domingo, 27 de octubre de 2013

Explotación sexual comercial y masculinidad -1-

Explotación sexual comercial y masculinidad
Un estudio regional cualitativo con hombres de la población general. -1- extracto
Autores: José Manuel Salas Calvo y Álvaro Campos Guadamuz
OIT/IPEC                                                                                                                               
Costa Rica
2004
(extracto)

El texto completo se encuentra en



Capítulo II

La Explotación Sexual Comercial en el contexto del patriarcado y la construcción de la sexualidad masculina.
Algunos aspectos teórico conceptuales

Este capítulo lo hemos dividido en dos partes. En la primera, repasamos brevemente algunos conceptos básicos de la ESC y algunas de sus características más importantes. En la segunda, abordamos directamente la cuestión de la masculinidad en el patriarcado, incluyendo el papel que podría jugar en la ESC, situación ante la cual explicitamos nuestra posición.
Como se indicó en la Introducción, la ESC es llevada a cabo sobre todo por hombres, con características sociodemográficas diversas, por lo que es válido preguntarse qué sucede con ellos para que, en determinadas circunstancias, puedan verse envueltos en vínculos sexuales remunerados con personas menores de edad. Por ello, consideramos necesario incursionar, aunque sea en forma breve, en algunos tópicos propios de la sexualidad masculina, que nos permitan un acercamiento a la ESC, precisamente desde un ángulo que no ha sido abordada.
Lo que nosotros sostenemos, de entrada, es que algo pasa con su sexualidad que puede llevarlos a tales prácticas y que el razonamiento de base que sustenta tales conductas requiere ser desentrañado. Por otra parte, la sexualidad masculina debe ser entendida en un contexto concreto que le da sentido y pertinencia.
Ese contexto tiene como gran telón de fondo las condiciones propias del patriarcado y las particulares demandas que este le hace a los hombres en su sexualidad.

A) La explotación sexual comercial.
Algunos apuntes

Se trata de una temática cuya definición y alcances ya han sido tratados en extenso y con pertinencia en otros lugares (Claramunt, 1998; Claramunt, 2002; Claramunt y Sorensen, 2003), por lo que aquí se hará sólo un breve repaso y ubicación particulares.
La ESC tendrá que visualizarse dentro del patriarcado, como una muestra de sus prácticas e instituciones, en las que el poder y el control sobre la vida de otras personas es la nota característica. La ESC no existe como práctica aislada, sino que forma parte de todo un sistema de discriminación y violencia, tal como se expondrá en otros apartados de este capítulo.
Pero, la ESC no sólo nos lleva a las bases mismas del patriarcado. Junto con este, actúa un sistema socioeconómico y político que basa su accionar en la mercantilización de todo; cualquier cosa, persona, situación, institución o hecho de la vida cotidiana se puede comprar o vender. Este juego de mercado, a veces, se lleva hasta el absurdo o hasta el descaro (ya se está vendiendo la luna).
De esta manera, tal compra-venta, puede estar al servicio tanto de fines comerciales per se, como de la satisfacción de privilegios patriarcales.
Ese contexto no puede ser visualizado sino como extremadamente violento. El patriarcado y el sistema mercantilizado son violentos, en tanto extrañan y enajenan a las personas de sus metas de bienestar, solidaridad y amor. Así entendida, esa violencia tiene diversas formas de manifestarse y, muchas de ellas, ejercidas por un grupo particular: hombres. La socialización masculina y las relaciones de poder, que los hombres establecen en el patriarcado, son dispositivos que el sistema ha diseñado para que sean ellos aquellos seres que más cerca están del ejercicio de la violencia contra otros hombres, las mujeres, los niños, las niñas, las personas adolescentes, las personas adultas mayores, la naturaleza...y contra sí mismos (Salas, 2003; Kaufman, 1989; Corsi, 1995). La violencia, pues, está asociada con la condición de género; hay violencia de género.
Dentro de ella, es muy importante visualizar aquella asociada con la sexualidad, una de cuyas expresiones es precisamente la comercialización de los vínculos amorosos y eróticos (o, al menos, así se pretende que sean).
La compra-venta de cuerpos humanos y subjetividades para fines sexuales es una forma de violencia y, dentro de ella, la llevada a cabo con personas menores de edad (menores de 18 años) es la muestra extrema de cómo la “adquisición o compra” de lo que sea tiene validez en el patriarcado mercantilista.
Estamos, en este punto de cara con la ESC de niños, niñas y personas adolescentes, considerada como una de las formas más grotescas y extremas de violación de los derechos humanos de las personas menores de edad.





La ESC es una forma de violación de los derechos humanos de los niños, niñas y adolescentes; además que atenta contra condiciones óptimas para el desarrollo psicosocial de la persona.


Con Claramunt (1998: p. 55) la entendemos como:
“...la utilización sexual de menores de edad, donde medie un fin comercial para la niña o niño, la persona intermediaria, o cualquier otro que se beneficie económicamente de la trata de niños y niñas”.

Además, la ESC ya es entendida y aceptada internacionalmente en una múltiple tipología y forma de llevarse a cabo y manifestarse. Cabe mencionar que, por lo tanto, son parte de la ESC

“las relaciones sexuales remuneradas; la producción, promoción y divulgación de material pornográfico y la utilización de personas menores de edad en espectáculos sexuales públicos o privados...Entre esas modalidades se encuentran el turismo sexual; los explotadores locales individuales y/o organizados; el tráfico de niños y niñas con propósitos de utilizarles en actividades sexuales, así como la divulgación de la pornografía vía la Internet” (Claramunt y Sorensen, 2003: p. 8).

En nuestro criterio, aunque la comercialización de la sexualidad a cualquier edad debería ser inaceptable porque implica un proceso de cosificación de los vínculos, las personas y de la sexualidad, lo es aún más cuando se trata de niños, niñas o personas adolescentes. Esto es así en tanto ahí convergen las agresiones propias contra las personas con la inobservancia de mejores condiciones para personas que están en pleno crecimiento y las que de los adultos sólo deberían recibir apoyo y protección. Por tal razón, tal y como lo hemos dicho, la ESC constituye una de las violaciones más severas de los derechos humanos.

La ESC no es el inicio del problema, sino un eslabón más de una cadena de abandono, discriminación y vulnerabilidad en donde se han violado en forma sistemática los derechos básicos de la población menor de edad (salud, educación alimentación, protección, recreación) la que debería ser sujeto de esos derechos y de protección especial.
“Los resultados de los estudios muestran una situación muy seria. Los niños y las niñas víctimas de ESC experimentan –muchas veces desde su primera infancia- todo tipo de violaciones de sus derechos como seres humanos: pobreza extrema, expulsión escolar, embarazos a temprana edad, violencia psicológica, física y sexual, drogadicción, negligencia o abandono por parte de familiares, una intervención poco efectiva por parte de diversas instituciones, etc.” (Claramunt, 2002: p. 8).



En la ESC los factores asociados con la sexualidad masculina patriarcal se conjugan con situaciones de vulnerabilidad en la niñez y la adolescencia.

Es por lo expuesto que la ESC debe ser enfrentada y solucionada desde diferentes frentes y con diferentes armas. Son muchas las aristas que el asunto tiene y muchas las caras de manifestación: legales, económicas, éticas, psicosociales y antropológicas. Algunas de ellas se tratan en sendos apartados de este capítulo y otras, en la literatura que al respecto se puede consultar.

Finalmente, cabe acotar que de la ESC si bien se tienen noticias desde siglos atrás, es un fenómeno de creciente aumento en los últimos años (Claramunt, 1998) que ha provocado la movilización de diferentes entidades, regionales y mundiales, desde muy diversos enfoques y líneas de acción. El fenómeno se ha desplazado desde una región a otra, con la característica común de tener como fondo la pobreza, la marginación y la violencia, tal y como se expuso líneas atrás.

En este sentido es que cobra vigencia el Convenio 182 de la Organización Internacional del Trabajo acerca de las peores formas de trabajo infantil. Así mismo, la normativa penal que se ha venido impulsando en las legislaciones nacionales en la línea de la penalización de la ESC en sus diversas manifestaciones, lo mismo que su abordaje (investigaciones, acciones de prevención y de política pública).
Siendo los hombres el grupo social de mayor riesgo para convertirse en explotador sexual, ¿conocen los hombres lo expuesto en los párrafos atrás?, ¿saben que la ESC tiene que ver con la violación de los derechos humanos o la conciben como una forma legitimada de diversidad sexual o, en el mejor de los casos, como una variante de la prostitución?

