del patriarcado y ha minado el sentimiento de autoestima
de cada mujer. La versión masculina de la historia, legitimada en concepto de
“verdad universal”, las ha presentado al margen de la civilización y como
víctimas del proceso histórico. Verse presentada de esta manera y creérselo es
casi peor que ser del todo olvidada. La imagen es completamente falsa por ambas
partes, como ahora sabemos, pero el paso de las mujeres por la historia ha
estado marcado por su lucha en contra de esta distorsión mutiladora.
Simone de Beauvoir se equivoca al
pensar que por tanto la mujer no ha tenido una historia. Foto: Especial
Por otra parte, durante más de
2.500 años, las mujeres se han encontrado en una situación de desventaja
educativa y se las ha privado de las condiciones para crear un pensamiento
abstracto. Obviamente, esto no depende del sexo; la capacidad de pensar es
inherente a la humanidad: puede alimentársela o desanimarla, pero no se la
puede reprimir. Esto es cierto, sin duda alguna, en lo que respecta al
pensamiento que genera la vida diaria y relacionado con ella, el
nivel de pensamiento en el que la
mayoría de hombres y mujeres se mueven toda la vida. Pero la generación de un
pensamiento abstracto y de nuevos modelos conceptuales -la formación de
teorías- es otra cuestión.
Esta actividad depende de que el
pensador haya sido educado en lo mejor de las tradiciones existentes y de que
le acepten un grupo de personas instruidas que, con sus críticas y el
intercambio de ideas, le darán un “espaldarazo cultural”. Depende de disponer
de tiempo para uno. Por último, depende de que el pensador en cuestión sea
capaz de absorber esos conocimientos y dar luego el salto creativo a un nuevo
orden de ideas. Las mujeres, históricamente, no se han podido valer de ninguno
de estos prerrequisitos necesarios. La discriminación en la enseñanza les ha
impedido acceder a todos estos conocimientos; el “espaldarazo cultural”,
institucionalizado en las cotas más altas de los sistemas religioso y
académico, no estaba a su alcance. De manera universal, las mujeres de cualquier
clase han dispuesto siempre de menos tiempo libre que los hombres y, debido a
que tienen que criar a sus hijos además de sus funciones de atender a la
familia, el tiempo libre que tenían por lo general no era para ellas. El tiempo
que necesitan los pensadores para sus trabajos y sus horas de estudio ha sido
respetado como algo privado desde los inicios de la filosofía griega. Igual que
los esclavos de Aristóteles, las mujeres, “que con sus cuerpos atienden a las
necesidades vitales”, han sufrido durante más de 2.500 años las desventajas de
un tiempo fraccionado, constantemente interrumpido. Por último, el tipo de
formación del carácter que hace que una mente sea capaz de dar nuevas
conexiones y modelar un nuevo orden de abstracciones ha sido exactamente el contrario
al que se exigía de las mujeres, educadas para aceptar su posición subordinada
y destinadas a prestar servicios dentro de la sociedad.
No obstante, siempre ha existido
una pequeña minoría de mujeres privilegiadas, por lo general pertenecientes a
la élite dirigente, que han tenido acceso al mismo tipo de educación que sus
hermanos. De entre sus filas han salido las intelectuales, las pensadoras, las
escritoras, las artistas. Son ellas quienes en toda la historia nos han podido
dar una perspectiva femenina, una alternativa al pensamiento androcéntrico. Han
pagado un precio muy alto por ello y lo han hecho con enormes dificultades.
Estas mujeres, que fueron admitidas en el centro de la actividad intelectual de
su época y en especial de los últimos cien años, han tenido antes que aprender
“a pensar como hombres”. Durante el proceso, muchas de ellas asumieron tanto
esa enseñanza que perdieron la capacidad de concebir alternativas. La manera
para pensar en abstracto es definir con exactitud, crear modelos mentales y
generalizar a partir de ellos. Ese pensamiento, nos han enseñado los hombres,
ha de partir de la eliminación de los sentimientos. Las mujeres, igual que los
pobres, los subordinados, los marginados, tienen un profundo conocimiento de la
ambigüedad, de sentimientos mezclados con ideas, de juicios de valor que
colorean las abstracciones. Las mujeres han experimentado desde siempre la
realidad del individuo y la comunidad, la han conocido y la han compartido. Sin
embargo, al vivir en un mundo en el que no se las valora, su experiencia
arrostra el estigma de carecer de importancia. Por consiguiente, han aprendido
a dudar de sus experiencias y a devaluarlas. ¿Qué sabiduría hay en la
menstruación? ¿Qué fuente de saber en unos pechos llenos de leche? ¿Qué
alimento para la abstracción en la rutina de cocinar y limpiar? El pensamiento
patriarcal ha relegado estas experiencias definidas por el género al reino de
lo “natural”, de lo intrascendente.
