Prostitución,
liberalismo sexual y patriarcado
Carmen
Vigil y Mª Luisa Vicente
En
el artículo de opinión publicado en el periódico El País el sábado 1 de abril
de 2006 con el título Feminismo y prostitución, su autora, Mª Luisa Maqueda
Abreu, defiende la regulación legal de la prostitución libremente acordada
entre adultos, al tiempo que propugna erradicar la prostitución forzada, a la
que califica como una de las formas más graves y persistentes de violencia de
género. Esta distinción radical entre prostitución libre y forzada, así como el
conjunto de los planteamientos defendidos por la señora Maqueda en su artículo,
son representativos de la posición reglamentarista en el debate abierto en
nuestro país con respecto al tratamiento que debe darse, desde los poderes
públicos, al mercado de la prostitución y a su progresiva expansión en los
últimos años.
El presente escrito analiza, a partir del
artículo comentado, las contradicciones inherentes a la posición
reglamentarista, realizando una crítica a la misma desde una perspectiva de
género.
Zurich. cabinas para prostitución |
Prostitución
libremente acordada y servicios no deseados
Maqueda
abomina de la victimización de las prostitutas y tacha de moralistas a las
feministas que se oponen a la reglamentación del comercio sexual. Frente a estas
feministas, ella afirma la complejidad de las relaciones entre los sexos y se
posiciona del lado de las otras feministas, las que rehusan enjuiciar lo que
está bien o mal en tales relaciones. Su alineamiento con el punto de vista del
liberalismo sexual, según el cual las prácticas sexuales de las personas
adultas sólo a ellas les competen, la conduce a defender (o la impide
enjuiciar) la prostitución libremente
acordada entre adultos, según expresión utilizada en su artículo. De donde
se deduce que ella sitúa esa llamada prostitución
libre en el ámbito de la sexualidad, un ámbito que, bajo su criterio, nadie
debe enjuiciar porque cada uno tiene derecho a hacer lo que le plazca.
Pero,
al mismo tiempo, Maqueda reclama que esa supuesta práctica sexual libre entre
adultos sea objeto de una regulación legal por el Estado, apelando a la
necesidad de salvaguardar los derechos de las trabajadoras del sexo. ¿En qué quedamos? Si la prostitución es una
actividad sexual acordada entre personas adultas (y eso es precisamente lo que
a ella le impide enjuiciarla desde una ética que, en este ámbito, sólo puede
concebir como moralista) y si, además, las prostitutas conciertan estos
acuerdos con sus usuarios sin que nada ni nadie las fuerce a ello, ¿por qué
considera procedente la intervención del Estado para reglamentar esta actividad
y proteger los derechos de las prostitutas? ¿No sería más coherente con este
punto de vista liberal defender que esos adultos que acuerdan libremente la
prostitución hicieran lo que quisieran, cómo, dónde y cuándo quisieran, sin
ningún tipo de normativa que estableciera unas reglas y unos cauces para su consensuada práctica sexual?
Si,
por el contrario, reconoce que las prostitutas están expuestas a evidentes
riesgos y tratamientos abusivos, tanto por parte de sus usuarios como de sus eventuales empleadores o proveedores de
locales ¿cómo seguir manteniendo que nos estamos moviendo exclusivamente en el
ámbito de una actividad sexual consensuada y que nadie está legitimado para
enjuiciar políticamente lo que esta práctica social significa, para analizar
las razones de su existencia, para determinar las relaciones de fuerza entre
los actores sociales que intervienen en ella, para tratar de identificar los
intereses en juego o para valorar las implicaciones políticas y sociales de su
regulación legal?
Maqueda
alaba en su artículo el pragmatismo de los tribunales penales de nuestro país
que, durante estos años, han defendido en solitario los derechos de las
prostitutas cuando han detectado abusos en sus relaciones laborales, condenando a muchos empresarios de la industria del
sexo para evitar, según argumentan en sus sentencias, que “los más
desprotegidos deban cargar con las consecuencias de su desprotección”. El
reconocimiento a la labor de los tribunales en este terreno pone de manifiesto
que ella considera oportuno proteger a las prostitutas en el ejercicio de su
actividad, una actividad que, según su visión de la prostitución, es el
resultado de un acuerdo libre entre adultos. ¿Protegerlas frente a quién?
¿Frente a los otros “adultos”, ni siquiera nombrados, con los que conciertan
sus acuerdos? ¿Frente a los terceros adultos que se llevan una parte del precio
convenido por proporcionar un espacio donde realizar la actividad acordada?
Parece que es a estos últimos a quienes apunta cuando destaca que “los empresarios de la industria del sexo
han sido condenados por la explotación de sus empleadas al exigirles
condiciones de ejercicio de la prestación sexual incompatibles con la dignidad
de cualquier trabajador”. Ahora bien, entre estas condiciones inaceptables
para las trabajadoras del sexo señala, en primer lugar, “la imposición de servicios sexuales no deseados”, lo cual concierne
lógicamente a los adultos no nombrados porque ¿qué interés puede tener el
empresario en imponer a la trabajadora
la prestación de unos servicios que aquéllos no desean? Hay que concluir,
entonces, que el consumidor de este tipo de servicios (al que Maqueda no se
refiere en ningún momento, ni siquiera con el aséptico término de cliente) no es ajeno a esa explotación
que las prostitutas pueden sufrir y que motiva su demanda de protección para
ellas.
En
todo caso, Maqueda no especifica qué servicios sexuales son incompatibles con
la dignidad de estas trabajadoras, ya
que, al considerar que su actividad laboral se inserta en el ámbito de la
sexualidad, en el que no cabe valorar los gustos de nadie, el único problema es
que se demande de ellas servicios no
deseados. Se entiende que no deseados por ellas y sí por los demandantes de
los servicios. De modo que, según
este criterio, un mismo servicio puede dar lugar a la explotación de unas
prostitutas y no de otras, ya que según sean los deseos de cada una variarán los servicios que supongan un atentado
a su dignidad.
Es
curioso que, reivindicando la equiparación de la prostitución a una actividad
laboral cualquiera, Maqueda introduzca, como ejemplo de condiciones laborales
abusivas en este ámbito, la noción de “servicios no deseados”, un concepto
totalmente ajeno al mundo laboral. La mayoría de las personas, en sus trabajos,
tienen que hacer diariamente muchas tareas que no les gustan, pero ello no es
percibido como un tratamiento abusivo por parte del empleador, salvo que éste
les obligue a realizar tareas que no correspondan a la categoría profesional
del puesto de trabajo contratado o no les suministre los medios o condiciones
adecuadas para realizar las tareas propias de dicho puesto. Incluso en sectores
feminizados sin cualificación ninguna, como la limpieza de locales y oficinas,
el servicio doméstico o el cuidado de personas mayores, las denuncias de
condiciones abusivas por parte de las trabajadoras no incluyen nunca tener que
hacer tareas desagradables que obviamente no desearían hacer (por ejemplo,
limpiar retretes y urinarios o lavar a personas mayores enfermas), pero que
forman parte de su trabajo y no son percibidas, ni por ellas mismas ni por la
sociedad, como un atentado a su dignidad.
Según
la visión reglamentarista, el trabajo de las trabajadoras del sexo consiste en prestar servicios sexuales que
satisfagan a los demandantes de sexo, por lo que, en principio, debería incluir
todos los servicios solicitados por éstos, que podrán variar según las modas
vigentes y los gustos de cada cual. Si se sostiene que éste es un trabajo de
prestación de servicios personales como cualquier otro, si se considera que
prestar el propio cuerpo para que los hombres satisfagan sus caprichos sexuales
no es diferente a prestar los brazos para realizar otras tareas manuales (por
ejemplo, cortar el pelo o servir bebidas), ¿por qué, entonces, se considera en
este caso que algunos gustos sexuales de los demandantes pueden suponer un
atentado contra la dignidad de estas trabajadoras?
¿No habíamos quedado en que las prácticas sexuales no se enjuician? O la
utilización del cuerpo de unas personas como instrumento de placer de otras es
una indignidad, o no lo es. Si es una indignidad, cualquier servicio prestado en el marco de esta
utilización debe considerarse como tal. Pero si se defiende que no es ninguna
indignidad, que no es más que una prestación de servicios como otra cualquiera,
entonces no viene al caso hablar de servicios deseados o no deseados ni hay por
qué excluir ninguno de los servicios solicitados por los consumidores de sexo.
Pretender que algunas prácticas demandadas por los consumidores de servicios
sexuales pueden configurar el contenido de una actividad laboral para las
mujeres que se prestan a realizarlas, y considerar al mismo tiempo que otras
prácticas también demandadas por estos mismos consumidores dan lugar a una
explotación que atenta contra la dignidad de estas trabajadoras, utilizando además como criterio de distinción entre
unas prácticas y otras los deseos de
las propias trabajadoras, pone de
manifiesto la inconsistencia teórica del planteamiento reglamentarista, que por
un lado reivindica tratar la prostitución como un trabajo cualquiera y por otro
demanda que esa reglamentación tenga en cuenta aspectos subjetivos (los deseos
de las trabajadoras) que son ajenos a un trabajo cualquiera.
En
fin, distinguir entre servicios deseados
y no deseados por parte de las prostitutas muestra hasta qué punto se puede
llegar a desenfocar el fenómeno de la prostitución cuando esta práctica social
se defiende adoptando el punto de vista del liberalismo sexual. Es obvio que
las prostitutas se prestan a realizar los servicios demandados por sus clientes
exclusivamente por dinero y que ninguno de los servicios realizados, con esos
hombres y en esas condiciones, constituye para ellas una práctica sexual
deseada. Sólo cabe hablar de práctica sexual desde el punto de vista del
cliente. Para las prostitutas esta actividad es sólo un medio (desagradable) de
obtención de dinero y no tiene nada que ver con su propia sexualidad. El hecho
de que se resistan a determinadas prácticas pone de manifiesto que lo que hacen
no las satisface y hay determinados límites que no están dispuestas a
sobrepasar, pero estos límites son lógicamente cambiantes y dependen de sus
necesidades de ingresos y de las exigencias de la demanda en cada momento, no
de sus propios gustos o deseos personales.
