Congreso Internacional
Explotación Sexual y tráfico de mujeres
AFESIP España
Carlos París
Prostituídas y prostituidores: dos psicologías enfrentadas
Voy a imprimir un pequeño giro al
tema que me ha sido propuesto por la organización del Congreso, “Prostituidas y
prostituidores: dos psicologías enfrententadas”, para analizar más que los
aspectos psicológicos- en que, por añadidura no soy experto- los roles o
papeles de ambas partes. Pienso, en efecto, que las psicologías en cuanto
fenómenos individuales, tanto del cliente como de la prostituída, pueden ser
enormemente variadas, recorren un amplísimo campo de posibilidades, en cambio,
sus situaciones objetivas, los papeles desde los cuales uno y otra se
relacionan resultan susceptibles de una descripción comunitaria y representan
el nudo del debate sobre la prostitución, así como de las políticas con que
esta realidad debe ser afrontada. Y, como se trata de una relación dual, con
funciones complementarias, me veré obligado a hablar de sus dos términos, no
sólo el llamado “cliente” sino también de la mujer o prostituída. En esta
perspectiva nos encontramos ante dos lecturas y valoraciones inversas: la que
podemos designar como leyenda áurea o leyenda rosa de la prostitución y aquella
que desvela la cruda realidad de los hechos.
Cliente y prostituta en la “leyenda äurea”
“Dos adultos mantienen una
relación sexual tras convenir un precio”. ¿No constituye ello un acuerdo
perfectamente aceptable? Puede ser repudiada semejante relación si es
establecida con menores de edad, con personas sometidas a coacción, forzadas, o
si entran en juego drogas ilegales. Pero no, si trata de una relación entre
seres libres, en el ejercicio pleno de sus facultades. Así se explica la
Asociación de Empresarios de Locales de Alterne, (ANELA) según reproduce
Joaquín Prieto en una reciente colaboración publicada en El País. (1)
Consecuentemente, fuera de estos
límites, condenar la prostitución únicamente tiene sentido desde posiciones que
rechazan el sexo y su libre ejercicio, desde actitudes represivas ante la
sexualidad. Ya sea por inmadurez y ñoñería ante nuestro cuerpo y sus pulsiones,
por falta de capacidad para asumir nuestra plena realidad. Ya, según la
doctrina católica oficial, por la ordenación de la sexualidad humana a la
reproducción que permite su ejercicio exclusivamente dentro del matrimonio y
sin el uso de medidas contraceptivas. Aunque, ciertamente los teólogos no hayan
tenido empacho en considerar necesaria la prostitución, según la teoría del
“mal menor”. Y, curiosamente, es esta teoría la que hoy vemos reaparecer,
secularizada, en voces como la de la catedrática Mercedes García Arán, que, si
bien no osan entrar a discutir éticamente la relación prostituyente, mantienen
que su supresión generaría caóticos desordenes. (2)
Mas no es ésta teoría del mal
menor, la visión expresada por la ANELA, y, en general, por las posiciones
proclamadoras de la leyenda áurea. Según ellas, se trata de una relación en que
un individuo, normal y mayoritariamente un hombre, requiere ciertos servicios y
está dispuesto a pagar por su suministro, a quien se los proporcione. Estos
servicios son de índole sexual. Pero nada los diferencia, a no ser que tengamos
una concepción represiva de la sexualidad, de otros, tales como la limpieza del
hogar, la atención del camarero o camarera a la mesa en que nos sentamos en una
cafetería, el tratamiento por el médico de nuestras dolencias o la asistencia
que el abogado nos proporciona en un trance jurídico. Y el individuo en
cuestión busca y encuentra una mujer dispuesta a prestarle los servicios
deseados. Lo hace libremente, de acuerdo con esta descripción, pero, sin duda
-hay que reconocerlo- no por gusto, buscando su satisfacción propia, al modo
del cliente. Ni mucho menos por amor, cosa imposible, tratándose, al menos en
un primer encuentro, de un desconocido. Lo hace, y ello diferencia radicalmente
esta situación de las habituales, normales, relaciones sexuales, para obtener
unos ingresos que le permitan sobrevivir en los casos más necesitados o le
posibiliten elevar su nivel de vida en meretrices acomodadas.