B)    El contexto simbólico e ideológico de la explotación sexual comercial:
       La sexualidad patriarcal

¿Qué hace que algunos hombres se involucren en la ESC de personas menores de 18 años? ¿Qué factores de índole sociocultural, histórica, social, ideológica o psicosocial inciden en que tales conductas se lleven a cabo? ¿Qué pasa con estos hombres en su estructura ideológica, cognitiva, en sus formas de interacción y estructura vincular? Tales interrogantes no deben abordarse desde una perspectiva psicologista, achacando únicamente a “problemas de personalidad” o de “psicopatología individual” la participación de los hombres en la ESC.

“El psicologismo ‘es la tendencia para ubicar la fuente de los problemas sociales en la psicología particular de quienes los experimentan..... podemos entenderlo como la tendencia a interpretar los problemas sociales como resultado de la dinámica psicológica individual o interpersonal.....Los problemas sociales son entonces comprendidos como una derivación de determinadas “patologías” personales’ ” (Claramunt, 2004: p. 7).

Para trascender el psicologismo en la explicación teórica de por qué algunos hombres participan de la ESC, es necesario enfocarse en los factores socioculturales y económico políticos que sirven de marco a tal práctica. Existe un universo simbólico de fondo en la estructura social que legitima, fomenta y hasta “naturaliza” las relaciones sexuales comerciales tanto con personas mayores de edad como con las menores de 18 años.

El contexto simbólico crea significaciones y coloca en lugares reales e imaginarios a las personas, en cuanto actores sociales de un orden social que define relaciones de poder desiguales. Y, precisamente, la ESC se mantiene, entre otras razones, debido a la existencia y reproducción de un orden simbólico que crea una racionalidad y una lógica muy particulares: la racionalidad de la cultura patriarcal, que requiere de instituciones ideológicas que la sustenten y de relaciones de poder que la recreen y reproduzcan. Interesa conocer el lenguaje, los discursos, los pensamientos, creencias, ideas, valores que desde el universo simbólico masculino y el imaginario social masculino se atribuye a la sexualidad y a las relaciones de ESC. Desde la subjetividad masculina (afectos, pensamientos, angustias, temores), ¿qué pasa y cuál es el orden simbólico que sostiene tal subjetividad? ¿Cuáles son las representaciones ideológicas de ese orden simbólico?
Se intentará en este apartado ahondar conceptualmente en algunos de los determinantes socioculturales e ideológicos que crean significaciones y van constituyendo el imaginario social en el que los hombres se ubican e interpretan sus acciones. Y en ese imaginario está presente la construcción de la sexualidad masculina, como base de la cultura patriarcal.

La sexualidad de las personas no es una categoría abstracta y ahistórica. La sexualidad no es un fenómeno primordialmente natural, sino un producto de fuerzas históricas y sociales. Por construcción social de la sexualidad se entiende “...las maneras múltiples e intrincadas en que nuestras emociones, deseos y relaciones son configurados por la sociedad en que vivimos” (Cartledge y Ryan; citados por Weeks, 1998: p. 20).

La sexualidad tiene una historia. La sexualidad y el cuerpo de las personas ha sido percibido, interpretado, representado y vivido de diferentes maneras en distintas épocas. Las sociedades, a lo largo de la historia de la humanidad, han interpretado la sexualidad y el cuerpo en función de las necesidades económicas y políticas del momento. La sexualidad, por tanto, ha estado ligada a valores y normas sociales; ha estado sometida a restricciones, prohibiciones, mandatos y su transgresión ha sido sometida a sanciones políticas.

El patriarcado, en cuanto sistema de organización social, económica y política, coloca a los géneros en lugares sociales distintos. Este sistema sociocultural se concretiza en instituciones ideológicas y en relaciones de poder y todo ello tiene efectos directos sobre la vivencia de la sexualidad.

Dos de los pilares ideológicos fundamentales sobre los que se sustenta el patriarcado son la desvalorización de lo femenino (lo que legitima el poder de dominio sobre las mujeres) y la sobrevaloración de lo masculino (lo que justifica el androcentrismo y el poder de los hombres sobre la naturaleza y el orden social).

Esta división coloca a hombres y mujeres en lugares sociales distintos y desiguales, con atribuciones, derechos y deberes distintos y desiguales; lugares construidos estructuralmente, más allá de las intenciones de la psique individual.

Lo anterior se muestra con claridad en el fenómeno de la ESC, en el cual la desproporción en cuanto a género en explotadores y en víctimas es evidente: la mayoría de estas últimas pertenece al género femenino. Claramunt y Sorensen (2003) afirman

“...el mayor número de víctimas es del sexo femenino. Ser del sexo femenino parece ser un factor de vulnerabilidad por sí solo” (p. 48).

Como contraparte, la mayoría de clientes son hombres (tal y como se indicó en la Introducción y en otros lugares de este documento).

  1. La Explotación Sexual Comercial, la sexualidad  masculina y la desvalorización de lo femenino

Uno de los pilares ideológicos del patriarcado es la desvalorización de lo femenino, lo que da sustento a la misoginia y a las diversas formas de discriminación y opresión de género. En los comienzos mismos del patriarcado, se fue acabando con las sociedades matrilineales que rindieron culto a la Gran Diosa desde el Paleolítico superior, rediseñando los mitos y ritos, ya que la primer cosmogonía giró en torno a la mujer. Rodríguez (2000) plantea que la concepción de un Dios masculino creador y controlador no comenzó a formarse hasta el III milenio AC y no pudo implantarse definitivamente hasta el milenio siguiente.
Desde los 30 mil años AC hasta los 3 mil AC la humanidad prosperó bajo la protección de una Diosa.

“... los conceptos y símbolos relacionados con la procreación, la fecundidad y lo femenino, serán la base sobre la que se idearán las primeras formulaciones acerca de la existencia de una divinidad generadora y protectora” (Rodríguez, 2000: p. 138).

Durante este período abundaron las estatuillas y figuras de piedra, hueso, madera y marfil en las que sobresalían la vulva y los pechos. Estas sociedades prepatriarcales giraban alrededor del culto a la vida: la mujer, su cuerpo y sus ciclos vitales eran el modelo que señalaba la unidad con la naturaleza. Se homologaba la fertilidad de la tierra con la fertilidad de la mujer (Arroba, 1998).

“Con la implantación de la agricultura, la irrigación artificial y el arado, las mujeres y la Diosa acabarían perdiendo su lugar en un mundo cada vez más complejo, agitado y competitivo” (Rodríguez, 2000: p. 202).

Con el patriarcado, los dioses masculinos fueron apareciendo según las necesidades sociopolíticas y económicas de cada cultura y momento histórico. Conforme fue surgiendo la cultura patriarcal, que empieza siendo como pueblos de pastores, la mujer fue considerándose una pertenencia. Empieza a aparecer el principio fálico, al descubrirse el papel del semen en la fertilidad. Al pene, como falo, en cuanto símbolo de poder empieza a dársele culto. Se empieza a mirar a las mujeres como valiosas pertenencias tribales porque solo ellas podían garantizar el flujo de trabajadores, empezaron a ser tratadas como propiedad de la tribu que podía ser intercambiada.
Algunas de las consecuencias del patriarcado sobre la vida social han sido:
a) La obligación de procrear hijos legítimos sobre la base del control político del cuerpo y sexualidad de las mujeres (Sagrera, 1972), mediante la creación y surgimiento de instituciones de control social (matrimonio, maternidad, virginidad, heterosexualidad obligatoria, monogamia para la mujer).
b) El establecimiento de las estructuras de clase, económicas y políticas en manos de los hombres (Marx y Engels, 1975).
c) La guerra como institución masculina patriarcal (Lerner, 1990).

Las instituciones político sexuales (virginidad, monogamia, maternidad obligatoria y prostitución) surgen paralelamente como una manera de reglamentar el control y dominio sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres. Se disocia la sexualidad en sexualidad para la reproducción (con la esposa, para que garantice la legitimidad de los hijos del patriarca) y sexualidad para el placer con las “otras” mujeres. Esta mujer que no es casada, era vista como una amenaza: por un lado, como necesaria (la prostituta); pero, por otro lado, como peligrosa. El cuerpo de las mujeres pasó a ser despreciado, sus fluidos fueron interpretados como suciedad o como algo negativo e inferior.
La historia de la civilización patriarcal se caracteriza, en materia de sexualidad, por una serie de concepciones que legitiman y justifican la dominación sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres. 