Las
organizaciones feministas han conseguido, con grandes esfuerzos y teniendo que
vencer muchas resistencias, que las agresiones sexuales de los hombres a las
mujeres se tipifiquen como conductas delictivas, y que la sociedad sea
consciente de los efectos traumáticos que estas agresiones (violación, abusos
sexuales, acoso sexual) producen sobre sus víctimas. En su forma no comercial,
pues, la práctica social masculina que consiste en utilizar los cuerpos de las
mujeres para satisfacer sus deseos sexuales sin tener en cuenta la voluntad ni
los deseos de aquéllas, es hoy objeto de una repulsa social que se manifiesta
en una respuesta penal específica. Sin embargo, la mediación de una cantidad de
dinero, que actúa como incentivo para que las prostitutas se presten
voluntariamente a esta utilización de sus cuerpos, impide la percepción de esta
misma práctica social masculina como una agresión a las personas prostituidas y
la presenta como una actividad comercial supuestamente inocua y sin
consecuencias para las mujeres que la sufren. La existencia de un mercado, de
una demanda masculina dispuesta a pagar dinero para conseguir cuerpos que no se
resistan a sus deseos, tiene dos efectos importantes que operan en una misma
dirección: de un lado, doblega la voluntad de mujeres en situación de
necesidad, incentivándolas para ofertar sus cuerpos en ese mercado; y de otro
lado, enmascara la realidad de la práctica social agresiva que tiene lugar en
dicho mercado, haciéndola aparecer como un intercambio comercial entre iguales.
Pero si la mediación de una contraprestación monetaria modificara efectivamente
la naturaleza agresiva de esta práctica social masculina, bastaría con
indemnizar con una cantidad de dinero a las mujeres violadas para que éstas
pudieran recuperarse del trauma sufrido.
Prostitución
libre y prostitución forzada En la misma línea argumental que la lleva a
distinguir entre servicios deseados y no deseados, Maqueda distingue también entre
prostitución libre y prostitución forzada, estableciendo una línea nítida de
separación entre ambas: la primera, como ya se ha dicho, sería una actividad
laboral libremente elegida que debe ser objeto de reglamentación y protección;
la segunda, en cambio, debe ser erradicada porque constituye una de las formas
más persistentes de violencia de género. Se trata, por lo visto, no ya de dos
fenómenos distintos, sino incluso radicalmente opuestos, ya que para uno se
reclama protección y para otro erradicación. Como no delimita lo que es
prostitución forzada, no sabemos exactamente cuándo, según su criterio, las
prostitutas son víctimas de violencia de género. Y es destacable que no hable
simplemente de violencia (una violencia que cabría predicar de la imposición
por la fuerza de cualquier actividad a cualquier individuo), sino que se
refiera específicamente a violencia de género, lo que parece indicar un
reconocimiento de que la actividad de las prostitutas, al menos de las que ella
considera forzadas, tiene algo que ver con su pertenencia al colectivo social
de las mujeres (esta relación entre prostitución y género, en cambio, no es
mencionada en ningún momento al referirse a la prostitución libre, ese otro
fenómeno, tan distinto para ella, que debe ser reglamentado y protegido).
Aunque
Maqueda, como ya hemos dicho, no define el concepto, lo que se entiende
habitualmente por prostitución forzada es la ejercida bajo el control de las
mafias por mujeres traficadas. En síntesis, se trata de mujeres que, pretendiendo
escapar de la miseria y la ausencia de expectativas en sus países de origen, se
ponen en manos de redes de tráfico que les prometen empleo en otros países más
desarrollados y llegan al país de destino total o parcialmente engañadas (no
siempre) sobre la ocupación que en éste les espera. Una vez aquí, las redes de
acogida les exigen la deuda contraída por los gastos de transporte y de gestión
del viaje y, para saldar esta deuda, les confiscan su documentación y las
obligan a dedicarse a la prostitución, manteniéndolas controladas mediante
chantajes y amenazas diversas que no excluyen la violencia física. Sus
posibilidades de escapar de estas redes son muy reducidas, por lo que, en
general, estas mujeres se pliegan dócilmente a una situación que se ha denominado
ya como la nueva esclavitud del siglo XXI. Nadie puede hablar aquí de actividad
consentida, aunque la mayoría de estas mujeres, después de resistirse los
primeros días, acaban adaptándose o resignándose a vivir en estas condiciones.
No obstante, también puede suceder que, pasado algún tiempo, les surjan
posibilidades de escapar o de denunciar a sus extorsionadores, y no es
infrecuente que opten por no hacerlo y decidan continuar en el mercado del
sexo. Lo cual, por otro lado, tampoco debe sorprendernos, dado que dentro del
país no tienen muchas otras alternativas y la vuelta a su país de origen,
después de la experiencia sufrida, les resulta extremadamente dura. ¿Habría que
considerar entonces que estas mujeres están ejerciendo ya la prostitución porque
ellas quieren, e incluirlas en el grupo de las que optan voluntariamente por este medio de vida? ¿Cuál es la
naturaleza de este consentimiento?
Los
márgenes de libertad dentro de los que se mueven los individuos en una sociedad
dada son siempre limitados y varían en función de múltiples factores, tales
como su procedencia social, su situación económica, sus circunstancias
personales y familiares, y también su pertenencia de clase, género, raza, etc.
El perfil mayoritario de la población prostituida deja poco margen a la duda
sobre cuáles son las razones que llevan a las prostitutas a adoptar esta forma
de “ganarse la vida” y no es casual que más del 90% de las mujeres que ejercen
hoy la prostitución en España sean inmigrantes sin papeles y sin apoyos dentro
del país.
Hay
muchas razones que impiden trazar un corte entre las prostitutas que “optan
voluntariamente” por este medio de vida y las prostitutas que se ven forzadas a
realizar esta actividad por imposición de terceros, ya se trate de los clásicos
proxenetas individuales o de las redes mafiosas que controlan actualmente el
mercado y la distribución de la oferta.
En
primer lugar, dentro del mundo de la prostitución, las fronteras entre las
distintas situaciones son difusas y el paso de una situación a otra es muy
fácil: mujeres que se ven forzadas a prostituirse bajo condiciones de chantaje
o amenaza pueden, una vez desaparecida esa amenaza, “optar voluntariamente” por
continuar, ante su falta de alternativas en el mercado laboral y su incapacidad
sobrevenida para llevar ya otra forma de vida. Y recíprocamente, mujeres que
recurren a la prostitución de forma “voluntaria” para conseguir dinero pueden,
pasado algún tiempo, ser víctimas de chantaje o amenaza por parte de algún
proxeneta, o quedarse atrapadas en la estigmatización de esta actividad y verse
impotentes para salir de ella, aunque lo deseen y lo intenten repetidamente.
Sin olvidar a aquellas otras mujeres en situación de exclusión social que, sin
ser forzadas por terceros, se prostituyen bajo presiones externas no menos
efectivas que la fuerza física, como la necesidad de conseguir dinero para
adquirir droga, para mantener a sus hijos o simplemente para sobrevivir sin
caer en la indigencia.
En
segundo lugar, la situación de todas estas mujeres, tanto si han decidido
recurrir a la prostitución voluntariamente para conseguir dinero, como si han
sido traficadas desde sus países de origen para ser ofertadas posteriormente en
el mercado del sexo, como si han sido empujadas a este mercado de cualquier
otra forma, sólo puede ser explicada a partir de la existencia previa de la
institución social de la prostitución.
Sólo
la existencia de una práctica social que convierte el cuerpo femenino en una
mercancía puede explicar que la venta del propio cuerpo sea contemplada por las
mujeres como un medio de obtención de ingresos. Antes de que algunas mujeres
decidan ofrecerse en el mercado del sexo, ya sea de forma temporal o esporádica
para hacer frente a determinadas necesidades o aspiraciones materiales, ya sea
como medio de vida en el caso de mujeres socialmente excluidas que carecen de
otra alternativa, es necesario que este mercado exista.
La
prostitución no existe porque determinados comportamientos individuales de
algunas mujeres y de muchos hombres confluyen en la plaza pública para dar
lugar a este comercio del sexo. Las mujeres no tienen una inclinación natural a ofrecer su cuerpo a cambio de
dinero para satisfacer sexualmente a los hombres (ni las mujeres en general, ni
algunas mujeres en particular). Y tampoco los hombres tienen una inclinación natural a pagar dinero a las mujeres
para que éstas se plieguen a sus deseos sexuales. Al contrario, es la
existencia previa de este mercado prostitucional, socialmente construido e
institucionalmente asentado, la que explica que algunas mujeres recurran a la
venta de su propio cuerpo para conseguir dinero, y la que explica también que
“irse de putas” sea una típica forma de diversión masculina, individual o
colectiva. Los comportamientos de los diversos partícipes en el mercado del
sexo, ya sea de las mujeres prostituidas, de los hombres consumidores de
prostitución o del conjunto de proxenetas, sostenedores y beneficiarios del
comercio sexual, son todos ellos comportamientos sociales que sólo tienen
sentido dentro del contexto social en el que se producen. La elección individual de las mujeres que
se ofrecen en el mercado del sexo no procede de su código genético y debe ser
necesariamente referida a la existencia previa de una práctica social que
convierte el cuerpo femenino en un producto comercial.