Entonces, su entrega y actividad
ha de ser planteada como un trabajo. La prostituta es redefinida como
“trabajadora del sexo”. Se aduce, para quitar hierro al asunto, que incluso hay
trabajos más duros y más explotadores que el suyo. Y, como los otros
trabajadores, la mujer dedicada a la prostitución debe obtener los derechos
laborales que la actual legislación prescribe. Tal es la perspectiva de las
relaciones entre cliente y prostituta defendida por los partidarios de la
leyenda áurea y cuya consecuencia práctica es que la prostitución debe ser
aceptada y mantenida, sin más necesidad que la de regularla por parte de los
poderes públicos.
La cruda y dura realidad de la relación
Es interesante observar el falaz
juego de esta descripción punto por punto. Algunos detalles de importancia
menor, no dejan, sin embargo, de ser significativos. Por ejemplo, he hemos
hablado de “un individuo” y ello no siempre se ajusta a la realidad. No debemos
olvidar que muchas veces la visita a los burdeles se realiza en pandilla. Como
una juerga colectiva, por hombres cargados de alcohol- droga admisibe en la
doctrina de la ANELA, pues no está prohibida- y en un clima supermachista, en
el cual alguno llega a decir: “vamos a dar una paliza a las putas”. Si no
siempre es tan alto el grado de brutalidad y actitudes primarias, en todo caso
resulta normal la acumulación de clientes que, sucesivamente, en lamentable
hilera, se satisfacen con una prostituta, en ocasiones hasta agotarla. Según
Anita Sand se puede contar el número de cuarenta o cincuenta clientes por cada
mujer prostituída. (3)
Pero lo decisivo, sin extendernos
en comentar aspectos más accesorios, es el deslizamiento que se ha producido de
la realidad a su idealización manipulannte. Y la tranquila aceptación de un
mundo degradado. Las relaciones sexuales humanas son expresión bien del amor en
los casos más nobles, bien de un deseo de goce libre y mutuamente compartido. Y
tal es su normal realización. No debemos olvidarlo. En la prostitución
asistimos a una radical transformación de estas relaciones. Degradadas y
desiguales, se han convertido en “prestación de servicios”.
En términos lógicos reina una
completa asimetría .Y dicha asimetría, expresada en su forma más suave, es la
de un protagonista dominante y una sirviente. De un lado se sitúa activamente
un hombre que experimenta la sexualidad como necesidad fisiológica y como
voluntad de goce. Posee el poder del dinero y, aún podríamos añadir, el prestigio
social. Actúa como soberano. De otro un sujeto pasivo, la mujer, o- si se
quiere ampliar el campo hacia fenómenos más minoritarios- el ser prostituído,
para quien la relación no tiene más razón y atractivo que el de los ingresos
que le proporciona. Sólo éstos le dan sentido. Pero, entonces, se ha
convertido, no ya en sirviente, sino en mero objeto, utilizado por el ser que
goza de ella. Podemos decir que la mujer sumida en la prostitución no se ve en
función de si misma, sino en el espejo que es el ojo del cliente, como realidad
que puede satisfacer a éste. Se ha borrado a sí misma, como ser personal,
convertida en mercancía. Por supuesto, la terminología de cliente y prostituta,
debe ser sustituída por la prostituidor y prostituída.
Patriarcalismo, mercantilismo y racismo en la prostitución
El carácter patriarcal de la
relación resulta evidente. Corresponde a un mundo en que el varón maneja el
dinero y tiene derecho a satisfacer a gusto sus instintos. Son tan poderosos
que no se les puede poner barreras. En otro caso se incendiaría el mundo. La
mujer aparece como un ser necesitado, carente de posibilidades por sí misma y
además es despojada de sexualidad propia. Aunque rizando el rizo de sus
sumisión, simule un placer no experimentado, para gratificar la virilidad del
prostituidor. Es el colmo de la farsa montada por la dominación patriarcal.