Algunas de estas justificaciones ideológicas siguen hoy formando parte del imaginario de hombres y mujeres. 
Haremos un breve recorrido por la historia para identificar algunas de las representaciones acerca del cuerpo y sexualidad femeninas que repercuten directamente en las bases ideológicas, afectivas y conductuales de los hombres, relacionadas con la ESC.

El pensamiento galeno aristotélico ilustra, en lo filosófico, estas concepciones respecto a la mujer. Aristóteles, citado por Sissa (1996) habla de la teoría del dimorfismo sexual, según la cual se justificaba que las mujeres eran seres inferiores porque carecían de calor natural. Según este autor, la naturaleza femenina es un defecto natural porque las mujeres tienen cerebro pequeño, voz débil, pies pequeños; como su cuerpo carece de semen, son más frías, más débiles, su carne es más porosa, húmeda y menos compacta. Esta debilidad del cuerpo femenino se debía a una falta de calor vital que entraña una debilidad en el metabolismo; por ser un ser débil se producen residuos, como el líquido sanguinolento que mana del cuerpo femenino una vez por mes. El hombre transforma la sangre en esperma; la mujer no puede hacerlo, se queda en la sangre, por eso es inferior.

La presencia en la actualidad de esta forma de pensar ancestral y que se ha transmitido generacionalmente en el inconsciente colectivo, se puede observar en algunas de las justificaciones que los hombres de la investigación atribuyen al cuerpo de las mujeres, trasladando ciertas características a las menores de 18 años. Esto se revisará con mayor detenimiento en el capítulo de Resultados.

Lo anterior explica que el macho aporta el principio vital, el principio motor generador. El semen es movimiento; como la mujer no tiene semen, no tiene movimiento, por eso es pasiva por naturaleza. Al haber movimiento, en el semen se transmite el alma; al no tener semen, la mujer no transmite el alma, es tan solo como un taller que aporta materia que será vivificada por el macho. El padre es quien transmite el alma y la forma gracias al movimiento inscrito en el esperma. La madre no genera, el padre sí, la madre solo aporta el material inanimado, pasivo y denso que es su sangre menstrual.

En esta concepción altamente misógina, si el semen que abunda es débil nace una mujer, si el semen es fuerte nace un hombre. Como consecuencia de su vejez, juventud o de alguna debilidad, el padre ve debilitarse su energía creadora y da forma a un producto imperfecto, defectuoso, de segunda clase, mutilado, UNA HIJA, quien encarna su debilidad. El nacimiento de una mujer corresponde a un fracaso en la transmisión de la forma del padre.

Por su parte Galeno, citado por Gilberti (1992) define a las mujeres como frías y húmedas. Esa frialdad reitera su inferioridad respecto al varón. Es un ser incompleto que, dada la falta de calor, sus genitales no pudieron descender.

Demóstenes, citado por Rosenzvaig (en Gindin, 1991: p. 31) proclama que los hombres en el patriarcado tienen derecho a poseer a varias mujeres: “Tenemos queridas en aras del placer y concubinas para el cuidado de nuestras personas, pero esposas para que nos den hijos legítimos y sean fieles guardianes de nuestro hogar”

Platón, citado por Sissa (1996) por su parte, señaló como virtudes de las mujeres tejer y cocinar. Las definió como poco osadas por naturaleza, reciben una educación que compensa su defecto innato para que puedan tener una función. Hay que controlarlas porque su naturaleza las vuelve molestas y peligrosas para la homogeneidad de la sociedad.

Plutarco, citado por Salisbury (1994) en el siglo II, postula que en el matrimonio hombre y mujer son uno solo, deben compartirlo todo, los mismos bienes. Pero establece que el hombre es el sol, el maestro y el caballero, y la mujer es la luna, un alumno, un caballo, y así se complementan. La mujer no tiene iniciativa, la única posible es la lujuria, la seducción y la hechicería. Por eso, debe someterse a su esposo y hacer todo lo que este hace.
Esta forma de pensamiento aún está muy vigente en el imaginario de los hombres. Como puede verse en el capítulo de Resultados, muchos hombres consideran que las adolescentes viven en “desenfreno” sexual y que son seres que deben estar bajo el dominio y el control masculino.

En el Derecho Romano, se considera que la mujer tiene debilidad de espíritu (imbecillitas mentis), el hombre posee mayor perfección (infirmitas sexus). El valor de la mujer reside en ser materfamilias y en el estar sometida a un hombre, a un paterfamilias.

El pensamiento medieval, inspirado en el pensamiento judeo cristiano y griego, se cimenta sobre una condena a la carne, al cuerpo y a la sexualidad, por considerarlos pecaminosos y contrarios al ideal de santidad y castidad. Sin embargo, de los dos cuerpos, el del hombre y el de la mujer, se consideró más peligroso el cuerpo de ella, pues las mujeres fueron definidas como lujuriosas, capaces de provocar en los hombres sus deseos sexuales. Esta concepción de que la mujer “tienta” al hombre y le despierta sus “bajas pasiones” es de origen medieval. Este cuerpo inferior de la mujer se debía en parte a la creencia de que era menos racional que el hombre y a la vez menos espiritual. Por el contrario, el hombre era poseedor de la razón y además era más espiritual.

En el imaginario medieval, la mujer era considerada como la puerta del diablo, pues se entendía que por ella había entrado el pecado y el sufrimiento en el mundo. El único camino que tenían las mujeres para solventar su “defecto innato” era la sumisión y la obediencia ante los hombres y la renuncia a ser dueñas de su cuerpo y de su sexualidad. Por ejemplo, en el Siglo VI (Concilio de Macon) se discutió si la mujer tenía alma, considerándose que es pecadora y es de la carne. Para salvarse, debe arrepentirse y hacer penitencia (abstinencia sexual y obediencia), no tener placer sexual, excepto si es durante el acto de la procreación. La Virgen María, es proyectada por los hombres fuera del alcance de las mujeres de este mundo, como un ideal que las mujeres deben alcanzar.

Estas concepciones ideológicas, junto con otras, están en la base de la creencia actual, por parte de muchos hombres, de que las mujeres, y especialmente las adolescentes, los “tientan” y “provocan”, convirtiendo a ellas en las responsables de las acciones sexuales de los hombres. De esta manera, la sexualidad se institucionaliza en la cotidianidad.

“La sexualidad masculina según su definición cultural proporciona la norma... los hombres, al hacerse hombres, asumen una posición en ciertas relaciones de poder en la que adquieren la capacidad de definir a las mujeres” (Weeks, 1998: p. 63).

Y no solo define a las mujeres, sino a los otros sectores sociales (niños, niñas, adolescentes,  adultos y adultas mayores, hombres que presentan conductas no heterosexuales).

La filosofía patrística expresa una cosmovisión sexual que legitima la dominación y control del cuerpo y sexualidad de las mujeres. El pensamiento patrístico fue la base de la mentalidad medieval en materia de sexualidad y de relación entre los géneros. Originó una política sexual de control del cuerpo, de las pasiones, del erotismo, de la sexualidad, que se revisó posteriormente, a partir del siglo XV.
Salisbury (1994) plantea que, en esta lógica de pensamiento, los hombres estaban más cerca de lo espiritual que las mujeres, quienes estaban más cerca de lo carnal. Es deber de los seres más espirituales dominar a los seres más carnales. La fortaleza y el poder es lo que caracteriza a los hombres en la mentalidad de este período. Según la cosmovisión medieval, los hombres son más fuertes que las mujeres y deben gobernarlas, en particular en la sexualidad. Así como el espíritu debe gobernar sobre la carne, los hombres (más cerca de lo espiritual) deben gobernar sobre las mujeres (más cerca de lo carnal). De esta manera, ser masculino se asocia con ser activo, poderoso y racional, y, en lo sexual, se asociaba con activo sexualmente, o sea, penetrar desde arriba.

“Para los padres, así como el corazón del reino físico era el sexo, la característica primordial de las mujeres que pertenecían al mundo carnal era la lujuria” (Salisbury, 1994: p. 38).