Del mismo modo, la existencia de la prostitución como institución social precede necesariamente al tráfico de mujeres y niñas con fines de explotación sexual. Sólo a partir de la conversión del cuerpo femenino en una mercancía puede explicarse que se trafique con mujeres de países en vías de desarrollo para abastecer la demanda de este mercado en los países occidentales (o bien para cubrir las necesidades de algunos países en desarrollo que han hecho del turismo sexual una de sus principales fuentes de ingresos). La participación forzada de mujeres de otros países en este mercado revela, de un lado, que la oferta autóctona de los países desarrollados no es suficiente para cubrir la demanda (lo que a su vez pone de manifiesto la relación entre la dimensión de la oferta voluntaria y las condiciones objetivas del colectivo social de las mujeres en una sociedad dada), y de otro lado, que estamos ante un negocio rentable, tan rentable que las mafias locales e internacionales han hecho del tráfico y trata de mujeres y niñas una de sus principales actividades criminales, utilizando métodos de extorsión y control cada vez más racionalizados.
En
todo caso, si el tráfico de seres humanos con fines de explotación sexual
afecta a las mujeres y no a los hombres, si es a las mujeres a quiénes las
mafias obligan a ejercer la prostitución, es porque el uso como mercancía
sexual de los cuerpos femeninos está socialmente institucionalizado, lo que no
sucede con los cuerpos masculinos. Y es esta institucionalización del uso del
cuerpo femenino como mercancía sexual la que explica tanto la existencia de una
oferta voluntaria como de una oferta forzada en el mercado de la prostitución,
ofertas indisociables ambas de la desigualdad de género sobre la que descansa
dicho mercado.
Por
último, cualquiera que sea el modo de acceder a este mercado por parte de las
mujeres prostituidas, y las razones para mantenerse en él, todas ellas son
objeto, dentro de dicho mercado, de una misma explotación.
Maqueda,
al calificar la prostitución forzada como “una
de las formas más graves y persistentes de violencia de género”, está
reconociendo que las mujeres traficadas y obligadas a prostituirse son víctimas
de una explotación relacionada con su pertenencia al género femenino. Ahora
bien, es obvio que esta violencia de género sufrida por las prostitutas
traficadas tiene que ver con la naturaleza de la actividad que se les impone.
No hay que olvidar que estas mujeres dejan sus países de origen bajo la promesa
de un empleo y unos ingresos en el país de destino, empleo e ingresos en los
que ellas están interesadas, ya que en caso contrario no se marcharían. Si en
lugar de tenerles reservada esta ocupación les tuvieran reservada cualquier
otra (por ejemplo, dependientas, camareras o recolectoras agrícolas), la
imposición de realizar esa otra actividad supondría sin duda una explotación
económica, en la medida en que se las empleara en condiciones ilegales y se las
obligara a entregar todos o gran parte de sus ingresos para reembolsar una
deuda muy superior a los gastos de transporte y viaje. Pero en ese caso no se
hablaría de violencia de género ni de
explotación sexual. Si se utilizan
estos términos es porque, además de ser víctimas de extorsión económica por
parte de sus controladores, estas mujeres están siendo utilizadas como
mercancía sexual, en virtud precisamente de su pertenencia al grupo social
“mujeres”. Cabe añadir que están siendo utilizadas como mercancía sexual en
contra de sus deseos, pero esta precisión es innecesaria, porque ¿qué persona
desea ser utilizada como mercancía sexual? El rechazo (o al menos el rechazo
inicial) de las mujeres traficadas a la realización de esta actividad es el
mismo rechazo de todas las mujeres a ser usadas sexualmente por los hombres, a
que se les impongan relaciones sexuales no deseadas. Pero este carácter de
mercancía sexual de las prostitutas, y los contactos sexuales no deseados que
configuran el contenido de su actividad, son aplicables a todas las mujeres
prostituidas, con independencia de que se encuentren en este mercado
“voluntariamente” (por dinero) o por imposición de terceros.
Sin
duda, la situación de las mujeres traficadas y obligadas a prostituirse bajo
condiciones de semiesclavitud (a veces literalmente secuestradas por sus
controladores) no es equiparable a la de las mujeres que se prostituyen de
forma autónoma por dinero. Pero lo que distingue ambas situaciones, y todas las
intermedias, son las condiciones de vida externas de las mujeres que ofertan
sus cuerpos en el mercado sexual, no su estatuto de mercancía dentro de dicho
mercado. Para los usuarios de estos
cuerpos, no hay diferencia entre unos y otros, más allá de su gusto por la novedad y el exotismo de los cuerpos de las mujeres subsaharianas, eslavas, brasileñas,
etc. Y resulta muy sorprendente que los reglamentaristas no se refieran nunca a
estos usuarios que saben perfectamente, como lo sabe ya todo el mundo, que los
cuerpos ofertados pertenecen mayoritariamente a mujeres traficadas que están en
este mercado por la fuerza, lo que a ellos no les impide usarlos para entretenerse, sin que este uso les plantee ningún
problema de conciencia. ¿Cómo se puede denunciar la explotación sexual de las
mujeres traficadas sin mencionar siquiera a las personas que usan sexualmente a
esas mujeres, a los hombres que aprovechan la oferta forzada de sus cuerpos
para la realización de unas prácticas sexuales que ellas no desean?
Porque
los reglamentaristas, al denunciar la explotación sexual de las mujeres que son
forzadas a prostituirse, están reconociendo que estas mujeres, que son hoy
mayoría en el mercado de la prostitución, no desean ser usadas sexualmente por
los demandantes de sus servicios (en la lógica de Maqueda, todos los servicios
serían para ellas “servicios no deseados”). Y sin embargo, propugnan que esta
utilización sexual de sus cuerpos que la mayoría de las mujeres prostituidas
rechazan, lo mismo que el resto de las personas sin distinción de sexo (para
los hombres, el uso sexual de sus cuerpos por otras personas representa una
humillación superior incluso que para las mujeres, en la medida en que implica
que se les está tratando como si fueran mujeres), se convierta en una práctica
comercial legal y se regule como una actividad laboral, apelando a que hay unas
cuantas mujeres que optan voluntariamente por prostituirse y hay que respetar
su elección individual.
Estatuto de prostituta, voluntariedad y relaciones de género
Maqueda echa en cara a las feministas abolicionistas que, al explicar el
proceso que lleva a algunas mujeres a prostituirse remitiéndose a su contexto
social, a su situación económica y a su historia personal, están negando a
estas mujeres su capacidad de decidir por sí mismas y las están relegando a la
condición de infrasujetos. De este modo, no sólo establece un corte imposible
entre prostitución voluntaria y forzada, sino que también establece un corte
arbitrario entre las prostitutas como seres humanos individuales y la sociedad
que las rodea. Pone así de manifiesto una visión naturalista de los
comportamientos humanos, porque sólo un pensamiento que considera lo
“individual” y lo “social” (o lo “privado” y lo “público”) como pertenecientes
a dos órdenes de fenómenos distintos, puede postular que los deseos, las
aspiraciones, los sentimientos, las decisiones y los comportamientos de los
individuos son de naturaleza asocial y pueden explicarse al margen de la
sociedad a la que esos individuos pertenecen.
Por supuesto que hay mujeres que, utilizando los márgenes de libertad de
los que disponen en un momento dado, pueden tomar la decisión de recurrir al
mercado del sexo para conseguir dinero (en general, en un primer momento, con
la idea de utilizar este recurso temporalmente), e incluso pueden
posteriormente decidir “ganarse la vida” de este modo. Por supuesto también
que, como en el caso de cualquier otro individuo, su decisión (tanto su
decisión inicial de recurrir a esta vía de obtención de ingresos, como su
decisión posterior de utilizarla como medio de vida) está condicionada y
propiciada por múltiples factores, entre ellos su pertenencia al grupo social
“mujeres”, su situación económica y sus
circunstancias personales y familiares presentes y pasadas. Es un hecho
así mismo que algunas de estas mujeres, que han adoptado la prostitución como
medio de vida, reclaman el establecimiento de unos “derechos” asociados al
ejercicio de su actividad (podemos obviar incluso la influencia que en estas
reclamaciones tienen determinados grupos autodenominados de defensa de los
derechos de las prostitutas, grupos cuyos objetivos están en plena sintonía con
los del proxenetismo organizado). Ahora bien, inferir a partir de aquí que 1)
estas mujeres no son víctimas de explotación en el mercado del sexo porque
están voluntariamente en él y 2) la mejor forma de apoyarlas es atender sus
reclamaciones y regular su actividad, es incurrir en un doble error y denota
una incomprensión absoluta de cómo opera el sistema de género.
No se puede defender a las prostitutas de carne y hueso sin cuestionar
previamente su estatuto de prostituta (de mercancía sexual que puede ser
adquirida y consumida). Del mismo modo que tampoco se puede defender a las amas
de casa de carne y hueso sin cuestionar previamente su estatuto de ama de
casa (de persona económicamente dependiente) ni, en general, defender a
las mujeres reales de carne y hueso sin cuestionar previamente el estatuto de mujer,
con sus diversas variantes, en el que nos encierra el
sistema social de género. La asunción voluntaria, incluso complaciente,
de las funciones que el patriarcado nos tiene encomendadas es uno de los
mecanismos más eficientes de mantenimiento y reproducción del sistema de género
(y, en general, de cualquier sistema de explotación social). Todo es mucho más
fácil y funciona mejor si existen medios y presiones sociales para que las
propias víctimas se adapten a su papel y cumplan con su función
voluntariamente, sin tener que recurrir a la violencia física (violencia cuyo
ejercicio y amenaza quedan, en todo caso, como recursos que siempre es posible
utilizar cuando las
víctimas se resisten).
Entre las funciones atribuidas hoy a las mujeres en las sociedades
patriarcales occidentales, la de atraer y complacer sexualmente a los hombres
ocupa un lugar primordial. En el ámbito de las relaciones heterosexuales, las
mujeres encarnan “el sexo”. Los hombres utilizan el término “mujeres” como
indicativo de un objeto que se puede degustar y consumir, de un placer mundano
que se puede disfrutar, al mismo nivel que la comida o el vino. El cuerpo
femenino ha sido objetualizado, erotizado, sexualizado. Este cuerpo no es
simplemente la forma física de estar en el mundo de una parte de los seres
humanos (los que tienen un aparato reproductor femenino en lugar de masculino).