El conocimiento femenino es mera
intuición, la conversación entre mujeres, “cotilleo”. Las mujeres se ocupan de
lo perpetuamente concreto: experimentan la realidad día a día, hora a hora, en
sus funciones de servicios a otros (preparando la comida y quitando la
suciedad); en su tiempo continuamente interrumpido; en su atención dividida.
¿Puede alguien generalizar cuando lo concreto le está tirando de la manga? Él
es quien fabrica símbolos y explica el mundo y ella quien cuida de las
necesidades físicas y vitales de él y sus hijos: el abismo que media entre
ambos es enorme.
Históricamente, las pensadoras
han tenido que escoger entre vivir una existencia de mujer, con sus alegrías,
cotidianeidad e inmediatez, y vivir una existencia de hombre para así poder
dedicarse a pensar. Durante generaciones esta elección ha sido cruel y muy
costosa. Otras han optado deliberadamente por una existencia fuera del sistema
sexo-género, viviendo solas o con otras mujeres. Muchos de los avances más
importantes dentro del pensamiento femenino nos los dieron esas mujeres cuya
lucha personal por un modo de vida alternativo les sirvió de inspiración para
sus ideas. Pero esas mujeres, durante la mayor parte de la época histórica, se
han visto obligadas a vivir al margen de la sociedad; se las consideraba
“desviaciones” y por ello se hacia difícil generalizar a partir de sus
experiencias y lograr influencia y aprobación. ¿Por qué no ha habido mujeres
creadoras de sistemas? Porque no se puede pensar en lo universal cuando ya se
está excluida de lo genérico.
Nunca se ha reconocido el costo social
de la exclusión femenina de la empresa de crear el pensamiento abstracto.
Podemos empezar a calcular lo que ha supuesto a las pensadoras si damos el
nombre exacto a lo que se nos ha hecho y describimos, no importa lo doloroso
que resulte, cómo hemos participado en dicha empresa. Hace tiempo que sabemos
que la violación ha sido una forma de aterrorizarnos y mantenernos sujetas.
Ahora sabemos también que hemos participado, aunque fuera inconscientemente, en
la violación de nuestras mentes.
Las mujeres creativas, las
escritoras y las artistas, han luchado asimismo contra una realidad
distorsionada. Un canon literario que se defina a partir de la Biblia, los
clásicos griegos y Milton, ocultará necesariamente la importancia y el
significado de los trabajos literarios femeninos, del mismo modo que los
historiadores hicieron desaparecer las actividades de las mujeres. El esfuerzo
por resucitar este significado y revalorar la obra literaria y la poesía
feministas nos han adentrado en la lectura de una literatura femenina que
muestra una visión del mundo oculta, deliberadamente tendenciosa y sin embargo
intensa. Gracias a las reinterpretaciones que han realizado las críticas
literarias feministas estamos descubriendo entre las escritoras de los siglos
XVIII y XIX un lenguaje femenino repleto de metáforas, símbolos y mitos. Los
temas son a menudo profundamente subversivos ante la tradición masculina.
Presentan críticas interpretación bíblica de la caída de Adán; un rechazo a la
dicotomía diosa/bruja; una proyección o miedo ante la división de la
personalidad. El aspecto intenso de la creatividad masculina queda simbolizado
en las heroínas dotadas con poderes mágicos de bondad o en mujeres fuertes a
las que se destierra en sótanos o a vivir como “la loca del ático”.
Otras autoras escriben metáforas
en las que se concede un alto valor al diminuto espacio doméstico,
convirtiéndolo en un símbolo del mundo. Durante siglos encontramos en las obras
literarias femeninas una búsqueda patética, casi desesperada, de una Historia
de las mujeres mucho antes de que existieran esos estudios. Las escritoras
decimonónicas leían con avidez los trabajos de las novelistas del siglo XVIII;
releían una y otra vez las “vidas” de reinas, abadesas, poetisas, mujeres
instruidas. Las primeras “compiladoras” indagaban en la Biblia y en todas las
fuentes históricas a las que tenían acceso para crear tomos voluminosos
repletos de heroínas femeninas.
Las voces literarias femeninas,
que el sistema masculino dominante marginó y trivializó con éxito,
sobrevivieron a pesar de todo. Las voces de mujeres anónimas estaban presentes,
como una corriente sólida, en la tradición oral, las canciones populares y las
canciones infantiles, en los cuentos que hablan de brujas poderosas y hadas
buenas. A través del punto, el bordado y el tejido de colchas la creatividad
artística femenina expresó una visión alternativa en las cartas, diarios,
oraciones y canciones latía y pervivía la fuerza de la creatividad femenina
para generar símbolos. Todo este trabajo será el tema de nuestra investigación
en el próximo volumen.