Significativo de este carácter
patriarcal de la prostitución resulta el hecho de que el combate por la
abolición de la prostitución es en su mayor parte librado por mujeres
feministas. Por aquellas que promueven un mundo igualitario, roto el dominio
del varón, mientras que tantos hombres se muestran partidarios de mantener la
prostitución. Los que la defienden más encarnizadamente son beneficiarios
económicos del fenómeno como empresarios o chulos, otros se complacen en
frecuentar los burdeles y finalmente muchos poco sensibles para la liberación
total de la mujer se muestran indiferentes o abogan por la regularización. Y,
así, sólo se consiguió la prohibición y sanción de los clientes en Suecia,
cuando el Parlamento resultó compuesto igualitariamente por hombres y mujeres.
Junto al patriarcalismo, se
manifiesta el mercantilismo que ha dominado la historia humana y ha alcanzado
su ápice en el capitalismo. Ambos en estrecha relación. Como acabo de escribir
es el varón quien maneja el dinero. Compra a la mujer en la forma más extendida
de prostitución. En nuestra sociedad capitalista en que el dinero constituye el
resorte más importante de poder, su distribución entre sexos es aplastantemente
desigual en todos los niveles sociales. De un lado la feminización de la
pobreza, de otro la acumulación de la riqueza o la superioridad de ingresos en
manos masculinas. Y a partir de aquí la mercantilización inunda todo el mundo que
estamos analizando.
Conforme a una sentencia del
Tribunal de Luxemburgo de 2001 la prostitución constituye una “actividad
económica”. Para la OIT (Organización Internacional del Trabajo) el “sector
sexo” debería ser incluido en el actual mundo industrial. (4) Y, evidentemente,
estamos en presencia de una actividad económica .Según datos aireados por la
portavoz socialista en la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo,
Elena Valenciano, sólo en España mueve dicha actividad 40 millones de euros
diarios y alcanza en el mundo la cantidad de 5 billones de euros anuales. (5)
En algunos puntos del planeta este mercado del sexo alcanza proporciones
extraordinarias. Según el informe de la OIT la prostitución constituye la
principal fuente de ingresos en las economías deprimidas del sureste asiático (
Malaisia, Indonesia, Tailandia y Filipinas). Ello ha exacerbado el
reclutamiento de mujeres para dicha actividad. (6)
Y, en conjunto, se sitúa junto al
mercado de armamentos y la droga entre los más cuantiosos negocios de nuestra
sociedad. No deja de sorprender entonces el interesado y acendrado vigor con
que la prostitución es defendida por sus actuales beneficiarios. Pero, aún se
llega más lejos, cuando se proclama que su legalización suministraría importantes
ingresos a las arcas de los Estados, gracias a la percepción de impuestos, como
también defiende la OIT.
Mas semejante situación
convertiría al Estado en cómplice y proxeneta. Consideración nada honrosa para
un Estado que se pretende de Derecho. Al término despectivamente usado de
“Estado bananero” habría que añadir ahora el de “Estado putero”. Y es que,
evidentemente, el hecho de que la prostitución constituya una actividad
económica explica el interés de sus beneficiarios, mas no justifica el mantenimiento
de la misma. Como tampoco el del tráfico de armas y de drogas. Mas bien pone a
la luz el carácter perverso de la prostitución, al transformar las relaciones
sexuales en compraventa y al convertir en mercancía los cuerpos humanos, las
mujeres, y su capacidad de servir de objeto de desahogo para los apetitos
sexuales del varón. Como en Suecia propaló la campaña que condujo a la
abolición de la prostitución, “comprar cuerpos humanos es un crimen”. Expresión
justa, nada desmesurada, si nos percatamos de que, si bien la vida física de la
prostituta no es suprimida- aunque en el límite de la violencia que, dígase lo
que se quiera reina en este campo, se lleguen a producir verdaderos asesinatos
(7)- en todos los casos, aún sin violencia física, se anula la condición humana
y personal de la mujer prostituída, al tratarla como mero objeto, al modo del
esclavo.
Y la intensa actividad que mueve
la prostitución debe ser categorizada, consecuentemente, como “crimen
organizado”. Con el cual el prostituidor colabora activamente, ya que sin él no
sedaría. Tal es la realidad recientemente denunciada en otra oportuna campaña,
esta vez, en Almería, mediante carteles cuyo texto afirma: “La prostitución
atenta contra los derechos fundamentales de miles de mujeres y niñas en todo el
mundo y existe porque tú pagas”.