No: el cuerpo femenino es en sí mismo un objeto sexual, que puede ser usado y
consumido por los seres humanos que tienen un aparato reproductor masculino
(estos últimos, los hombres, simplemente tienen un sexo, unos deseos sexuales,
pero en ningún caso su cuerpo puede reducirse a “sexo”, como el de las mujeres).
Las pautas estéticas que rigen hoy para las mujeres en las sociedades
occidentales tienden a acentuar cada vez más esta sexualización del cuerpo
femenino, convertido en un objeto que puede ser moldeado a conveniencia, por
una industria de cirugía estética en expansión, para adaptarse a los gustos
vigentes (tetas voluminosas y erguidas, cuerpo estilizado y con curvas, culo
firme, piel tersa …). La moda contribuye asimismo a esta socialización del
cuerpo femenino, con una legión de estilistas que proponen para las mujeres un
tipo de “atuendo” muy diferente al que usan los hombres. Las prendas
confeccionadas para las mujeres tienden cada vez más a marcar las formas del
cuerpo femenino y a dejar algunas de sus partes al descubierto, con objeto de
que éste cumpla adecuadamente su función (y ello desde edades bien tempranas,
con miles de niñas y adolescentes con el ombligo al aire en pleno invierno).
Desde muy pequeñas, las chicas aprenden a adaptar su cuerpo a este uso. Muy
pronto estar guapas y “sexys” se convierte en una de sus aspiraciones
fundamentales, y para conseguir este objetivo se pliegan voluntariamente, desde
la adolescencia, a las servidumbres que la moda les impone (servidumbres que no
se ven presionados a soportar los chicos de su edad).
La identificación social de las mujeres con esta función de su soporte
corporal se manifiesta especialmente en el “look” adoptado por travestis y
transexuales. Para los travestis, vestirse de mujer equivale a llevar una cara
embadurnada de maquillaje, unos ojos bien pintados, unos morros bien rojos, una
melena larga y tupida, unos tacones bien altos, una ropa ceñida… (en
definitiva, ponerse un disfraz con el que tratan de emular el aspecto físico
que ellos consideran representativo de una “mujer” y que en realidad es similar
al que muchas mujeres adoptan habitualmente, sólo que más exagerado). En cuanto
a los transexuales varones que se identifican con las mujeres, la asunción de
su “identidad femenina” (una identidad construida socialmente, lo mismo que la
masculina), pasa también por adoptar el aspecto físico que consideran
característico de tal identidad, lo que incluye, en muchas ocasiones,
hormonarse y operarse para adaptar su sexo anatómico a su “sexo mental”. Para
ser una “verdadera mujer” (y no sólo “sentirse mujer”, esto es, sentirse más
cómodos dentro de la construcción social de la identidad femenina que de la
masculina) algunos transexuales necesitan adaptar su cuerpo a las formas y
pautas estéticas asociadas a la función erótica y sexual atribuida a las
mujeres en las sociedades patriarcales occidentales.
Las prostitutas son la encarnación por antonomasia de esta función
femenina inherente a las relaciones sociales de género. Su “oficio” consiste
justamente en dar un servicio sexual a los hombres, a cualquier hombre que se
lo demande. Su “look” característico, que permite identificarlas en cualquier
esquina, responde justamente a esa función: escotes bien pronunciados, ropa
bien ceñida, minifaldas mínimas y tacones imposibles. Da igual que sea verano o
invierno, porque de lo que se trata es de mostrar el “género” que ofrecen. La
socialización de sus cuerpos es tan extrema que éstos son literalmente
expuestos en un mercado, como si fueran ganado. En algunos países, se exhiben
completamente desnudos tras los escaparates, para que sus consumidores puedan
elegir y acceder al que mejor les parezca.
La relación entre el comprador de servicios sexuales y la persona que
ofrece su cuerpo para satisfacerlos es, siempre, una relación de sujeto a
objeto, porque lo que el primero demanda, cualquiera que sea la percepción
subjetiva de la segunda, es un cuerpo sin más, cuánto más joven mejor. La
prostitución despoja a las mujeres prostituidas de su condición humana, de su
naturaleza de seres pensantes dotados de razón e inteligencia, y las reduce a
una condición puramente animal: en tanto que prostitutas, ellas son solamente
una anatomía femenina, una masa de carne, unas tetas, unos agujeros (boca,
vagina, ano) en los que introducir los órganos genitales masculinos. Ellas
personifican la condición de “sexo”, de placer degustable y consumible
atribuida a las mujeres en general. La asunción voluntaria de esta función por
parte de algunas prostitutas no sólo no modifica sus relaciones objetivas con
los consumidores de servicios sexuales, sino que facilita su utilización por
parte de éstos.
Mantener que las mujeres que ejercen la prostitución voluntariamente no
son víctimas de explotación sexual es negar el carácter objetivo de las
relaciones sociales de explotación, que no dependen del mayor o menor grado de
adaptación de las víctimas a su situación. Según este criterio de la
voluntariedad, las mujeres que quieren y eligen ser amas de casa (todavía
muchas) no serían víctimas de las relaciones de dependencia económica que las
mantienen sujetas a sus mantenedores, las mujeres que quieren seguir ligadas a
sus maltratadores no serían víctimas del maltrato que éstos les infringen o, en
general, las mujeres que aceptan gustosas las funciones asociadas a su estatuto
de mujer (por ejemplo, la responsabilidad de las tareas domésticas y del
cuidado de las personas dependientes), no serían víctimas de la desigualdad de
género.
Si hay mujeres que, aprovechando la existencia de una demanda masculina
de cuerpos femeninos, deciden utilizar el suyo para conseguir dinero (en el uso
de su libertad, como dicen los reglamentaristas), no podemos impedírselo, como
tampoco podemos impedir que haya mujeres que decidan abandonar su trabajo
remunerado al casarse o al tener hijos, o que decidan seguir viviendo con sus
maridos maltratadores. Pero, desde una posición política feminista, lo que de
ningún modo puede hacerse es apoyar, confortar ni mucho menos reivindicar estas
opciones vitales, que sirven objetivamente los intereses
patriarcales y refuerzan el sistema de género.
Necesidades específicas de las prostitutas e intereses generales de las
mujeres
El conflicto entre el corto y el medio plazo ha estado siempre presente
en la acción política del movimiento feminista desde mediados del siglo XIX. Hay
feministas que dan prioridad al corto plazo y centran sus energías en mitigar
los problemas más acuciantes de las mujeres y en conseguir reformas
legislativas que mejoren las situaciones de determinados colectivos femeninos
(minoritarios o mayoritarios) en un momento histórico dado, sin cuestionar las
razones últimas de tales situaciones. Con ello, pueden hacer más fáciles las
vidas de dichas mujeres en ese momento, al precio de fijar en el tiempo las
condiciones
concretas de su forma de vida, de dejar inscritos en las leyes un
reconocimiento y un tratamiento de estas condiciones que resultan
contraproducentes, a la larga, para todas las mujeres. Las feministas que dan
prioridad al medio plazo, por el contrario, centran sus energías en la
consecución de medidas y objetivos que reduzcan la brecha existente entre
hombres y mujeres, que debiliten las relaciones sociales de género (las
relaciones sociales de poder de los hombres sobre las mujeres), que incentiven
a las mujeres más sojuzgadas para salir de las situaciones de dominación en las
que se encuentran atrapadas y que supongan, en fin, un avance para el conjunto
de las mujeres de las generaciones presentes y futuras.
En la década de los setenta, determinados sectores del movimiento
feminista en Europa, especialmente significativos en Italia, reivindicaban un
salario para las amas de casa (ocupación mayoritaria en aquel momento entre las
mujeres en edad de trabajar), entendiendo que este salario supondría un
reconocimiento oficial del valor económico del trabajo doméstico realizado por
las mujeres en sus hogares y mitigaría la falta de autonomía económica de las
amas de casa. Afortunadamente, esta reivindicación no fue secundada por el
grueso del movimiento, que entendía, por el contrario, que una prestación
económica
asociada al trabajo doméstico actuaría como un incentivo para que las
mujeres se quedaran en casa y contribuiría a encerrarlas en una función que
impedía su acceso en igualdad de condiciones al mercado laboral, reforzando las
diferencias de género.
Actualmente, la mayor parte de las feministas se oponen a todas las
medidas de política económica que incentivan el trabajo de las mujeres dentro
de casa o su dedicación al cuidado de los niños (también a las medidas que
suponen un incentivo para dedicarse al cuidado de familiares dependientes en el
reciente Proyecto de Ley de Dependencia aprobado por el gobierno), a pesar de
que estas “ayudas” económicas contribuirían a mejorar la situación de las
mujeres que ya se dedican a estas tareas y a pesar también de que algunas de
estas mujeres demandan tales ayudas. Así, un sector importante del feminismo
tiene hoy muy claro que se deben primar los objetivos a medio plazo sobre los
intereses a corto plazo de algunas mujeres concretas, y que lo que hay que apoyar
son las medidas que incentiven a las mujeres para salir de sus funciones
tradicionales, y no las que conforten social o económicamente el ejercicio de
dichas funciones.
Ante el fenómeno de la prostitución, los reglamentaristas (entre los que
se encuentran, desgraciadamente, muchas mujeres y grupos autoproclamados
feministas) alegan, como argumento fundamental, las reivindicaciones de las
propias prostitutas, que reclaman para su medio de ganarse la vida el mismo
tratamiento que para cualquier otra actividad laboral. Vamos a obviar el hecho
de que el porcentaje de mujeres prostituidas que defiende activamente estas
reivindicaciones es puramente anecdótico. Vamos a obviar también el hecho de
que detrás de estas reivindicaciones se encuentran siempre grupos y personas
que no ejercen la prostitución, pero sí viven de ella. Y vamos a obviar así
mismo la utilización interesada que estos grupos y personas hacen de las
prostitutas vinculadas a ellos. Vamos a admitir, en suma, que hay prostitutas
que reivindican su forma de vida y quieren que sea regulada como una actividad
laboral. ¿Significa esto que su propuesta es válida y debe ser atendida?