Se colige de lo anterior que todas las mujeres reproducen la tentación primordial de Eva, convertida en icono de muchas de las tragedias que padecen las mujeres y los hombres también.
Esta forma de pensamiento persiste en muchos pasajes de la mitología de los pueblos y en, lo que diría Gramsci (en Gallino, 1978), en su “sentido común”. A manera de ejemplo, citamos un pasaje de la novela “Gabriela”, de Jorge Amado, en el que magistralmente se dice lo siguiente:

“-Un momento, doctor, no culpe ni al cine ni a los bailes. Antes de existir todo eso ya traicionaban las mujeres a los maridos. Esa costumbre proviene de Eva con la serpiente…- rió Juan Fulgencio” (Amado, 1999: p. 112) (el resaltado es nuestro).

Jerónimo, citado por Salisbury (1994), sostiene que:

“No es de la ramera ni de la adúltera de quien se habla; es el amor de la mujer en general el que es acusado de ser siempre insaciable; se le hace brotar y arde en llamas; se le da en abundancia y nuevamente siente necesidad; enerva la mente del hombre y nubla todo pensamiento, excepto el de la pasión que alimenta... Al enervar la mente del hombre e interferir con su pensamiento, la mujer lo saca del mundo racional de la mente que lo define como espiritual y que, ciertamente define su masculinidad“ (p. 39).

Este pensamiento, evidentemente misógino y hasta chocante, casi con los mismos términos, está presente en algunos de los comentarios de los hombres indagados. En otros términos, es un pensamiento que también está en la base de la ESC.

La naturaleza de la mujer era el ser tentadora; aunque una mujer no quisiera tentar a un hombre, lo hacía, porque era portadora de la lujuria visual. Tertuliano consideraba a las mujeres como la puerta del diablo y por tal razón debían vestir siempre de negro, como penitencia, por el solo hecho de ser mujeres, porque eran las responsables de la caída. La mujer tenía el poder de seducir al hombre y despertarle la sexualidad, así como con su sangre menstrual podía hacer que, según Isidoro, el vino se pusiera amargo, los árboles perdieran su fruto, el hierro se oxidara, el bronce se pusiera negro, los perros rabiosos, entre otras consecuencias.

“A los hombres se les consideraba santos cuando exhibían las características masculinas de espiritualidad y poder en sus formas más puras” (Salisbury, 1994: p. 43).

La santidad emerge de la característica natural masculina de poder. Esto era posible porque el varón es la criatura más espiritual. Pero, en el caso de las mujeres era diferente porque las mujeres son carnales, tenían que renunciar a actuar como mujeres porque su naturaleza era lujuriosa, carnal. Los padres de la Iglesia consideraron que la mujer, si quería ser santa, debía renunciar a su naturaleza de mujer y ser como un hombre. En el debate teológico se planteaba si esas mujeres santas habían dejado de ser mujeres, lo cual era amenazante para el poder de los hombres. La conclusión de Tertuliano al respecto fue la siguiente:

“Una virgen sigue siendo mujer aun cuando renunciara a la carnalidad de su sexualidad” (Salisbury, 1994: p. 46).

Seguían siendo mujeres en la medida que debían mantenerse pasivas y sujetas a los hombres. Las mujeres debían estar calladas, con la boca cerrada, pues mujer que abre mucho la boca, se asocia con apertura a la sexualidad. El silencio es, pues, pudor.

Para San Agustín, por su parte, aunque considerara la sexualidad como algo natural y no necesariamente pecaminoso, esta tenía que llevarse a cabo sin pasión, sin erotismo sólo para la procreación, que cada coito fuera para procrear, no para placer. El hombre no podía desear sexualmente a su esposa, solamente se acercaría a ella para tener hijos, y por supuesto, solamente la penetración vaginal era permitida, con la posición de hombre encima, ojalá sin moverse mucho ni en forma turbulenta, preferiblemente como un acto racional. San Agustín insistía en que la razón debe regir la actividad sexual, no se debe perder el control, pues si esto ocurre el placer puede vencer a la razón. Lo específicamente femenino en esta relación sexual era su debilidad y su necesaria subordinación al hombre. La serpiente se acercó primero a Eva porque era la parte débil de la pareja humana, porque el hombre no caería tan fácilmente en esa trampa. Como la mujer es más débil, el matrimonio es la unión entre una persona que manda y otra que obedece. La mujer debe dejarse gobernar por el hombre, porque el espíritu gobierna la carne y Cristo a la Iglesia. La mujer es como una vasija, un receptáculo pasivo de la pasión de los hombres.

Si bien lo anterior puede encontrarse en la concepción que los hombres manejan en general en torno a la sexualidad femenina, es más claro en el sexo comercial. Como puede verse en el capítulo de Resultados, algunos hombres consideraron a las prostitutas como “máquinas”, al servicio de ellos y, con más énfasis, hacia las niñas y adolescentes. La imagen agustiniana de una mujer “vasija”, da sustento a la objetivización del cuerpo femenino, eslabón primario para posteriormente justificar su compra.

Posterior al pensamiento medieval, durante la Modernidad, la Época Victoriana y a lo largo del siglo XX, continuó prevaleciendo un pensamiento dualista respecto a la sexualidad femenina, la oscilación entre la “buena muchacha”, decente, obediente, sumisa y la “mujer licenciosa”, cortesana, prostituta. Foucault (1976) plantea que parte del proyecto de la burguesía es la puesta en práctica del dispositivo de la sexualidad para sí misma en cuanto clase.

“... se otorgó un cuerpo al que había que cuidar, proteger, cultivar y preservar de todos los peligros y todos los contactos... el sexo no fue una parte del cuerpo que la burguesía tuvo que descalificar o anular para inducir al trabajo a los que dominaba. Fue el elemento de sí misma que la inquietó más que cualquier otro, que la preocupó, exigió y obtuvo sus cuidados, y que ella cultivó con una mezcla de espanto, curiosidad, delectación y fiebre” (Pág. 150).

Era un preocuparse por el cuerpo y la sexualidad, pero en virtud de lo que su cuerpo podía representar política, económica e históricamente, como una manera también de diferenciarse de las culturas exóticas descubiertas a partir del neocolonialismo capitalista, era como una especie de racismo en expansión. Y una vez más, la prostitución y la doble moral acompañaron este proceso, junto con los procesos de cosificación/mercantilización de las personas y sus cuerpos.

La doble moral ha acompañado el discurso de la sexualidad y ha soportado y tolerado las prácticas sexuales masculinas no legalizadas, al mismo tiempo que desde el absolutismo moral se exige un ideal de comportamiento sexual en las mujeres y en los hombres. Algo así como “vicios privados y públicas virtudes”.

 Por todo ello, la sexualidad, en el contexto de la cultura patriarcal, es una categoría política.

“... las categorías psicológicas han llegado a ser categorías políticas hasta el grado en que la psique privada, individual, llega a ser el receptáculo más o menos voluntario de las aspiraciones, sentimientos, impulsos y satisfacciones socialmente deseables y necesarios” (Marcuse, 1995: p. 10).
“En las relaciones de poder la sexualidad no es el elemento más sordo, sino más bien, uno de los que está dotado de mayor instrumentalidad: utilizable para el mayor número de maniobras de servir de apoyo, de bisagra, a las más variadas estrategias” (Foucault, 1976: p. 126).

En síntesis la desvalorización femenina, ancestral y anclada en la más profunda psique masculina, otorga la visión histórica y antropológica para poder entender cómo a las mujeres adultas, niñas y adolescentes se les convierte en objetos. Este procedimiento de la psicología individual y colectiva, es el que permite acceder al cuerpo de la mujer como un objeto que se puede comprar o vender, con lo cual el paso a la ESC, en esta lógica, está lamentablemente justificado.