Cómo se las arreglaron las
mujeres para sobrevivir bajo la hegemonía cultural masculina; qué efecto e
influencia tuvieron sobre el sistema de símbolos patriarcal; cómo y en qué
condiciones lograron crear una visión alternativa, feminista, del mundo. Estas
son las cuestiones que examinaremos para seguir los derroteros del surgimiento
de la conciencia feminista como un fenómeno histórico.
Las mujeres y los hombres han
ingresado en el proceso histórico en ocasiones diferentes y han pasado por el a
un ritmo distinto. Si el registro, la definición y la interpretación del pasado
señalan la entrada del hombre en la historia, ello ocurrió en el tercer milenio
a.C. En el caso de las mujeres (y sólo de algunas) sucedió, salvo notables
excepciones, en el siglo XIX. Hasta entonces toda la Historia era para las
mujeres prehistoria.
La falta de conocimientos que
tenemos de nuestra propia historia de luchas y logros ha sido una de las
principales maneras de mantenernos subordinadas. Pero incluso a aquellas de
nosotras que nos consideramos pensadoras feministas y que estamos inmersas en
el proceso de criticar las ideas tradicionales, nos refrenan todavía los
impedimentos cuya existencia no admitimos y que están en el fondo de nuestra
psique. La nueva mujer afronta el reto de su definición de individuo.
La nueva mujer afronta el reto de
su definición de individuo. Foto: Shutterstock
¿Cómo puede su osado pensamiento
-que da un nombre a lo que hasta hace poco era innombrable, que pregunta
cuestiones que todas las autoridades catalogan de “inexistentes”-, cómo puede
ese pensamiento coexistir con su vida como mujer? Cuando sale de las
construcciones patriarcales afronta, como señaló Mary Daly, la “nada
existencial”. Y, de un modo más inmediato, ella teme la amenaza de una pérdida
de comunicación, de la aprobación y del amor del hombre (o los hombres) de su
vida. La renuncia al amor y catalogar de “pervertidas” a las pensadoras han
sido, históricamente, los medios de desalentar el trabajo intelectual de las
mujeres.
En el pasado y en el presente
muchas mujeres nuevas han recurrido a otras como objeto de su amor y
reforzadoras de la personalidad. Las feministas heterosexuales de cualquier
época han sacado fuerzas de su amistad con mujeres, de su celibato voluntario o
de la separación entre amor y sexo. Ningún pensador varón se ha visto amenazado
en su persona y en su vida amorosa como precio a sus ideas. No deberíamos
subestimar la importancia de este aspecto del control del género como una
fuerza que impide a las mujeres participar de pleno en el proceso de creación
de sistemas de pensamiento. Afortunadamente para esta generación de mujeres
instruidas, la liberación ha supuesto la ruptura con ese dominio emocional y el
refuerzo consciente de nuestras personalidades gracias al apoyo de otras
mujeres.
Tampoco es este el fin de
nuestras dificultades. Acorde con nuestros condicionamientos de género
históricos, las mujeres han aspirado a agradar y han evitado por todos los
medios la desaprobación. No es la preparación idónea para dar ese salto a lo
desconocido que se exige a quienes elaboran sistemas nuevos. Por otra parte,
cualquier mujer nueva ha sido educada dentro del pensamiento patriarcal.
Todas tenemos al menos un gran
hombre en nuestra cabeza. La falta de conocimientos del pasado de las mujeres
nos ha privado de heroínas femeninas, una situación que sólo recientemente ha
empezado a corregirse con el desarrollo de la Historia de las mujeres. Por
tanto, y durante largo tiempo, las pensadoras han renovado sistemas ideológicos
creados por los hombres, entablando dialogo con las grandes mentes masculinas
que ocupan sus cabezas. Elizabeth Cady Stanton lo hizo con la Biblia, los
padres de la Iglesia; los fundadores de la república norteamericana; Kate
Millet debatió con Freud, Norman Mailer y el mundo literario liberal; Simone De
Beauvoir, con Sartre, Marx y Camus; todas las feministas marxistas dialogan con
Marx y Engels y algo también con Freud. En este diálogo la mujer simplemente
procura aceptar cualquier cosa que le sea útil del gran sistema del varón. Pero
en estos sistemas la mujer -como concepto, entidad colectiva, individuo- esta
marginada o se la incluye en ellos.