Junto al patriarcalismo y el
mercantilismo, también otra lacra de nuestra historia se manifiesta aquí: el
racismo. El hecho básico es la desigualdad
económica y de poder entre razas que arroja a la mujeres de las razas
dominadas al ejercicio de la prostitución, tanto en sus propios países como en
tierras a que, en el tráfico de carne humana, son llevadas. Pero, además
florece cierta mitología de lo exótico y de ardiente sexualidad de las mujeres
no blancas, como han analizado y documentado Laura Keeler y Marjut Jyrkinen.
(8)
La pretendida libertad
En una relación patriarcal,
mercantilizada y racista ¿se puede mantener la libertad de la mujer
prostituída? En la descripción áurea de las relaciones entre cliente y
prostituta se afirma la libertad de la prostituta como requisito para una
relación lícita y, por ende, regulable. Aun en el supuesto de aceptar la
conversión de la sexualidad en negocio mercantil, evidentemente todo contrato
económico, para ser válido ha de establecerse en condiciones de libertad.
Entonces debemos preguntarnos ¿existe verdaderamente esta pretendida libertad?
Al respecto, podríamos considerar
tres grandes situaciones típicas en la mujeres que se encuentran sumidas en el
orbe de la prostitución. En primer lugar aquellas que han sido literalmente
forzadas, obligadas bajo poderosísima coacción a convertirse en prostitutas,
cosa que- como no deja de ser natural- en modo alguno deseaban. Resulta que, en
nuestros días, y en nuestro mundo industrial avanzado, constituyen la inmensa
mayoría. Según datos de la Policía Nacional y la Guardia Civil, el 90% de las
mujeres que actualmente ejercen la prostitución en España son extranjeras.
Evidentemente no se trata de turistas que viajan desde países ricos y quieren
compaginar nuestro sol y nuestras playas con la prestación de servicios al
macho ibérico. Vienen de países de la Europa del Este, cuya incorporación al
triunfante capitalismo globalizador les ha hundido en la miseria, también
provienen del subdesarrollo creciente de naciones de Ibero- América, o de la
abandonada África. Han sido traídas engañosamente con la promesa de ofrecerles
un trabajo, que no se anunciaba precisamente como “trabajo del sexo”. Y, luego,
llegadas a la tierra prometida, tras haberse endeudado hasta las cejas, son
forzadas a ejercer la prostitución.
Caen prisioneras, encerradas, a
veces sin otra ropa que la erótica con que deben excitar a los clientes, pero
con la cual no pueden salir a la calle. Amenazadas y sometidas al terror, en
ocasiones, son, incluso, vendidas. Semejante tráfico de carne humana femenina,
que adapta a los tiempos actuales el transporte de esclavos, no es un fenómeno
marginal en la realidad que estamos considerando, como los voceros de la
prostitución pretenden, define su situación aplastantemente mayoritaria. En la
cual las mujeres son víctimas, tanto de la violencia y la codicia patriarcal,
como de la que preside, en estrecha relación con ella, el actual orden
económico mundial. Y el llamado turismo sexual- ahora con el aditamento de
explotar infantes desvalidos- completa y redondea este siniestro panorama. en
que los varones ricos y poderosos del Primer Mundo satisfacen sus instintos en
la carne de los países pobres, esperándola en su confortable mansión o viajando
en busca de ella.
Es el tremendo espectáculo que
ofrece un mundo interrelacionado y cruzado por las comunicaciones en una
tecnología puesta al servicio no del desarrollo planaterio, sino de la voluntad
y beneficio de los poderosos. Pero, no sólo la prostitución es ejercida por
mujeres arrancadas a su patria, también es practicada, y así tradicionalmente
lo ha sido, en el propio país, sin necesidad de salir de él, a veces con el
desplazamiento de las zonas más pobres, rurales, a las grandes urbes. En este
sentido se puede dibujar un recorrido que va del pueblo al servicio doméstico
en la ciudad, y, en él, al abuso de los señoritos de la casa para acabar en la
prostitución. ¿Es factible describir esta historia como un ejercicio de la libertad?