¿Simplemente porque procede de ellas? ¿Debe considerarse el criterio de estas
mujeres sobre la prostitución más valido que el de cualquier otra mujer
preocupada por el tema?
Los testimonios y la información que pueden aportar las prostitutas a
partir de su experiencia, lo mismo que las ex prostitutas, no sólo son
enormemente valiosos, sino que resultan imprescindibles para la comprensión de
esta actividad. Pero, para interpretar y analizar esta información, y el resto
de los datos que conforman el fenómeno de la prostitución, no están en mejores
condiciones que las mujeres que no son prostitutas. Al contrario, en la medida
en que todas las personas tienden a justificar teóricamente sus prácticas
vitales, su implicación en el mercado del sexo supone una dificultad para el
análisis objetivo del mismo. No es casual que en las filas abolicionistas no
encontremos a mujeres prostitutas (aunque sí a muchas ex prostitutas, algunas
tan activas y experimentadas como Somaly Man): la asunción voluntaria del
estatuto de prostituta no es compatible con el cuestionamiento teórico de este
estatuto (eso supondría negarse a sí misma), de modo que no podemos esperar que
las prostitutas, mientras lo sean por decisión propia, se impliquen activamente
en el combate político contra la institución de la prostitución.
En todo caso, la existencia de la prostitución, contra lo que mantienen
los reglamentaristas, concierne a todas las mujeres, incluso a las que no les
importa nada el tema porque piensan que no va con ellas.
La expansión de una práctica comercial que trata el cuerpo femenino como un instrumento sexual para los hombres tiene implicaciones importantes para todas las mujeres. Y no sólo por el valor de símbolo que este tratamiento del cuerpo femenino puede tener en la consideración social de las mujeres en general. La representación ideológica de las relaciones entre hombres y mujeres que esta práctica presupone y refuerza al mismo tiempo, no puede dejar de tener consecuencias sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres concretos. Para comprar y consumir el cuerpo de una mujer, primero hay que considerar normal esta compra, hay que tener interiorizada la idea de que este consumo es posible, de que un cuerpo femenino puede disociarse de la persona a la que pertenece y ser usado a voluntad por su consumidor. Y esta visión implícita del cuerpo femenino como un objeto que puede disociarse de su portadora y ser usado por cualquier hombre incide necesariamente sobre las relaciones de los consumidores habituales de prostitución con todas las mujeres de su entorno, pero también sobre las relaciones de los hombres con las mujeres en general, en la medida en que la práctica masculina de consumir cuerpos de mujeres en la prostitución esté institucionalmente asentada y sea considerada normal por el conjunto de la sociedad.
La expansión del comercio prostitucional produce inevitablemente una
normalización social del uso del cuerpo femenino como instrumento de placer,
así como una familiarización con este uso, desde edades muy tempranas, en el
conjunto de la población masculina. Por ello, lejos de contener las agresiones
y violencias sexuales sobre el resto de las mujeres (la famosa “función social”
de las prostitutas invocada cínicamente por los defensores de este mercado), el
avance y consolidación del comercio prostitucional produce también un
incremento de las agresiones sexuales en su modalidad no comercial, reforzando
la violencia de género sobre las mujeres en general.
Por otro lado, las prácticas más demandadas en un momento dado en el
mercado del sexo, y aceptadas por la mayoría de las prostitutas para conseguir
la contraprestación monetaria buscada, sirven como referencia para modelar los
gustos sexuales masculinos en ese momento (no sólo de los usuarios habituales
de prostitución), de modo que muchos hombres querrán ponerlas en práctica
también con sus novias, amigas y cónyuges, originando no sólo problemas de
orden práctico en las relaciones sexuales de pareja, sino también problemas
psicológicos a mujeres que las rechazan y piensan que, por ello, tienen un
problema que debe ser tratado en una consulta de “sexología”.
Cualquier mujer está legitimada para debatir sobre la prostitución, y el
punto de vista de una mujer no prostituta no puede ser considerado, a priori,
menos válido que el de una prostituta. Los reglamentaristas suelen acusar de
paternalismo a las feministas que se oponen al ejercicio de la prostitución y
demandan medidas de reinserción para las mujeres prostituidas, en la medida en
que ello supone, según su criterio, considerar a las prostitutas incapaces de
saber por sí mismas lo que les conviene. El verdadero paternalismo, sin
embargo, es el que refleja la actitud de las personas que promueven y dirigen
las asociaciones autodenominadas “de defensa de los derechos de las
prostitutas”, que no tratan a las mujeres a las que pretenden defender como
personas capaces de pensar y analizar su propia situación, no intentan
profundizar y debatir con ellas las razones que las han abocado a prostituirse.
Su “respeto” a la “libertad de elección” de estas mujeres se traduce en
considerar esta elección como un dato intocable, no cuestionable. Su forma de
apoyarlas consiste en darles la razón en todo lo que dicen, en confortarlas
ideológicamente sobre la validez de su “trabajo” y en orientar sus
reivindicaciones hacia la mejora de sus “condiciones laborales”, sin plantear
ninguna salida para su forma de vida. Su actitud es equiparable a la de una
organización de beneficencia que ayuda a sus protegidos a sobrellevar su
“carga” sin preguntarse por los motivos de ésta, como quién suministra comida a
los pobres sin entrar en las causas de su indigencia.
Por lo demás, aún suponiendo que las reivindicaciones reglamentaristas
beneficiaran efectivamente a las mujeres que están en la prostitución
voluntariamente (lo que es dudoso), desde una posición política feminista no
pueden anteponerse, de ningún modo, los intereses a corto plazo de un grupo de
prostitutas sobre los intereses a medio y largo plazo del conjunto de las
mujeres.
El objetivo abolicionista es un objetivo político a medio plazo. La
prostitución es una práctica de carácter social, no natural (por tanto,
modificable y no inevitable). Por ello, frente a la pretensión de mejorar las
condiciones concretas del ejercicio de la prostitución para unas cuantas
mujeres, al precio de dejar inscritas en la legislación esas condiciones de
vida como una opción normal para cualquier mujer, el abolicionismo opone la
pretensión de crear las condiciones que hagan posible la desaparición de esta
práctica social, lo cual implica, como es lógico, actuar en muchos ámbitos
simultáneamente. Por lo que respecta al terreno de la política económica,
frente a la demanda reglamentarista de unas prestaciones
públicas que incentiven el ejercicio de la prostitución, el
abolicionismo demanda medidas que supongan un incentivo para abandonarlo,
aunque ello pueda, de entrada, hacer más difícil la vida de algunas
prostitutas.
Reglamentación, estigmatización y tráfico
Los reglamentaristas reclaman la equiparación legal de las trabajadoras
del sexo con los trabajadores de cualquier otro sector, apelando al derecho
de estas mujeres a utilizar su cuerpo como quieran y a ejercer su actividad en
condiciones adecuadas de seguridad y salubridad. Se trata, por tanto, de
garantizar a las prostitutas las prestaciones económicas y sociales asociadas
al estatuto de trabajador, lo que implica reivindicar que se las reconozca
legalmente como profesionales. ¿Profesionales de qué? ¿Cuál es la cualificación
y experiencia que estas mujeres podrán alegar en sus currículos frente a
eventuales expectativas de empleo en cualquier otro sector de actividad?
¿Chupar pollas y hasta tragarse el semen? ¿Expertas en franceses, griegos,
completos, besos negros, lluvias doradas o cualquier otro
eufemismo empleado habitualmente en su argot para designar las prácticas
demandadas en cada momento por los consumidores de sexo? ¿Debemos entender que
están condenadas a ser siempre trabajadoras del sexo, y que por ello
debe estar prevista, para ellas, una edad de jubilación anterior a la del resto
de los trabajadores?
Cualquier intento de considerar la prostitución no ya como una actividad
profesional cualquiera, sino simplemente como una actividad neutral a las
relaciones de género resulta imposible de sostener sin caer en el absurdo. ¿Va
a tener la ampliación del abanico de posibles empleos en el mercado laboral,
con la creación legal de esta nueva actividad profesional, una
correspondencia en el ámbito de la educación, la formación y el reciclaje
profesional? ¿Qué tipo de políticas de género encaminadas a eliminar la
segregación sexual del mercado de trabajo deberían seguirse respecto a este
nuevo campo de actividad? ¿Hacer campañas para impulsar la participación de los
hombres, se entiende que para satisfacer también la demanda masculina, puesto
que la femenina es prácticamente inexistente? ¿Habrá que regular una objeción
de conciencia para las mujeres registradas en el paro que rechacen este trabajo
cuando las llame el INEM para cubrir un puesto vacante en algún puticlub?
Teniendo en cuenta que la mayoría de las mujeres prostituidas actualmente son
inmigrantes sin papeles ¿se les ofrecerá la posibilidad de regularizar su
situación en el país si son contratadas legalmente por algún empresario del
sexo con la documentación en regla? ¿O se las expulsará al quedar fuera de los
cauces legales establecidos para la prestación de este tipo de servicios
profesionales?