Al aceptar este diálogo, las
pensadoras permanecen más tiempo del debido en los territorios o el
planteamiento de cuestiones definidas por los “grandes hombres”. Y durante todo
el tiempo en que lo hacen se secan las fuentes de nuevas ideas. El pensamiento
revolucionario ha estado siempre basado en conceder un valor más alto a la
experiencia de los oprimidos. El campesino tuvo que aprender a creerse la
importancia de su experiencia laboral antes de que pudiera atreverse a desafiar
a los señores feudales. El obrero industrial ha tenido que llegar a una
“conciencia de clase” y los negros a una “conciencia racial” antes que la
liberación pudiera concretarse en una teoría revolucionaria. Los oprimidos han
creado y aprendido al mismo tiempo: el proceso de llegar a ser una persona o un
grupo recién concienciado es en sí liberador. Lo mismo con las mujeres.
El cambio de conciencia que hemos
de hacer nosotras se produce en dos pasos: hemos de poner en el centro, al
menos por un tiempo, a las mujeres. Hemos de aparcar, en la medida de lo
posible, el pensamiento patriarcal. Centrarse en las mujeres significa: al
preguntar si las mujeres están en el centro de este argumento, ¿cómo lo
definiríamos? Significa ignorar cualquier testimonio de marginación femenina
porque, incluso cuando parece que las mujeres se hallan al margen, es consecuencia
de la intervención del patriarcado; y por lo general también eso es mera
apariencia. La asunción básica debería ser que es inconcebible que haya
ocurrido algo en el mundo sin que las mujeres no estuvieran implicadas, a menos
que por medio de la coerción o de la represión se les hubiera impedido
expresamente participar.
Cuando se usen los métodos y los
conceptos de los sistemas de pensamiento tradicionales, habrá que hacerlo desde
el punto de vista de la centralidad de las mujeres. No se las puede colocar en
los espacios vacíos del pensamiento y los sistemas patriarcales: al situarse en
el centro transforman el sistema. Aparcar el sistema patriarcal significa:
mostrarse escépticas ante cualquier sistema de pensamiento conocido; ser
críticas ante cualquier supuesto, valor de orden y definición.
Verificar una aseveración
fiándonos de nuestra propia experiencia femenina. Puesto que habitualmente se
ha trivializado o hecho caso omiso de esa experiencia, significa superar la
inculcada resistencia que hay en nosotras a aceptar nuestra valía y la validez
de nuestros conocimientos. Significa desembarazarse del gran hombre que hay en
nuestra cabeza y sustituirle por nosotras mismas, por nuestras hermanas, por
nuestras anónimas antepasadas. Mostrarse críticas ante nuestro propio
pensamiento que, después de todo, es un pensamiento formado dentro de la
tradición patriarcal. Por último, significa buscar el coraje intelectual, el
coraje para estar solas, el coraje para ir más allá de nuestra comprensión; el
coraje para arriesgarse a fracasar. Puede que el mayor desafío para las
pensadoras sea el de pasar del deseo de seguridad y aprobación a la cualidad
“menos femenina” de todas: la arrogancia intelectual, el supremo orgullo que da
derecho a reordenar el mundo. El orgullo de los creadores de Dios, el orgullo
de los que levantaron el sistema masculino.
El sistema del patriarcado es una
costumbre histórica; tuvo un comienzo y tendrá un final. Parece que su época ya
toca fin; ya no es útil ni a hombres, ni a mujeres y con su vínculo inseparable
con el militarismo, la jerarquía y el racismo, amenaza la existencia de vida
sobre la tierra.
Qué es lo que le seguirá, qué
tipo de estructura será la base a formas alternativas de organización social,
todavía no lo podemos saber. Vivimos en una época de cambios sin precedentes.
Estamos en el proceso de llegar a ser. Pero ahora al menos sabemos que la mente
de la mujer, al fin libre de trabas después de tantos milenios, participará en
dar una visión, un orden, soluciones. Las mujeres por fin están exigiendo, como
lo hicieran los hombres en el Renacimiento, el derecho a explicar, el derecho a
definir.
Las mujeres, cuando piensan fuera
del patriarcado, añaden ideas que transforman el proceso de redefinición.
Mientras que tanto hombres como mujeres consideren “natural” la subordinación
de la mitad de la raza humana a la otra mitad, será imposible visionar una
sociedad en la que las diferencias no connoten dominación o subordinación. La
crítica feminista del edificio de conocimientos patriarcales está sentando las
bases para un análisis correcto de la realidad, en el que al menos pueda
distinguirse entre el todo y la parte.
La Historia de la mujeres, la
herramienta imprescindible para crear una conciencia feminista entre las mujeres,
está proporcionando el corpus de experiencias con el cual pueda verificarse una
nueva teoría, y la base sobre la que se puede apoyar la visión femenina. Una
visión feminista del mundo permitirá que mujeres y hombres liberen sus mentes
del pensamiento patriarcal y finalmente construyan un mundo libre de
dominaciones y jerarquías, un mundo que sea verdaderamente humano.
Fuente:
http://www.sinembargo.mx/17-02-2018/3385080
Nota: las imágenes y negritas son del original