  1.     La Explotación Sexual Comercial y la  “sobrevaloración masculina”

El patriarcado proporciona una justificación ideológica para la “lujuria masculina incontrolable” (Weeks, 1998: p. 18). En la sexualidad se juegan muchos de los más importantes procesos del aprendizaje y del despliegue de la masculinidad, lo cual deberá ser entendido tanto en su plano descriptivo como en el histórico. Para comprender esta sexualidad hay que remitirse, sobre todo, a la construcción, consolidación y desarrollo del patriarcado, como base sociocultural de la masculinidad y de la sexualidad masculina (elaboración que ya se hizo en el apartado anterior). En su manifestación concreta, muchos de los mandatos de la sexualidad patriarcal, que data desde los albores mismos del patriarcado, sorprende por la forma idéntica en que hoy los vemos expresados y desplegados en la vida cotidiana de hombres, en forma individual o colectiva. En el caso de las instituciones ideológicas, para el caso de los hombres, las más importantes han sido las siguientes:
a) misoginia
b) androcentrismo
c) falocentrismo
d) homofobia
e) virginidad para la mujer
f) monogamia y fidelidad obligatorias
g) procreación obligatoria

El varón es el representante de lo humano en el patriarcado. Con el patriarcado el hombre fue definido como el referente de la humanidad, “el hombre se presenta siempre como el ejemplar mejor acabado de la humanidad, el absoluto a partir del cual se sitúa la mujer” (Badinter, 1993: p. 24).

El patriarcado, en cuanto sistema de relaciones sociales, tiene como encargo fundamental para los hombres la posesión y control del cuerpo de las mujeres. El hombre, en cuanto patriarca, debe garantizarse el sometimiento del cuerpo y la sexualidad de las mujeres y para ello se crea la disociación histórica de la mujer en “la mujer para la reproducción” “madre” de los hijos legítimos y esposa; y “la mujer para el placer”, la que no tiene un hombre “que la respalde” y cumple la función social de proporcionar placer al patriarca. “Mujeres de la casa, mujeres de la calle”.

“... las representaciones psíquicas, para ambos sexos, se han configurado en referencia a un orden simbólico falocéntrico, construido con base en la primacía de la visión y la sexualidad masculina. Tal orden se ha traducido/consolidado en un sistema de interpretación binario jerarquizado y en una organización social de tipo patriarcal, donde el hombre se ha ubicado como Sujeto, Uno, Todo (portador del único órgano simbolizado, el emblema fálico, y, por tanto, de todos los poderes, lo considerado valioso y superior). Mientras, a la mujer le ha sido adjudicada la condición de objeto, la Falta, la carencia, el vacío, lo definido como inferior y desprovisto de valor, la ausencia (de un órgano sexual representado, de todo poder)” (González, 1998: p. 13).

La disociación histórica de la mujer es definida a partir de las necesidades del patriarca en cuanto hombre mítico, prototipo del género masculino. Así, la mujer “decente”, madre y esposa, asexual, sometida al hombre, subsiste en la medida que se crean otras categorías de mujeres (la hetaira y ágata griegas), mujeres del placer, “sexuales” al servicio del patriarca, pero sin un nombre (hombre) que las respalde. Con las primeras se establece el compromiso de “respaldarlas” y nombrar a sus hijos; con las segundas, no se adquiere compromiso alguno.

Esta disociación que se hace con el cuerpo y la sexualidad femeninas se encuentra con claridad en los hombres estudiados, los cuales, en su mayoría, hablan de que el hombre en general necesita sexo sin compromiso con algunas mujeres, a diferencia del sexo que tiene con su esposa. Ese “no compromiso” debe entenderse como aquellas mujeres que no exigirían ciertas condiciones que pudieran poner en peligro a la institución matrimonial y familiar; precisamente, son las mujeres en prostitución, y especialmente las niñas y adolescentes en ESC, las que reúnen, con mayor atractivo para ellos, este requisito.

La esposa es asumida como fiel guardiana del hogar, madre de los hijos legítimos.

“Ese ídolo de la Madre que no tiene sexo, que es Virgen, Inmaculada, atrae, pues, extraordinariamente al hombre patriarcal, como satisfacción (ideal, ya que no puede serlo real) que es de sus contradictorios valores” (Sagrera, 1973: p. 153).

La sexualidad femenina ha sido aprisionada

“… en todos los contradictorios significados de la mujer: Vida y Muerte, Virgen y Puta, Diosa-Madre y Bruja, Pura y Pecadora... La historia de la sexualidad femenina ha sido la exaltación (idealización) de un polo de esta antinomia y la denigración (temor-negación) de todo cuanto se alejara de esta mística feminidad convertida en supremo valor. Por ello, toda expresión en ella está sujeta a una doble y opuesta interpretación, según se adecue o no a la imagen ideal. Su cuerpo glorificado de madre asexuada – deseada Virgen- puede devenir el cuerpo sucio y/o despreciado (temido) de la mujer activamente deseosa de sexualidad” (González, 1998: p. 205).

La mujer es propiedad del hombre en el patriarcado, tanto en el plano real como en el imaginario, esto significa que no solo es un dato en lo estructural social, sino que es un componente de la subjetividad masculina en cuanto imaginario: en cuanto deseos, expectativas, temores, frustraciones, identificaciones.

“Y será una propiedad material -de su cuerpo- porque, a través de ella, él podrá transmitir sus bienes materiales a sus hijos. Pero será también una propiedad espiritual, porque, gracias a su inocencia previa, él se garantizará la servidumbre (afectiva y/o factual) de ella.....sólo ser el primero y el único le habría permitido al varón conjurar sus temores (la rivalidad frente al Otro, el abandono/desamor de ella) y realizar sus fantasías de exclusividad en el amor y/o dominio, logrando así la protección de su narcisismo” (González, 1998: p. 199).

Con expresiones cercanas a la cita de esta autora, muchos de los hombres de la investigación justificaron la importancia que tiene para los hombres la virginidad de la compañera, asociando esta condición a mayor sumisión, obediencia y facilidad de control. Además, garantiza su virilidad.

El hombre ha tenido el poder para controlar y someter el cuerpo de las mujeres y, por tanto, su sexualidad. Para ello necesita de la monogamia/fidelidad como prescripción/ imposición y de la virginidad como condición, siendo la virginidad necesaria para garantizar el control del cuerpo femenino: ser dueño de su pasado. “Las prescripciones de la virginidad y de la monogamia son las dos normas fundamentales sobre las que se ha cimentado el control sobre el cuerpo de las mujeres” (González, 1998:p. 199).

El hombre del patriarcado debe además construir, definir y reproducir relaciones de poder respecto a los demás sectores sociales que no lo detentan (las mujeres, los niños y las niñas, los adultos y las adultas mayores, otros hombres).
Ante ellos debe reafirmar su virilidad y su poder, como una manera de demostrar su masculinidad y superioridad.

“Deber, pruebas, demostraciones, son palabras que nos confirman la existencia de una verdadera carrera para hacerse hombre. La virilidad no se otorga, se construye, digamos que se fabrica” (Badinter, 1993: p.123).
“La identidad masculina se asocia al hecho de poseer, tomar, penetrar, dominar y afirmarse, usando la fuerza si es necesario” (Badinter, 1993: p. 123).

A pesar de que en las sociedades patriarcales se identifica masculinidad con heterosexualidad, y la misoginia y homofobia se yerguen en instituciones de poder, control y reproducción ideológica, lo cierto es que todos los hombres, en el patriarcado, son sometidos a los mismos mandatos ideológicos, independientemente de su diversidad (cultural, económica, política, sexual, etárea).

“Si el varón deviene más viril, más valorado, más narcisizado, con la exhibición de su potencia sexual, justamente lo opuesto acontece a la mujer, a quien la expresión de su deseo supone una pérdida de valor, de respeto de (auto) estimación social” (González, 1998: p. 211).

Desde nuestro punto de vista, el estudio de la sexualidad de los hombres debe tener como punto de partida y telón de fondo la construcción de la masculinidad, en tanto en esta la sexualidad ocupa un lugar de primordial importancia y determinación. Como se desarrolla más adelante, es la sexualidad y su construcción uno de los aspectos de mayor peso en la conformación de la subjetividad masculina y en la vivencia concreta de la vida en los hombres. Es decir, si bien la identidad masculina no incluye solo la sexualidad, en los hombres sí juega un papel de mucho peso, mucho más que otros componentes que la conforman.

Una sexualidad “buena”, aquella que responde a los mandatos socioculturales, así como aquella que “falla”, posiblemente como consecuencia también de aquellos mandatos, ocupan un lugar determinante en ser hombre, ya sea para serlo mucho o para serlo poco. Algo que pase en esta sexualidad, para bien o para mal, tendrá impacto directo en la conformación y en la vivencia concretas de la identidad masculina.