El comercio sexual puede ser regulado legalmente. Algunos países ya lo
han hecho y otros, como el nuestro, están contemplando la posibilidad de
hacerlo. La “prestación de servicios sexuales” puede ser incluida en
Clasificación Nacional de Actividades Económicas y en las Tarifas del Impuesto
sobre Actividades Económicas a los efectos de su cómputo y tributación en la
economía oficial. Las mujeres que quieran ejercer la prostitución por cuenta
propia podrán darse de alta como autónomas en la Seguridad Social y practicar
su actividad en los lugares reservados al efecto (con toda seguridad, en
locales cerrados, o bien en determinados espacios abiertos, expresamente
acotados y situados en lugares periféricos, con objeto de no molestar con su
visión a la ciudadanía). Las que quieran ejercerla por cuenta ajena, podrán ser
contratadas legalmente por proxenetas convertidos de la noche a la mañana en
respetables empresarios, y quedarán sujetas a los derechos y obligaciones de
cualquier trabajador. Todo ello supondrá la bendición oficial, la elevación al
rango legal de una institución social que hasta ahora se mantenía dentro de un
limbo alegal, lo que consagrará la legitimidad de utilizar el cuerpo
femenino como mercancía e introducirá los beneficios derivados de este uso en
el circuito económico oficial, incrementando las arcas del Estado, que también
se verá beneficiado con la recaudación correspondiente y pasará a ser un
proxeneta más. Pero de ningún modo convertirá la prostitución en un trabajo
como otro cualquiera.
Los reglamentaristas asocian la estigmatización de las prostitutas con
la falta de reconocimiento legal de su actividad y la criminalización de su
entorno, por lo que alegan siempre, como uno de los motivos de defensa de la
legalización, que ésta permitirá “dignificar” a las trabajadoras del sexo.
En esta línea, Maqueda señala en su artículo que “Criminalizando su entorno
y sus relaciones no se les protege, sino que se les oculta en la
subcultura de lo desviado, garantizando su victimización. La prohibición crea
estigma, aislamiento y mayores dosis de vulnerabilidad e indefensión para sus
supuestos beneficiarios.”
Esta vinculación entre el estigma de las prostitutas y la ilegalidad de
la prostitución pone de manifiesto, una vez más, un punto de vista idealista,
que atribuye la nula valoración social de las prostitutas a criterios morales e
ideológicos ligados a la falta de reconocimiento legal de su actividad. La
regulación legal de la prostitución, según esta visión, la convertirá en un
trabajo respetable y permitirá modificar esos criterios morales, modificando
asimismo la valoración social de las personas prostituidas.
La realidad, sin embargo, es que el valor atribuido por la sociedad a
las personas que desempeñan una determinada actividad no deriva de las ideas
existentes sobre las tareas que realizan. La consideración social de una
profesión, el valor que la sociedad atribuye a las personas que ejercen unas
determinadas funciones, están determinados por el lugar jerárquico objetivo que
estas personas ocupan dentro de la escala social, por las cotas de poder y
autoridad que el desempeño de sus funciones les permite alcanzar.
La sociedad española actual dista mucho de ser moralista en materia
sexual. Respecto al consumo de prostitución, concretamente, es enormemente
permisiva. Pero, aunque la aceptación social de la prostitución sea muy amplia,
ello no impide, ni puede impedir, que las personas prostituidas estén
estigmatizadas, sea cual sea el estatuto legal de su actividad.
Porque la estigmatización social de las prostitutas deriva justamente de
la función desempeñada en su calidad de tales, una función que, como se ha
señalado repetidamente, las convierte en un objeto de placer en venta, las
despoja de su naturaleza de personas dotadas de razón e inteligencia y las
reduce a una condición animal, a una mera masa de carne que puede ser manoseada
y penetrada por todas partes. Y esta función es un hecho objetivo, que no tiene
nada que ver con la legalidad o ilegalidad de la prostitución, ni con la
moralidad o amoralidad de la sociedad.
Si la estigmatización social de las prostitutas fuera consecuencia de la
condena moral del sexo comercial, o de su falta de cobertura legal, esta
estigmatización alcanzaría al conjunto del mercado sexual y a todos los que
participan en él, empezando por los consumidores de servicios sexuales. Pero no
es la prostitución, sino la prostituta, la que está estigmatizada: el
consumidor de sus servicios, lejos de ser despreciado, es celebrado por
sus colegas masculinos, ya que para ellos este consumo es un acto de dominio
sobre las mujeres y refleja su poder sobre ellas.
Se puede alegar que la sociedad tiene una doble moral en materia sexual
(lo cual es cierto), pero precisamente esta doble moral refleja los diferentes
roles sexuales atribuidos a hombres y mujeres en las sociedades patriarcales:
el hombre es el sujeto, con deseos y necesidades sexuales, mientras que la
mujer es el objeto de deseo del hombre. Las prostitutas personifican justamente
esta función femenina de objeto de placer consumible por los hombres. Lejos de
presentar un comportamiento transgresor que desafía el modelo sexual femenino,
como sostienen algunas feministas reglamentaristas, las prostitutas encarnan un
modelo femenino paradigmático: ellas son “sexo” puro y duro, a disposición de
todos los hombres (la mujer “decente”, que es el modelo contrario, está
disponible sólo para un hombre, con el que mantiene una relación más amplia que
la puramente sexual, razón por la cual, aunque también está desvalorizada, no lo
está tanto como la “puta”, en la medida en que su función no se reduce
exclusivamente a ser un instrumento de placer para otros).
No es posible disociar la función de la prostituta de los modelos de
comportamiento sexual que determina el sistema de género para hombres y
mujeres. Y no es posible disociar el estigma que acompaña a las personas
prostituidas de la función que estas personas desempeñan en el mercado del
sexo, función que es exactamente la misma con o sin legalización. Por otro
lado, si la falta de cobertura legal no impide la valoración positiva del
consumo de prostitución por los hombres ¿por qué se piensa que sí incide sobre
la valoración negativa de las prostitutas?
Precisamente, esta estigmatización ligada a su función es la que lleva a
muchas prostitutas a no registrarse como tales en los países en los que su
actividad se ha regulado legalmente. Porque, una vez registradas oficialmente
como prostitutas, una vez que su ocupación es transparente, conocida por todas
las personas que las rodean, podrán ser tratadas y despreciadas como prostitutas
no sólo por los hombres que consumen sus servicios en los lugares habilitados
al efecto, sino también por todas las personas con las que tengan contacto habitualmente
en sus vidas cotidianas (sus vecinos, el portero de su casa, el frutero de la
esquina, el camarero del bar, la cajera del supermercado…). Por lo que respecta
a los hombres, el conocimiento de su ocupación no les llevará sólo a
despreciarlas, sino también a saber que las pueden usar cuando quieran, que
basta con pagar para poder tenerlas porque son mujeres de “uso público”. No hay
que olvidar que el insulto favorito de los hombres hacia las mujeres, su forma
de ponerlas “en su lugar” en cualquier momento y circunstancia (conduciendo, en
una bronca, en una manifestación pública…) es precisamente llamarlas “putas”.
¿Qué tratamiento pueden esperar entonces las prostitutas de los hombres cuando
ellos sepan que este insulto genérico destinado a todas las mujeres se
corresponde exactamente con su ocupación? Su visibilidad social como
prostitutas, lejos de “dignificarlas”, extiende el ámbito de su estigmatización
a todo su entorno social y puede acarrearles muchos inconvenientes en su vida
cotidiana (por ejemplo, agresiones sexuales, tanto verbales como de hecho, por
parte de los hombres que tengan alguna relación con ellas y se crean con
derecho a disponer de sus cuerpos, en tanto que mujeres de uso público).
Otro argumento utilizado habitualmente por los reglamentaristas para
defender la regulación legal de la prostitución es que ésta, al hacer más
transparente el mercado del sexo, facilitará la desarticulación de las redes
criminales y permitirá contener el tráfico y la prostitución forzada (este
argumento es utilizado también por Maqueda cuando propugna favorecer la
transparencia en el mercado de la prostitución como medio para combatir la
prostitución forzada).
Los datos relativos a los países que ya han regulado la prostitución no sólo
no confirman esta relación inversa entre legalización y tráfico, sino que
apuntan en sentido contrario.
En el primer informe sobre trata de personas a nivel mundial, elaborado
recientemente por la Oficina sobre Droga y Delito de Naciones Unidas, las
víctimas de trata se estiman en “millones” de personas, la mayoría mujeres y
niñas destinadas al mercado de la prostitución. Según la información publicada
en El País el 30 de abril de 2006, entre los 137 países identificados como países
de destino de las personas traficadas, el informe distingue diez con una
incidencia “muy alta”, entre los cuales se encuentran los tres
países de la Unión Europea en los que la prostitución ha sido objeto de
regulación legal (Alemania, Holanda y Grecia). En el segundo grupo de países de
destino, calificado por el informe cómo de incidencia “alta”, se encuentran
países como España y Francia, en los existe una política muy permisiva respecto
del consumo de prostitución, aunque el mercado no esté regulado legalmente.
En Australia, según datos aportados por Sullivan y Jeffreys (2001) desde
la legalización de la prostitución en el Estado de Victoria en 1984, el número
de prostíbulos se ha triplicado, y la mayoría trabajan sin licencia con total
impunidad. La industria ilegal, a partir de la despenalización en New South
Wales en 1995, se encuentra fuera de control y el número de prostíbulos en Sydney
se estima en unos 400, la mayor parte sin licencia. En Holanda y en Alemania,
donde la prostitución se ha legalizado en 2000 y 2002 respectivamente, también
se ha incrementado la industria del sexo en su conjunto con posterioridad a la
regulación legal, y el tráfico continúa aumentando.
En realidad, la expansión de la industria del sexo es un hecho en todos
los países de la Unión Europea (excepto en Suecia, donde las dificultades
introducidas al consumo por su nueva legislación, a contracorriente de la
tendencia general, ha obligado a desplazarse a la demanda y al tráfico a los
países limítrofes). Con independencia de los datos empíricos disponibles sobre
los distintos países (muy escasos y poco fiables, dada la dificultad de
obtención de información sobre un tráfico que se mueve continuamente de un
lugar a otro y es opaco por definición), parece lógico que la legalización (lo
mismo que la despenalización, o la permisividad de hecho), al favorecer a la
industria del sexo y estimular la demanda, atraiga más tráfico, en la medida en
que incrementa la rentabilidad del negocio.