En primer lugar, sin duda, cabe hablar de los hombres en cuyas manos esta
criatura puede caer para ser explotada y manejada, de los chulos en pequeña
escala y de los propietarios de locales y negociantes del sexo. Pero, aún
prescindiendo de estas situaciones, imaginando una mujer que ejerce como
prostituta por cuenta propia ¿en qué medida la decisión de vender su cuerpo es
libre? Distingamos, al respecto, entre voluntariedad y libertad. Y, con arreglo
a tal precisión, podríamos decir que en este caso la decisión es voluntaria,
pero no estrictamente libre. Aunque arranca de la iniciativa personal, no de
una directa coacción de un individuo dominador, está condicionada tal opción
por un marco de posibilidades que la fuerzan. Por el acecho de la miseria, de
la indigencia, de la penuria. La prostitución aparece como vía para sobrevivir.
En un reciente programa de
televisión sobre el sexo en Brasil, una mujer que se ganaba la vida como
prostituta así lo declaraba. No había encontrado otra posibilidad para sobrevivir
y confiaba en que, ejerciendo la prostitución, conseguiría que su hija no se
viera obligada a afrontar el mismo triste destino. Ciertamente no parecía muy
satisfecha con su mal llamado trabajo.
Por encima de estos dos mundos,
se encuentra el minoritario de la prostitución de lujo, o alta prostitución.
Está integrado por mujeres que, supuestamente, han ingresado en este universo
de servicio al placer masculino, no por el apremio de la necesidad ni por la
fuerza y el engaño, sino por el puro afán de lucro. Refinadas, educadas,
obtienen los más altos ingresos por su actividad. Si Lenin hablaba de la
aristocracia obrera, aquí- aunque ello no signifique aceptar la idea de la
prostitución como trabajo- podríamos hablar de la aristocracia de la prostitución.
Y parecería, a primera vista, que en este nivel ciertamente la elección ha sido
indiscutiblemente libre.
Examinemos críticamente esta
presunción. Sin duda no han actuado las intensas coacciones físicas y
económicas que hemos denunciado en los mayoritarios casos anteriores, pero, aún
en esta realidad minoritaria, se acusa la presencia de presiones sutiles que
cuestionan la pretendida libertad. En primer lugar, la escandalosa diferencia
de retribución entre un trabajo productivo y los ingresos obtenidos por
complacer los gustos del varón de alta posición. Situación sólo concebible en
una sociedad dominada por el despotismo patriarcal, que rige su economía, y
para el cual priman, sobre cualquier otra necesidad, los caprichos del hombre
de las altas clases sociales. Y esta desigualdad estructural opera sobre mentes
que han sido troqueladas por la mitología del consumo, por el acceso a lujos, a
los cuales este hombre satisfecho por el servicio femenino abre puertas. Como
vemos, la pretendida libertad de las mujeres dedicadas a la prostitución se
esfuma, cuando la sometemos a crítica, y, al modo en que Diógenes buscaba al
hombre verdadero, tendríamos que tratar de encontrarla con un candil.
La prostitución disfrazada como trabajo
Si hemos examinado críticamente
la pretendida libertad de la mujer prostituída, no resulta menos importante
atender, ahora, al intento de convertir su actividad en un trabajo. Quizá este
planteamiento trate de basarse en el hecho de que la prostitución es una
actividad económica, como hemos visto, y representa una fuente de ingresos para
la persona que se dedica a ella. Pero, evidentemente, no toda actividad que
genera ingresos para quien la ejerce puede ser categorizada como trabajo. En
tal caso habría que considerar el robo o la estafa como trabajos, a veces de
alta calidad y muy rentables. Y, ciertamente, así son expresados en el argot
del gremio de ladrones o estafadores, pero no en el uso social y jurídico. Lo
mismo cabría decir del juego, y a nadie se le ocurre que comprar un décimo de
lotería y cobrar el premio, si éste es obtenido, se defina como un trabajo. En
cambio, se dan verdaderos trabajos, como el llamado “trabajo voluntario”, que,
hechos por altruismo, no revierten en ninguna compensación económica. Y en la
histórica explotación de la mano de obra esclava asistimos, sin duda, a duros
trabajos que no son retribuidos.