La transmisión y consolidación de los principales pilares de la sexualidad masculina, a lo largo de centenares de generaciones, se incorporan actualmente en sus vidas con la misma fuerza y tono afectivo con que lo hacían en sus inicios.
La veta del inconsciente colectivo posiblemente tenga en la sexualidad a una de sus más acabadas manifestaciones. Por tal motivo es que, según nuestra perspectiva, no es posible acceder a la sexualidad masculina de la actualidad sino no lo es bajo el prisma de cómo ha sido históricamente, acentuando en aquellos puntos de inflexión en su devenir y que permanecen latentes en la cotidianidad de los pueblos con manifestaciones en los sujetos individuales y en los colectivos.

De esta forma, conviene recordar que la masculinidad no es un estado o condición inmutable, dado al nacer o adquirido en forma automática por parte de los machos de la especie. Es un proceso y conlleva la puesta en juego de una serie de aspectos, procesos y niveles de la realidad individual y grupal. Es la construcción de una identidad y una vivencia de género concreta: la del género masculino. Se trata de un proceso complejo que se fragua en la biografía personal, la historia del grupo al que se pertenece y la historia de la humanidad, como especie capaz de generar cultura. La sexualidad masculina no puede comprenderse sin todo ese trasfondo sociocultural, el que le marca las pautas y los senderos por los que debe transitar.

Es decir, la sexualidad si bien tiene una base biológica natural fundamental, en el caso de la humana no puede entenderse solo desde ese ángulo. En particular, la masculina, pese al pensamiento común de que es “más animal o instintiva” (“Se buscan muchas hembras para perpetuar la especie”), está atravesada y troquelada por la cultura y la normativa social. Quizá, de las actividades humanas “básicas”, sea la sexual una de las más reguladas, normativizadas y codificadas por los distintos grupos en la historia de la humanidad.

Entender a la sexualidad solo como la manifestación o desarrollo de las características innatas, que como especie animal poseen los hombres, es reducirla en su visión y en su abordaje. Si bien, como en otras especies, la sexualidad es base para conservar la especie, en el caso de la humanidad, esta logró desde momentos iniciales de su existencia la separación de la procreación y del placer.
Así, la sexualidad no solo es para perpetuar la especie sino también para el placer, el contacto con otro/a y para el vínculo erótico. El objeto de deseo erótico es para satisfacer deseos de contacto, lo cual puede acompañarse o no de la reproducción. El contacto erótico no se lleva a cabo solo en la época de celo; la hembra humana es receptiva al contacto sexual coital en cualquier momento y no está solo bajo el mandato de las hormonas.

No en vano podemos afirmar que quizá sea la sexualidad una de las más acabadas expresiones de la humanidad, en tanto implica la subjetividad, la fantasía, el deseo por el otro, el incorporar al otro en mi experiencia subjetiva y el ponerme en su lugar; en fin, implica lo erótico. Es en la sexualidad donde una de las concreciones de la anatomía y fisiologías humanas, se integra con las más refinadas prácticas y pautas socioculturales –pulsión, en el lenguaje freudiano-, dando origen a un nivel de integración del más alto grado de complejidad. Por ello, casi sin excepción, los seres humanos accederemos a la sexualidad, más allá del sexo. En la ESC estos elementos de sexualidad integral están ausentes, pues se trata de un asunto de relaciones de poder y no de placer erótico.

Como hemos dicho, la sexualidad, en su calidad de aspecto central en la constitución de la subjetividad masculina, tiene un peso enorme que se experimenta desde la más tierna edad, ya no solo en la especie humana como totalidad sino también las vicisitudes particulares de los sujetos en sus biografías personales. Se trata de una sexualidad que arrastra ancestrales mandatos patriarcales, asociada con poder –virilidad-, procreación, disociada del afecto, y con la penetración como meta imprescindible. Al igual que en otras expresiones de la actividad humana, la sexualidad está teñida de un pesado falocentrismo.

Como la masculinidad, la sexualidad masculina se construye en ámbito social, aun con los intentos, desde diversos sectores, de naturalizarla, de automatizarla, como ya se indicó. En esta, se juegan y reproducen la mayoría de los mandatos de la masculinidad hegemónica: desde y para ejercer el poder (Campos y Salas, 2002; Kimmel, 1997). La historia de la sexualidad masculina es la historia del patriarcado y sus más diversas instituciones y mandatos, idea esbozada páginas atrás. Uno de los aspectos más controlados y observados por el poder patriarcal es la sexualidad, que, si bien ha sido ostensible para la propia de las mujeres, ello también se aplica a la de los hombres. Su vivencia de la sexualidad no escapa tampoco a los mandatos y exigencias: los muchos “no” a la sexualidad de las mujeres tienen la contraparte de los “no” a los hombres; a estos se les suma los “sí” de la sexualidad masculina, que se convierten en órdenes por cumplir y no en invitaciones para el disfrute y el goce.

Badinter (1993) destaca tres mandatos en la construcción de la masculinidad:
a) diferenciarse de la madre (no soy su bebé)
b) diferenciarse del sexo femenino (no soy una niña o no soy una mujer)
 c) no se es homosexual

A lo anterior se agrega, el “hombre duro”, expresión que utiliza Badinter (1993) para referirse a la masculinidad tradicional patriarcal, a manera de ideal masculino, resumido por los cuatro imperativos que citan David y Brannon de la siguiente manera:
a) Nada afeminado.
b) Importante (exigencia de superioridad respecto a los demás). Esto lo lleva a buscar experiencias y situaciones en donde se sienta poderoso.
c) Roble sólido (necesidad de ser independiente y no contar más que consigo mismo, negación de la necesidad de los otros).
d) Ser el más fuerte “El hombre debe aparentar ser audaz, incluso agresivo, demostrar que está preparado para correr todos los riesgos, incluso aunque la razón y el terror aconsejen todo lo contrario” (Badinter, 1993: p. 161).

Como lo hemos venido reiterando, lo importante es que esa institucionalidad no está en el pasado: actúa hoy como tal e incorporada en la psique y en la acción de hombres y grupos, igual que en las mujeres, lógicamente. No deja de sorprender que muchos de los preceptos instituidos hace miles de años sigan vigentes con la misma efectividad y forma (que troquela pensamientos, sentimientos y conductas particulares de individuos y grupos). Incluso, frases hechas o expresiones de uso común, parecen extraídas directamente de esos viejos textos o preceptos ancestrales.

En contraposición con lo que en muchos lugares se manifiesta acerca del particular y aun con lo que hemos manifestado acerca de la potencialidad que guarda la sexualidad humana, consideramos que la masculina es poco erótica.

Es cuestión de revisar rápidamente el esquema erección-penetración-eyaculación que define y marca la pauta de la sexualidad en el hombre y en los hombres particulares. Es este un esquema que se aprende desde la infancia, se entrena en la adolescencia y se consolida en la adultez. Es decir, hay un centramiento de los hombres en la respuesta que da una parte de su anatomía y se despilfarran grandes cantidades de energía vital en que esa parte funcione, o aún más si no funciona. De esta forma, “fallar o no dar la talla” sexual, de acuerdo con las prescripciones indicadas, es uno de los espectros que más acompaña a los hombres a lo largo de sus vidas. Por preocuparse de no fallar, se dejan de lado otras fuentes o posibilidades de disfrute de la sexualidad, con coito o no.

Una de las manifestaciones que con mayor nitidez reflejan este esquema sexual básico lo constituye la existencia milenaria de la prostitución en las sociedades patriarcales. ¿Por qué muchos hombres, teniendo muchos de ellos parejas sexuales estables -esposa, por ejemplo- acuden a la prostituta? Ortiz (1996) lo estudió y lo responde de manera precisa: porque con la trabajadora del sexo “se va al grano”, no se pierde mucho tiempo y no tiene porqué haber preocupación acerca de si hubo o no satisfacción en la otra persona.

En otro estudio, los autores (Salas y Campos, 2002) dan cuenta de algunas manifestaciones de la llamada vida sexual cotidiana en hombres costarricenses. Entre algunas de ellas, destaca la noción de “te salió cara la noche”, como expresión de hombres hacia otro que pudo disfrutar de una noche muy romántica (cena, baile) con una mujer pero con la que “nada pasó”: no solo que no la llevó a la cama, sino que no la penetró. Es decir, la inversión fue muy alta para tan bajos réditos. Es evidente que lo que marca el alcance de la meta es la penetración obligada.