La cuestión, por lo demás, no tiene vuelta de hoja: la industria del
sexo es hoy uno de los negocios más rentables de la economía globalizada (junto
con la droga y las armas) y se ha convertido en la principal línea de actuación
de la criminalidad internacional, tanto a pequeña como a gran escala. El
tráfico de personas para la prostitución, además de rentabilidad, presenta
muchas ventajas: el consumo de esta mercancía está bien visto en los países de
destino, las mujeres y niñas se pueden revender tantas veces como se quiera y
la demanda es extremadamente elástica, capaz de absorber lo que la echen. De
esta forma, la globalización del mercado del sexo, potenciando las
posibilidades de valorización de la pobreza, expone hoy a millones de mujeres y
niños excluidos al riesgo de ser víctimas de tráfico y trata para este mercado,
tanto en los países desarrollados como en países en vías de desarrollo que han
convertido el consumo de sexo en su principal reclamo turístico.
Pero el problema de la reglamentación no es sólo que, contrariamente a
lo que sostienen sus defensores, atraiga más tráfico. El problema fundamental
es que la regulación legal, al presentar en el país de destino el “trabajo
sexual” como un trabajo normal, tan legítimo como otro cualquiera, cambiará la
perspectiva desde la cual se contemplan el tráfico destinado a ese trabajo y
las personas obligadas a prostituirse, modificando su calificación oficial.
De un lado, empresarios del sexo legalmente establecidos en el país de
destino podrán recurrir al empleo de “mano de obra” foránea cuando no
encuentren lo que buscan dentro del país, ofreciendo a mujeres de países en
vías de desarrollo un empleo “legal”. Cuándo a estas últimas mujeres se las
informe, por parte de los intermediarios locales, que pueden optar a un empleo
retribuido en la industria del sexo de un país desarrollado, con un contrato de
trabajo legal ¿se harán cargo de qué es exactamente lo que se les está ofreciendo?
¿Adivinarán las mujeres nigerianas (por ejemplo) que el “paraíso” al que se les
permite acceder consiste en chupársela a los hombres occidentales? ¿O vendrán
igual de confundidas sobre la ocupación que les espera que las que son
reclutadas por las mafias para realizar esa misma actividad en régimen de
semiesclavitud? Una vez en el país de destino, ¿tendrán algún motivo para
protestar? ¿Acaso no es cierto que serán consideradas legalmente dentro del
país como “trabajadoras” y disfrutarán de los derechos y prestaciones
establecidos en la normativa laboral para todos los trabajadores? ¿Quién las va
a reconocer oficialmente como víctimas de explotación sexual?
De otro lado, a las mujeres que sigan siendo reclutadas por las mafias
para ofertarlas en el mercado del sexo (obviamente en condiciones ilegales,
porque las redes criminales no van a renunciar a una parte de la rentabilidad
de su negocio cuando el país de destino legalice la actividad objeto de éste),
se las obligará a realizar un “trabajo sexual” reconocido como tal en ese país
y cuyo contenido coincide exactamente con el realizado por las “trabajadoras
del sexo” que están empleadas legalmente. De este modo, dejarán de ser mujeres
sexualmente explotadas y se convertirán en “trabajadoras sexuales” ilegales.
Cuando se persigan los burdeles ilegales, se perseguirán justamente porque son
ilegales, porque no se adaptan a la normativa establecida legalmente en el país
para ese tipo de establecimientos. Pero, dado que en estos burdeles ilegales se
prestan los mismos servicios que en los legales, unos servicios considerados
oficialmente en ese país como un trabajo normal y no como una explotación de
las mujeres que los prestan, ¿tendrá ya sentido hablar oficialmente de
“explotación sexual” de las personas prostituidas en esos burdeles ilegales?
El contenido de la explotación reconocida para estas personas se
desplazará, inevitablemente, hacia el carácter forzado de su trabajo, hacia la
extorsión económica, los chantajes y las amenazas sufridas de sus controladores,
quedando oculto el fundamento último de dicha explotación, que será equiparada
a ejercer trabajos forzados en condiciones ilegales en cualquier otro sector.
La regulación legal, por tanto, no sólo no contendrá el tráfico, sino
que modificará la consideración oficial de este último, tanto en los países de
origen como en los de destino.
Desde la perspectiva de los países de origen, una vez legitimada la “prestación
de servicios sexuales” como un trabajo normal en los países de destino, las
mujeres que vayan a ser contratadas legalmente en la industria del sexo vendrán
a “trabajar”, y las mujeres reclutadas por las mafias destinadas al mercado de
la prostitución vendrán a realizar también un trabajo legítimo, si bien en
condiciones ilegales y bajo el control y la extorsión de las redes locales de
acogida. En cuanto a los países de destino, las mujeres que vengan a
ser contratadas en burdeles legales serán calificadas como “trabajadoras”
y las mujeres que vengan a ejercer la prostitución bajo el control de las
mafias (que actualmente son reconocidas como víctimas de explotación sexual por
los reglamentaristas) serán calificadas como víctimas de trabajos forzados
(igual que pueden serlo los trabajadores agrícolas). No se entiende bien cómo
este cambio de perspectiva producido por la legalización y la “transparencia”
del mercado del sexo puede animar a los cuerpos policiales de los países de
destino a luchar más contundentemente contra el tráfico de mujeres, y mucho menos
se entiende cómo dicho cambio va a ayudar a librarse del riesgo de explotación
sexual a las
mujeres socialmente excluidas de los países en vías de desarrollo.
Liberalismo sexual y sistema prostitucional
La práctica social masculina de usar los cuerpos de las mujeres como objetos
con los que satisfacer sus deseos y fantasías sexuales ha alcanzado hoy unas
dimensiones pavorosas. A pesar de que el feminismo ha conseguido que algunas
modalidades de esta práctica sean tipificadas como delictivas, y consecuentemente
penalizadas, asistimos desde hace ya más de dos décadas a una ofensiva en toda
regla en la utilización de los cuerpos de las mujeres como instrumentos de placer
al servicio de los hombres, a través de sus modalidades “comerciales”. Una
ofensiva patriarcal que actúa como contrapeso a las conquistas logradas en
otros ámbitos, en la medida en que sirve para resituarnos en “nuestro lugar”.
Maqueda, con la pregunta formulada al final de su artículo sobre el
alcance de las pretensiones abolicionistas, pone de manifiesto la realidad y
extensión de esta ofensiva. En efecto, ella se pregunta: “ Pero, además,
¿cuál es la prostitución que se quiere abolir desde el Estado? ¿La callejera,
la de los burdeles y los clubes, que son sus formas más visibles? ¿O se
busca desmontar el mercado de la pornografía, las cabinas, las líneas
eróticas, los anuncios y reclamos de servicios relacionados con el sexo?
¿Dónde fijar la línea de lo indigno y lo degradante?”
La mera formulación de la pregunta anterior, y el modo de formularla,
revela:
1) Que Maqueda considera, acertadamente, que todos estos fenómenos (y
otros más que ella no cita aquí) están relacionados y sirven a la misma
finalidad, por lo que no pueden abordarse separadamente unos de otros.
2) Que le parece inconcebible que se pueda pretender la desaparición del
ingente dispositivo comercial que, en las últimas décadas, se ha montado
alrededor del “sexo” y de los cuerpos de las mujeres (en tanto que encarnación
de dicho “sexo”).
3) Que ella se desmarca de tan inconcebible pretensión, seguramente
porque no quiere convertirse en empresaria de la moral colectiva
estableciendo lo que está mal o bien en las complejas relaciones entre
los sexos (según afirma en otra parte de su artículo).
4) Que, no obstante, admite la posibilidad de que existan elementos indignos
y degradantes para las mujeres en todos estos fenómenos citados (de no ser así,
no tendría sentido su pregunta final sobre dónde fijar la línea de lo
indigno y lo degradante).
Más que de prostitución, debemos hablar hoy de sistema prostitucional,
término acuñado en las filas del abolicionismo para englobar, en un único
concepto, el conjunto de personas, actividades, industrias, instituciones,
intereses, ideas, medios de comunicación y distribución que contribuyen a
sostener un mercado organizado de cuerpos de mujeres y niñas para su
utilización como objetos sexuales. Este concepto tiene la ventaja de poner de
manifiesto, al mismo tiempo: 1) la existencia de relaciones de interdependencia
entre todos los elementos que sostienen el mercado sexual, esto es, su carácter
de sistema y 2) el carácter dinámico y no estático de este dispositivo
comercial construido en torno a los cuerpos de las mujeres (y, cada vez en
mayor medida, también de las niñas y los niños).
Precisamente porque todos sus elementos están relacionados y se refuerzan
unos a otros, cualquier avance en uno de los frentes tendrá un efecto inmediato
sobre el conjunto del sistema prostitucional. Así, la regulación legal de la
prostitución en establecimientos cerrados (como propone la consejera Tura en Cataluña)
dará lugar a un incremento de los anuncios de oferta de sexo en todos los
medios, que ya no tendrán que limitarse a los habituales anuncios por palabras
en las correspondientes secciones de los periódicos, o a los actuales anuncios
nocturnos en la televisión: la publicidad sobre los servicios sexuales de las
mujeres podrá equipararse a la de cualquier otro producto comercial legal, de
modo que podrán aparecer anuncios a toda plana en la prensa escrita y spots
explícitos en horas normales de televisión sobre los estupendos cuerpos
femeninos que pueden hacer las delicias de cualquier hombre en tal o cual club.
Por no hablar del bombardeo continuo (que ya existe) a través de Internet. El
aumento de la publicidad estimulará la demanda y activará el morbo en la
población masculina más joven. Los sex shops, las cabinas, las líneas eróticas,
la distribución y el consumo de productos pornográficos se verán también
potenciados en cuanto las formas más visibles de prostitución sean
legalizadas. Combatir la prostitución en la calle y en los burdeles,
oponiéndose a su legalización, implica combatir también todo el conjunto de actividades
montadas alrededor de la mercantilización del cuerpo femenino, aunque las
modalidades en las que el combate se centra sean sólo una parte del sistema
prostitucional.