El concepto de trabajo,
rigurosamente entendido, supone el desempeño una actividad encaminada ya a la
producción de una obra, industrial, manufacturera, intelectual o artística, ya
a la extracción de bienes naturales, como en la minería o la pesca, ya a la
prestación de servicios. Es preciso insistir en la idea de “actividad”, como
algo que pone en funcionamiento nuestras facultades físicas y mentales, según
las destrezas que previamente hemos adquirido. Así el obrero en la sociedad
capitalista, a cambio de un salario, vende su fuerza de trabajo al propietario
de los medios de producción. Se puede hablar de explotación, en la medida en
que el capitalista obtiene una plusvalía. Se beneficia del trabajo y aumenta su
riqueza. Y, ciertamente, el sistema capitalista no representa la forma más
justa y humana de organizar la producción, que encontraría en la propiedad
colectiva de los medios de producción una fórmula más alta y racionalmente
equitativa. Pero, indubitablemente, lo que el proletario vende es su fuerza de
trabajo. Algo exterior, no se vende a sí mismo. No vende su cuerpo, ni su
intimidad. La mercancía que sitúa en el mercado laboral es su capacidad productiva
externa, no su realidad personal, como el esclavo o la esclava que son vendidos
y comprados en su entera realidad, en un mercado de carne humana, despojados de
la condición de personas.
Y algo análogo podemos decir de
otros trabajos, en que una actividad, sea la propia de una profesión liberal,
sean servicios manuales, logra una retribución. Un cliente de un restaurante no
se permite derechos sobre el cuerpo de quien le sirve. Y el camarero o camera
consideraría un ultraje ser manoseada por dicho cliente. Tampoco una persona
que se vale de los servicios de un médico o de un abogado adquiere el derecho
de imponerle sus ideas o aspirar a que realice acciones que contradigan la
ética del profesional. Y es que, aunque en ocasiones se afirme que en nuestra
sociedad todo se compra y se vende, aún el más descarado mercantilimo tiene sus
límitres. Y, entre ellos, debe figurar la prohibición de comprar algo tan
íntimo, personal y noble, como es la sexualidad y su realización.
Frecuentemente se dice, con justo
repudio, que en la prostitución se compra el cuerpo de la mujer o del ser
prostiuído. Ello es verdad, pero aún tal decir constituye una expresión
demasiado débil, respecto a la intensidad de la venta. Porque el cuerpo no es
algo exterior, que posee un yo angélico, como pensaba Descartes o ha expresado
Gabriel Marcel. El cuerpo es nuestra realidad personal, inseparable del yo, es
aquello que nos define, con que hacemos nuestra biografía. Constituye nuestra
identidad. Vender el cuerpo es venderse a sí mismo. Y si es alguien exterior
quien realiza la venta, como, por desgracia, ocurre con notable intensidad en
el tráfico de mujeres es un vendedor de esclavas, como los antiguos negreros.
Conceptualmente, no es posible,
por todo lo que acabo de argüir y han argumentado muchas voces, categorizar a
la prostitución como un trabajo, sin incidir en grave confusión. Pero, además,
debemos pensar en las consecuencias lógicas, a que conduciría la inclusión de
tal actividad en el mundo laboral, si se desarrolla estrictamente. Como ha
puntualizado Lidia Falcón, en tal caso, habría que pensar que a una prostituta
sin trabajo le correspondería ir al INEM a solicitar un burdel y se abriría una
bolsa laboral con la oferta de puestos de prostitución. Entonces cabe – prosigue
Lidia Falcón- que “ a cualquier mujer que se encuentre en el paro, aunque
previamente haya trabajado siempre en fábricas u oficinas, se le podrá ofrecer
el “empleo” en un burdel. Si no tiene trabajo en el sector en que se ha
formado, puede, sin embargo, ser prostituta”. (9)
Parece una siniestra broma
surrealista. Sin embargo, observemos lo que nos relata Gisela Dütting en
Holanda: ”.. a algunas personas desempleadas se les ofreció trabajar como
recepcionistas en burdeles. Si se niegan a aceptar el trabajo, pierden sus
beneficios sociales y el seguro de desempleo”. (10) Aunque el trabajo ofrecido
no era estrictamente el de prostituta, imponía la colaboración y presencia en
esta actividad a personas que la rechazaban y al rechazarla quedaban gravemente
perjudicadas.
En línea con todo lo que venimos
comentando, el Grupo de Trabajo sobre las Formas Contemporáneas de la
Esclavitud del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, en el año
2003 se declaró “ convencido de que la prostitución nunca puede considerarse un
trabajo legítimo”.