Si bien uno de los principales mandatos a la sexualidad masculina es que debe ser heterosexual, asociada con las instituciones de la virginidad, la fidelidad y el matrimonio (que más aplican para las mujeres) y que por lo tanto, debería estar destinada más a la procreación y al aseguramiento de la legitimidad de la prole, cuando se vive y se despliega en vínculos homosexuales, la tríada dominante demanda ser expuesta de la misma manera. Lo que aquí se pone en evidencia no es la orientación sexual del hombre sino la forma como vive y transmite su sexualidad, con independencia del sexo de su pareja. Así, los principales mandatos de la sexualidad masculina -poder, dominio y control- son desplegados con independencia de las características del objeto erótico. La orientación sexual o el sexo de la pareja no son óbice para mostrar quién está en posiciones de mando.

Monick (1994) plantea que el falo es el símbolo que estructura la identidad masculina y su poder. Falo hace referencia en la esfera sexual a la penetración.

Es decir, la penetración de un pene erecto simboliza la conquista y apropiación de un ámbito, escenario que debe ser de los hombres: tomar posesión de la propiedad, con independencia de cuál es el sustrato afectivo que sostenga la situación.

La consecuencia de una sexualidad así incorporada o así vivida es que, de manera paradójica, entonces, en muchas ocasiones, los hombres experimentan su sexualidad de manera peligrosa, lo cual no es así expresado o evidenciado con facilidad. La demanda o mandato de complacer a la otra, el prerrequisito de saber, la no posibilidad de “fallar”, el temor a la presencia del “otro” que sí lo puede hacer mejor, hacen de la experiencia sexual no un campo para el placer y el crecimiento, sino un campo de batalla y de competencia –contra sí mismo y contra otros-.

Muchos de los hombres de la investigación pusieron en evidencia que para evitar esa “ansiedad por el desempeño”, muchos hombres requieren de una sexualidad “rápida” en donde esté garantizado que la mirada evaluadora de otros no va a estar presente. Precisamente, una de las justificaciones que los hombres con mayor frecuencia esgrimen es que en las relaciones con personas menores de edad y especialmente en la ESC, la ansiedad por el desempeño está prácticamente nula o bastante atenuada.

De esta forma, una dimensión del ser humano que puede contribuir a la elevación de la vida, a su pleno disfrute y que contribuya a una mejor convivencia (Londoño, s. f.) se vuelve como bumerán en contra de los hombres mismos. Y con ello, en contra de todas las personas y su vida en grupo.

Se vive de esa manera, al menos en un doble sentido. Por un lado, con esa restringida forma de focalizarla en el pene, su erección y su penetración. Por otro, con la paradójica misión y distorsiones cognitivas de que la sexualidad masculina está destinada a complacer a las mujeres, que se pretende lograr con el modelo de sexualidad aprendido, sobre la base de que los hombres son los que saben y que deben trasladar tal saber a ellas (para que lo “disfruten”, no para que lo aprendan). Demás está decir que tal sapiencia en materia de sexualidad le es dada al hombre por el solo hecho de ser tal, lugar que se aprende desde los años iniciales de vida lo que, nuevamente, nos coloca en la situación de saberlo mejor que los otros, para que nadie pretenda arrebatar lo que me pertenece.

El problema que hemos podido constatar es que
“Más bien, tal responsabilidad se vive como el deber del que sabe transmitir conocimientos, cercenando la capacidad proactiva de ella de compartir también en la intimidad. Así, complacer a la compañera no es un placer, es un deber” (Campos y Salas, 2002: p. 212).

En concordancia con lo que se viene planteando, Gindin (1991: p. 18) postula los siguientes paradigmas de la sexualidad masculina que deben ser acatados de la mejor manera por los hombres:

“Los hombres deben saber todo sobre sexo
Hay dos tipos de mujeres: las putas y las nuestras
El hombre es responsable del goce femenino
El hombre debe estar siempre listo
El hombre puede con todas las mujeres”

3  Erotización del vínculo de poder

Dado lo anterior, creemos estar en posición de cuestionar si lo que está en juego en la ESC es no solo el placer derivado directamente de la sexualidad, sino el placer derivado del ejercicio del poder. Dominar la sexualidad del otro o de la otra es símbolo de dominio que se tiene sobre el cuerpo y la subjetividad del otro. Es la mayor y más contundente prueba de avasallamiento de unos sobre otros y otras. Lo privado adquiere carácter de público y de político.

De esta forma, consideramos que algunos hombres “... aprenden a excitarse con la dominación, la sumisión y la humillación” (Batres, 1999: p. 13).

Dominar lo femenino pasa por dominar una de las facetas más misteriosas y temidas por los hombres: la sexualidad de las mujeres, la cual, quiérase o no, no puede estar bajo control total de los hombres. Podrá controlarse el cuerpo, pero no la fantasía y la imaginación. El orgasmo femenino está fuera de control para los hombres.

Esta sexualidad deberá verse a la luz de su vivencia y realidad en el patriarcado, es decir dentro del despliegue de relaciones de poder.
“La coerción sexual y la cosificación del cuerpo de la mujer son aspectos de la sexualidad considerada como instrumentos de poder” (Corsi, 1995: p. 37).
“En ellos, las ‘hazañas’ sexuales y las ‘conquistas’ amorosas, más que con la realización afectiva, tienen que ver con el triunfo sobre la mujer” (Corsi, 1995: p. 37).

Aun con el cuestionamiento que ya esto sufre, ello agrega nuevos elementos de preocupación. Es decir, justo ese cuestionamiento muestra qué se juega en la sexualidad desde la perspectiva del poder. Si pierde algo de éste, entra en crisis. Al respecto, Gindin señala:

“Es fundamentalmente en el campo de la sexualidad donde se juega actualmente esta problemática. El hombre no sabe cómo manejarse con ambos modelos de mujer: la antigua sometida y la nueva luchadora, y por ello cae en constantes contradicciones que lo llevan a serios e importantes conflictos en su vida sexual” (Gindin, 1991: p. 18) (el resaltado es del original).

Esta práctica no es nueva, incluso ha sido llevada al escenario de la guerra, escenario en el que lo privado adquiere ribetes de trofeo y de ostentación de dominio. De hecho, la violación sistemática de las mujeres de los pueblos vencidos hasta embarazarlas, es antigua. Aquí lo sexual no se dirige solo a mostrar quién manda, sino a despedazar las raíces del vínculo afectivo entre quienes integran esos pueblos, en virtud de las connotaciones de hijos “bastardos” engendrados por quien más se odia: el enemigo. Por ello, lugar de sobra conocido, la sexualidad no solo es política, sino que es utilizada como instrumento político.

Como se planteó, hay erotización del vínculo de poder, en tanto la sexualidad masculina en muchos casos u ocasiones no es erótica: está centrada en “sí puedo”: erección, penetrar y eyacular (puede unírseles, la fecundación), como símbolos de poder en otras dimensiones.

Si una de las actividades básicas del ser humano, como es la sexualidad, se asocia con el ejercicio del poder, por simple y llano condicionamiento pavloviano, hay asociación entre dos aspectos de la vida que originalmente no están enlazadas: el poder con el placer. De esta manera, el condicionamiento logrado toma características de profundo y enraizado en la psique de las personas.

Es un hecho que en diferentes regímenes políticos la sexualidad ha tomado tales papeles al servicio de lo establecido, que en algunos casos ha sido llevado al arte de manera dramática y magistral (“Salón Kitty” y “Portero de noche”, para citar solo dos muestras del sétimo arte).

El falo, en cuanto sus implicaciones subjetivas

Como ya fue indicado, el falo es pene en erección, en tanto símbolo de poder. Es decir, el falo va más allá del pene como existencia concreta y asume las veces de instancia suprahumana, ante cuya presencia los grupos sociales deben rendir pleitesía. Sin visos de exageración, se puede afirmar que ello constituye buena parte de la historia del patriarcado.

En esta función simbólica, desplazando el ancestral culto a la vulva femenina, el falo es instaurado con el patriarcado mismo. En el Antiguo Testamento, Yahvé le plantea su pacto a Abraham, para el cual la circuncisión de su pene y el de todos los hombres de las siguientes generaciones será sello, ritual y símbolo eterno de aquel.

Siglos después, David entrega a Saúl 100 prepucios como prueba de que sí puede pagar el matrimonio con su hija. De esta forma, la vulva, símbolo del poder de la regeneración y de la vida -propias de las divinidades femeninas-, es sustituida por el falo y sus derivaciones.