Imposible no relacionar este sistema prostitucional, y su expansión continuada
desde los años ochenta, con los cambios registrados en la posición social de
las mujeres en las sociedades occidentales, de un lado, y con el auge del
discurso del “liberalismo sexual”, como parte de la respuesta patriarcal a
dichos cambios, de otro.
El liberalismo sexual, que define la postura adoptada en relación al “sexo”
tanto por las personas políticamente liberales (esto es, individualistas y de
derechas) como por la inmensa mayoría de las personas políticamente
progresistas (defensoras del progreso social en términos colectivos) constituye
el soporte ideológico del sistema prostitucional y garantiza, hoy por hoy, la “intocabilidad”
de dicho sistema por parte de los grupos políticos y movimientos sociales que
promueven, en otros ámbitos, el avance hacia la consecución de relaciones
sociales igualitarias entre todos los seres humanos. Incluyendo aquí a una gran
parte del movimiento feminista, que también ha adoptado, en materia de sexo, la
posición liberal.
Mª Luisa Maqueda se refiere a la sexualidad como una “construcción
social”. Como cualquier otra construcción social debería ser, por tanto,
susceptible de ser analizada en términos de relaciones, intereses, funciones,
contradicciones, implicaciones sociales. Pero cualquier intento de análisis de
esta “construcción social” desde una perspectiva de género será relacionado
inmediatamente con el puritanismo victoriano, tildado de moralista y equiparado
a la posición del conservadurismo más rancio y de la jerarquía eclesiástica.
Una crítica que, hay que reconocerlo, es muy efectiva, porque muy pocas feministas
se atreven a cuestionar nada respecto a la importancia del sexo y a la validez
de las conductas y prácticas sexuales imperantes en las sociedades
patriarcales.
Sheila Jeffreys, una feminista que sí se atreve a abordar el tema de la
sexualidad desde una perspectiva de género, señala a este respecto:
“El problema de la politización del sexo “consensuado” no sólo
estriba en el concepto liberal de intimidad, sino además en otras ideas clave
de la revolución sexual que se han convertido en la opinión ortodoxa sobre el
sexo y que impiden el debate feminista. Una de ellas es la noción del “sexo”,
en todas sus formas “consensuadas”, como un factor bueno, necesario y positivo
para la salud humana. La mentalidad masculina está dominada por una concepción dualista
del sexo: éste se considera o “bueno” o “malo”. Desde 1890 los reformadores sexuales
han luchado contra el puritanismo y los valores considerados contrarios al
sexo, promocionando la idea del sexo como un bien supremo. Al conferirle este
halo de santidad y fomentarlo como el elixir de la vida, se hizo difícil
ponerlo en tela de juicio. Quienes se autoproclamaban progresistas sentenciaban
que la crítica de cualquier forma de expresión sexual suponía rendirse a las
oscuras fuerzas de la represión, de la iglesia católica, de la inquisición y
del puritanismo” (Jeffreys, “La herejía lesbiana”, 1996, pag. 56)
El combate contra el puritanismo y la represión sexual nos ha llevado,
pues, a la sacralización del sexo y a la defensa de cualquier práctica o
fantasía que se considere una forma de expresión sexual. La mayoría de las
personas progresistas, incluidas muchas feministas, cuando se trata de sexo
abandonan su postura política y adoptan un liberalismo profundo: en este
terreno, a diferencia de todos los demás, quedan suspendidos todos los valores
y sólo cabe el respeto a las “elecciones individuales” de cada persona.
Y, sin embargo, está claro que la “construcción social” de la sexualidad
determina, en este ámbito de la experiencia humana, funciones y pautas de
comportamiento diferenciadas para hombres y mujeres, lo cual, sin necesidad de
entrar siquiera en el contenido de esas diferencias, la hace ya sospechosa
desde una perspectiva de género. Ahora bien, dado que la “no pertinencia” de
enjuiciar lo que pasa dentro de este ámbito es precisamente uno de los
elementos que lo definen y lo diferencian de los demás, el dispositivo social
del sexo se encuentra blindado frente a cualquier crítica política en términos
de confrontación de intereses entre grupos sociales.
De este modo, el ámbito de la “sexualidad” funciona, de hecho, como un
ámbito de impunidad respecto a cualquier utilización que se haga de las mujeres
dentro del mismo. Únicamente en casos tasados, como la violación, se considera
hoy, debido a las presiones del movimiento feminista, que tal utilización
atenta contra la libertad sexual de las mujeres, lo cual, siendo la libertad
sexual uno de los pocos valores que no queda suspendido en la posición liberal
sobre el sexo, permite una reprobación social de tales conductas y una sanción
penal de las mismas.
El problema es que el concepto clave, el que permite determinar si se ha
atentado o no contra la “libertad sexual” de las mujeres agredidas, es el
concepto de “consentimiento”: una utilización “consentida” por las mujeres deja
de ser una práctica agresiva y se convierte de inmediato en una práctica sexual
no enjuiciable (considerada implícitamente positiva tanto para quién utiliza
como para quién consiente esa utilización). Y, puesto que nos movemos dentro de
una perspectiva individualista, huelga plantear las diferentes posiciones,
dentro de la estructura social, de las personas que habitualmente “utilizan” y
las personas que habitualmente “consienten”.
Así, una misma acción será valorada diferentemente según que tenga lugar
dentro o fuera del ámbito de la sexualidad. Si se obliga a un prisionero de
guerra a realizar una penetración anal a otro mientras sus guardianes los
jalean y lo graban en vídeo, esa acción será considerada una tortura
intolerable y enjuiciada políticamente por todo el mundo, al margen de la
investigación y juicio al que se someta a sus autores si son descubiertos. La
grabación en un vídeo pornográfico de una penetración anal y variadas otras prácticas
“sexuales” realizadas con una o varias mujeres, para que todos los hombres que
lo deseen
puedan disfrutar del espectáculo (en el “legítimo uso de su libertad
sexual”) será por el contrario defendida tajantemente por las mismas personas
que condenaron escandalizadas la tortura infringida a los prisioneros. ¿Cuál es
la diferencia entre estas dos conductas? ¿Por qué todo el mundo ve claro que a
los prisioneros se les está humillando de forma intolerable y a todo el mundo
le parece normal, en cambio, que se haga lo mismo (o mucho más) con las mujeres
grabadas en un vídeo pornográfico?
La respuesta es que a las mujeres se las utiliza dentro del dispositivo
social de la “sexualidad” y este dispositivo es sagrado. Nadie puede sostener
que, para ellas, esas prácticas “sexuales” grabadas en el vídeo, realizadas en
esas condiciones, fueran deseadas, pero todo el mundo destacará que han “consentido”
en ser utilizadas haciendo uso de su derecho a disponer de su propio cuerpo
(esto es, se han prestado por dinero). Y, puesto que todos los implicados en la
grabación y difusión del vídeo, lo mismo que sus consumidores, actúan en el
ámbito de la sexualidad, lo que hacen no es enjuiciable.
En relación a la noción de “consentimiento”, Sheila Jeffreys destaca:
“Las palabras clave son “consentimiento” y “libre elección”. Un
modelo de sexualidad basado en la idea de consentimiento parte de la supremacía
masculina. Según este modelo, una persona -habitualmente un varón- utiliza de útil sexual el cuerpo de
otra, que no siempre está interesada sexualmente e incluso se puede mostrar
reacia o angustiada. Es un modelo basado en la dominación y la sumisión, la
actividad y la pasividad. No es mutuo. No descansa sobre la participación
sexual de ambas partes. No implica igualdad, sino su ausencia. El concepto de consentimiento es un instrumento que sirve para
ocultar la desigualdad existente en las relaciones heterosexuales. Las mujeres
deben permitir la utilización de su cuerpo; mediante la idea de consentimiento se
justifica y se legitima este uso y abuso. En ciertas situaciones en que la
improcedencia de esta utilización resulta
especialmente patente -por ejemplo, en el caso de una violación callejera-
se les concede a las mujeres un derecho limitado de objeción; sin embargo,
generalmente la idea de consentimiento logra que la utilización y el abuso sexual de las mujeres
no se consideren daño ni infracción de los derechos humanos. En el contexto de esta
aproximación liberal al sexo, se considera vulgar hacer preguntas políticas, por ejemplo, sobre
la construcción del consentimiento y de la libre elección. El consentimiento de las mujeres,
que puede obligarlas a sufrir un coito indeseado o a aceptar su función como
ayuda masturbatoria, está construido a través de las presiones a las que las
mujeres se encuentran sometidas a lo largo de su vida.” (Jeffreys, “La herejía lesbiana”, 1996).
Lo mismo que la “privacidad” y la “intimidad”, ámbitos sociales de
impunidad para las prácticas agresivas contra las mujeres que el feminismo ha
desenmascarado hace ya algún tiempo, también el ámbito de la “sexualidad”,
estrechamente vinculado a los anteriores, se alza hoy como una barrera que nos
impide denunciar las prácticas sociales de explotación que, con consentimiento
o sin él, sufren las mujeres dentro del mismo. No es posible combatir el
sistema prostitucional sin desenmascarar, al mismo tiempo, el discurso del
liberalismo sexual, soporte ideológico de dicho sistema que justifica la
objetualización de las mujeres y su uso como producto comercial en nombre de
nociones engañosas como “consentimiento” y “libertad de elección”, nociones
que, utilizadas en este contexto, sólo sirven para encubrir las relaciones sociales
de desigualdad (entre hombres y mujeres, entre habitantes de países ricos y
pobres, entre adultos y menores) sobre las que descansa actualmente el comercio
sexual.
Madrid, mayo de 2006
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