La degradación del prostituidor
Si, en la relación entre
prostituída y prostituidor, la explotación y alienación a que la primera de
estas figuras es sometida, se revela escandalosamente manifiesta, una vez que
hemos desenmascarado la leyenda áurea, no deja de ser cierta también la
degradación en que el prostituidor cae. Como ya en otras ocasiones he explicado
y escrito, (11) semejante degradación adquiere dos aspectos principales. Uno de
ellos es la despersonalización, el otro la deshumanización, la caída en una
conducta puramente zoológica, de instintividad animal.
El llamado cliente paga, utiliza
la superioridad de su dinero para comprar a una mujer- en ciertos casos un
niño, niña o un adulto masculino- que se encuentra en inferioridad económica.
Pero, al hacerlo, no solo cosifica el ser comprado, borra, también, su
identidad personal propia. Se convierte, dentro de una íntima relación, en mera
y pura moneda, que es aquello a que la prostituida se ofrece. ¿No representa
una alineación perder el rostro humano y transformarlo en un fajo de billetes?
¿No se desprecia a sí mismo en su identidad, al desaparecer transmutado en
dinero?. ¡ Qué triste estima de su propia persona!
En el otro aspecto, el
prostituidor aparece ciego para el mundo que las pulsiones sexuales abren en la
condición humana. En lugar de dirigirlas hacia una relación personal, busca el
mero desahogo fisiológico, a cuenta de un ser en quien descarga sus instintos.
No sólo este ser utilizado es degradado, también lo es el hombre que actúa como
mero macho animal.
Pero, además, es el responsable
del hundimiento en una indigna humanidad. La prostiuída ocupa en su relación el
lugar de víctima y de objeto. Es utilizada por la pura fuerza o por el poder
económico. El prostituidor es el sujeto responsable de este abismo de
inhumanidad. Para salir de él debe ser disuadido mediante el castigo, tal como
en Suecia o en Corea del Sur se ha establecido. Tanto el proxeneta como el
llamado cliente, más exactamente el degradado prostituidor, han de ser
perseguidos hasta borrar estas criminales figuras de nuestra sociedad y avanzar
hacia un mundo en que las relaciones sexuales alcancen la dignidad y plenitud
que corresponde a la condición humana.
Notas
(1) Prieto, Joaquín, “Una fábrica
incontrolada de dinero negro”, El País, 27 de septiembre, de 2005, p. 17.
(2) García Arán, Mercedes, “
Prostitución y derechos” en “El Periódico” 4 de octubre de 2005.
(3) Sand, Anita, “Comprar sexo es
un crimen” en Poder y Libertad, nº 34, año 2003, p. 38.
(4) Véase la aguda crítica de
Raymond, Janice, “Legitimar la prostitución- La Organización Internacional del
Trabajo llama al reconocimiento de la industria sexual” en “Poder y Libertad”,
nº 34, año 2003, pp. 44-46.
(5) Valenciano Elena, “Mercado de
mujeres” en el País, 31 de agosto de 2005. Madrid, 26, 27 y 28 de octubre, 2005
13 Congreso Internacional Explotación Sexual y tráfico de mujeres AFESIP España
(6) Raymond, J. op. cit. p. 44
(7) Una investigación canadiense
ha mostrado que las mujeres en la prostitución tienen cuarenta veces mayor
riesgo de ser asesinadas, en comparación con mujeres corrientes ( Sand, Anita,
“Comprar sexo es un crimen” en Poder y Libertad, nº 38, año 2003, p. 39.
(8) Véase Keeler, Laura y
Jyrkinen M. “Racismo en el comercio sexual en Finlandia” en Poder y Libertad,
nº 34, año 2003, pp. 48-50.
(9) Falcón, Lidia, “Falsedades
sobre la prostitución”, en Poder y Libertad, nº 34, año 2003, p. 19.
(10) Gisela Dütting, “Legalizar
la prostitución en Holanda” en Poder y libertad, nº 34, año 2003, p. 15.
(10) París, Carlos, “La
degradación del hombre en la prostitución” en Poder y Libertad, nº 34, año
2003, pp. 26- 29. Madrid, 26, 27 y 28 de octubre, 2005 14
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