Esto sucede justo cuando el patriarcado ya se había instalado en las distintas formaciones humanas de la Vieja Europa, en Oriente Próximo y en el Norte de África.

Es pertinente recuperar aquí algunos de los planteos de Monick (1994), para quien referirse a la

“... masculinidad arquetípica significa concentrarse en el falo, el pene erecto, el emblema y estandarte de la virilidad. Todas las imágenes a través de las cuales se define la masculinidad tienen como punto de referencia el falo. Vigor, determinación, eficacia, penetración, rectitud, dureza, fuerza –el falo hace efectivo todo esto. El falo es la marca fundamental de la virilidad, su sello, su señal” (Pág. 14).

“El falo siempre aporta confirmación de la fuerza masculina” (Pág. 39).

El falo, como símbolo de poder, atraviesa todas las sociedades patriarcales y patrilocales, es decir, falocéntricas. La erección de grandes construcciones como castillos, pirámides u obeliscos serán fieles imágenes de la presencia del poder masculino. En ese mismo sentido, el báculo del rey simbolizará quien ostenta el poder y a quien deberá obedecerse, lo cual sintetiza la imagen del poder masculino en las sociedades, incluso toma autonomía y ascendencia sobre el hombre.

En relación con ello, podemos afirmar que, entonces, la sexualidad ha tomado carácter de mercancía y de fetiche, según la noción marxista (Marx, 1976). Es decir, tiene valor de uso y valor de cambio y luego adquiere propiedades de autonomía que están por encima de la voluntad de las personas y pasa al mercado sin mayor problema, ya que el carácter humano y por tanto social de las personas en ESC se invisibiliza al ser convertidas en mercancías y

“... reviste, a los ojos de los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales...” (Marx, 1976: p. 38).

Al ser mercantilizada y fetichizada, la sexualidad se vende y se compra como cualquier otro artículo y pierde sus basamentos de ser una de las áreas más importantes de la humanidad. Esto sobre todo en cuanto al poder. También en la reproducción (Figueredo y Montero, 2004).

A esto se une, para el caso específico de la sexualidad masculina, la noción del falo como fetiche, estadio en el cual a esta dimensión de la biología del macho humano se le otorgan poderes especiales, más allá de la voluntad de hombre particular. El falo dominará la voluntad del sujeto y exigirá las más increíbles proezas para ser complacido.

De esta forma, el sexo entendido como mercancía, adquiere las dimensiones de fetiche de manera más clara en la masculinidad. Y este más anclado en el falo; así, el pene erecto tendrá poderes especiales, incluso por encima de la voluntad del hombre.  Tanto es así, que el pene erecto es objeto de adoración desde la Antigüedad.

En la masculinidad y el sostenimiento de sus principales características, el mundo interno tiene un peso determinante. Tan importantes son las condiciones externas -condiciones concretas de existencia- como las internas o subjetivas. El falo se ostenta en ambas dimensiones de la vida de los hombres. Berger y Luckmann (1976) aluden a la realidad como construcción subjetiva. Es probable que, en muchos casos, los hombres ante el debilitamiento de la realidad objetiva, acudan a mecanismos de compensación subjetiva que les permita saberse y sentirse en ciertos lugares, lo cual aplica para diversas áreas de la masculinidad y, en forma particular, para la sexualidad.

Los hombres estudiados, en su discurso, expresan la particular ostentación del falo en el caso específico de las relaciones sexuales con personas menores de edad. Aunque puede sonar grotesco, el falo en su dimensión simbólica fue comparado con un “abridor” de botellas, que “destapa” la virginidad de las niñas y adolescentes. Vale decir que la idea del “destape” aparece con frecuencia en varios grupos estudiados.

Si todo es lograr la erección, penetrar y eyacular, la edad puede actuar como enemigo inevitable. Tanto es así que la Viagra, o similares, actúa en todas las edades -adultos y jóvenes-, con discursos diferentes pero con una base de razonamiento similar.

Campos y Salas (2002: p. 211) al respecto anotan:

“Si ya ‘no funciona’, ‘ya no soy hombre, o soy menos hombre’, esto coloca la subjetividad masculina alrededor de la erección, el hombre se convierte por lo tanto en PSICOERECTUS. Las reflexiones que hacen los hombres en torno a los problemas erectivos definen a tales problemas como uno de los grandes temores y amenazas que los vulnerabilizan. Hemos constatado la gran cantidad de mitos que manejan los hombres hacia la erección y hacia el pene, el punto de considerarlo como un ser con existencia propia independiente, que se mueve a su propia voluntad y cuyos ‘movimientos’ nada tienen que ver con el mundo social, interpersonal y subjetivo del hombre que lo porta”.

Quizá es esta una de las principales preocupaciones de los hombres, precisamente por el centramiento en una sexualidad fálica.

La tríada de la sexualidad masculina con facilidad puede no funcionar: no penetrar, no fecundar, no dominar. La sexualidad masculina, estructurada de esta manera, es ostensible, fácil de ver y no tiene mucho de misterioso; por su lado, la femenina sí la es (los hombres no pueden comprobar que hubo orgasmo que, de no ser así, les puede herir dado el mandato de algunos mitos, como fueron expuestos). Incluso en la sexualidad para la reproducción, muy controlada por el patriarcado, no existe certeza absoluta de quien ostenta la paternidad. Al final, solo la mujer sabe quien es el padre y, de paso, si alcanzó o no el orgasmo.

En una investigación realizada por los autores (Campos y Salas, 2002) se encontró que los hombres, cuando no consuman el coito, piensan que “perdieron la noche” o que “no pasó nada”. Cuando un hombre dice “No pasó nada la noche anterior” está afirmando que la cuestión es que no ejerció sus labores -¿deberes?- sexuales como hombre; es decir, no llegó a completar la penetración. Lo accesorio, lo preliminar, lo afectivo (pre y pos coito) no pesan mayor cosa en todo esto. A pesar de que, como ya se indicó, contradictoriamente, la principal preocupación de los hombres es el placer de la mujer. Lo que no se dice es que la genuina preocupación es que él no la llevó al placer, lo cual implica ignorar la autonomía de las personas para acceder a esos estados placenteros y, por otro, sobre todo en los hombres, la gran preocupación de “¡Si no lo hago yo, lo hace otro!”. Al final, no es el placer lo que interesa, ni el de él ni el de ella, sino el mostrar capacidad de dominio y control.

Esta aseveración “Si no lo hago yo, lo hace otro” se encontró en varios grupos de los hombres estudiados, los cuales argumentaban diciendo que si ellos no accedían a la demanda de personas menores de edad en ESC, lo harían otros hombres.

El “falo fallando” es sinónimo de hombría falseada. La identidad masculina se pone en juego como un todo. Si en la mujer la no maternidad es sinónimo de no feminidad, en el hombre la no erección es la incapacidad de penetrar: soy menos hombre.

Sin ánimo de entrar en mayores detalles, es interesante cuestionarse si la no presencia de orgasmo en las mujeres tiene el mismo peso o papel de la no erección en los hombres, en cuanto a la definición de sus identidades como tales. Aspecto este que excede los alcances de esta investigación.

 Al respecto, anota Gindin (1991: p. 25):

“Gran parte de los problemas sexuales masculinos se deben a lo que Masters y Johnson denominan ansiedad por el rendimiento. Los hombres debemos rendir sexualmente, y si no lo hacemos estamos aplazados. Y si estamos aplazados en esto, somos poco hombres. Entonces otro nos va a desplazar rápidamente o nuestra compañera va a dejar de querernos” (el resaltado es del original).

Dado el fenómeno de la doble moral en la sexualidad masculina patriarcal, aunque puedan existir prohibiciones, regulaciones, controles, respecto a determinadas prácticas sexuales que violenten los derechos de las personas implicadas, lo cierto es que coexisten mecanismos que propician que se haga lo contrario. Para algunos hombres lo prohibido es atractivo y seductor, aunque haya en algunos casos solo nociones vagas de que son transgresiones.

Para algunos hombres, el sexo, el cuerpo de lo juvenil puede actuar como acicate para efectos sexuales. Aparte de que en esto se juega el doble mensaje: veneración por lo joven y lo novedoso -por ejemplo, el cuerpo de mujeres jóvenes- y la prohibición de acceder a ellos.

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