jueves, 16 de abril de 2020


Desmontando el discurso del “trabajo sexual” (segunda parte)

12/03/2020

AUTORA
Tasia Aránguez Sánchez

Resposable de Estudios Jurídicos de la Asociación de Afectadas por la Endometriosis (Adaec) y profesora del Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada
Desmontando el discurso del “trabajo sexual” (primera parte)


El lobby proxeneta ha realizado importantes esfuerzos, tanto económicos como publicitarios, para lograr la aceptación social de su negocio criminal. Lo sorprendente es que muchas personas autodenominadas “feministas” han aceptado tesis favorables a la legalización de la prostitución. Los argumentos pseudofeministas tienen tanto predicamento que se ha impuesto la absurda idea de que el feminismo se encuentra dividido acerca de si la prostitución es compatible con la libertad de las mujeres. Dicha confusión es insidiosa, pues la abolición de la prostitución ha sido un objetivo feminista desde el sufragismo. En este artículo continuamos analizando los argumentos más populares que emplea el pseudofeminismo para blanquear el negocio de la explotación sexual.

Un trabajo como otro cualquiera:
Hay quien compara la prostitución con trabajos duros y feminizados como la limpieza o la recogida de fresas. También hay quien lo compara con trabajos del sector servicios como ser camarera, o con cualquier tipo de trabajo “pues en todos se vende el cuerpo o la mente” (sostienen quienes realizan estas comparaciones). Incluso sostienen que, como cualquier otro trabajo, la prostitución se beneficiaría de una capacitación laboral (como un taller para aprender a hacer felaciones). Quienes así argumentan evitan responder a la cuestión de si el Servicio Público de Empleo Estatal debería obligar a mujeres y hombres desempleados a aceptar este tipo de vacantes so pena de perder la prestación como pasaría con otro “trabajo cualquiera”.

La prostitución no es un trabajo como otro cualquiera, pues lo que se vende no es la “fuerza de trabajo” o un “servicio” sino la persona misma y la subordinación de las mujeres. En la mayoría de trabajos las habilidades y experiencia te hacen un trabajador/a más valioso, pero en la prostitución eres más valiosa cuando eres una niña y no sabes ni lo que ocurre. Es la prostitución la habilidad vale mucho menos que la juventud porque lo que se vende es la persona y no sus conocimientos. No es casual que el exponencial aumento de la prostitución haya surgido tras la aparición del feminismo de los años setenta del siglo XX, que cuestionó la dominación masculina en el sexo y denunció la ausencia de reciprocidad. Frente a dicha ola revolucionaria, el patriarcado ha reforzado el mandato de la cosificación sexual femenina y ha multiplicado vorazmente el consumo de los cuerpos de las mujeres más vulnerables.

Las posiciones que sostienen que la prostitución es un trabajo prefieren ignorar los detalles físicos inherentes a la prostitución, que supone una auténtica invasión del interior del cuerpo de la mujer. Rosa Cobo explica que la prostitución no puede ser considerada un trabajo porque su función es posibilitar que los hombres accedan sexualmente al cuerpo de las mujeres.

 La prostitución es libertad sexual:
El pseudofeminismo señala que las feministas somos puritanas porque nos oponemos a la prostitución. Argumentan que la prostitución es un peligro para el patriarcado porque rompe el binarismo entre la “buena mujer” (la esposa) y la “mala mujer” (la prostituta). A esta última se la presenta como modelo de emancipación para todas las mujeres. Como explica Alicia Puleo, aunque estas ideas sobre la “transgresión sexual” parezcan modernas y juveniles, se remontan al siglo XVIII con Sade y los libertinos, que no eran feministas precisamente.

Lo cierto es que renunciar al deseo propio para satisfacer el masculino no es “libertad sexual”. La prostitución autoriza el acceso al cuerpo de las mujeres sin tomar en consideración sus deseos y con formas agresivas y prácticas sexuales que producen dolor e infecciones. Como señala Rosa Cobo, el feminismo reivindica una sexualidad basada en el deseo mutuo. En la prostitución, en cambio, la pobreza, la precariedad o un pasado marcado por los abusos sexuales te empujan a la industria del sexo.

La forma de vivir la sexualidad que tienen los puteros representa la falta de todo compromiso y reciprocidad. La prostitución se banaliza y se ve como un mero acto de consumo que proporciona un momento de diversión, relax tras el trabajo o romper la monotonía “de comer siempre el mismo plato”. Los prostituidores lo comparan a ir al cine o comprar ropa. Los puteros describen el placer de seleccionar, elegir y “follarse” a mujeres que sin dinero de por medio no estarían a su alcance. Para ellos el placer está en obtener sin dar, sin tener que continuar la relación, sin obligaciones; es el modelo sexual promovido por la pornografía. En ese coito, los hombres pueden despreocuparse por completo del placer de ella y centrarse en el suyo. Rosa Cobo explica que la prostitución es cómoda para los hombres porque tienen sexo de modo inmediato, ahorran tiempo, no tienen que cortejar, no tienen que hablar, ni seducir y no temen ser rechazados. Es la opción ideal para los que rechazan la reciprocidad emocional: algo rápido y al grano. La prostitución es la negación del deseo de las mujeres. Los hombres satisfacen su deseo y las mujeres complacen, no dicen “eso no me gusta” o “no me apetece”.

La defensa de la prostitución se basa en el argumento machista de la irrefrenable sexualidad masculina. Según ese argumento, la prostitución cumpliría la función de satisfacer una urgencia sexual masculina que está inscrita en la biología. Hay que sacrificar a una clase de mujeres para que los hombres puedan tener mujeres a su disposición. El hecho de que las mujeres puedan ser usadas sexualmente por los hombres envía a la sociedad el mensaje de la inferioridad de las mujeres y niñas. Los deseos de los hombres son transformados en derechos.

 La prostitución como trabajo socialmente necesario:
Hay quien sostiene que la prostitución es un trabajo necesario comparable al trabajo reproductivo o a uno que cubra necesidades emocionales. Una de las versiones de moda de este argumento es la que sostiene que las personas con discapacidad necesitan “asistencia sexual” sufragada por las administraciones públicas para poder cubrir sus necesidades sexuales y sanitarias.

Entre las principales funciones que tiene la prostitución, según este tipo de argumentos, se encuentra la de desfogar a los hombres. Se expone que, gracias a la prostitución, los hombres no violarán a las mujeres, estarán más tranquilos al llegar a casa y no maltratarán ni violarán a sus esposas. Además, según ese argumento, la prostitución permite hacer efectivo el “derecho al sexo” o a la “salud sexual” (el discurso del “trabajo sexual” confunde deseos con derechos). Quienes defienden la postura del “trabajo sexual” elevan el sexo a categoría de necesidad imperiosa: sexo es salud y, si no lo tienes, está justificado que hagas casi cualquier cosa para obtenerlo.

Los regulacionistas consideran que la prostitución es un trabajo femenino que hay que valorizar, al igual que ocurre con el trabajo doméstico sin salario que ha sido habitualmente ignorado (se compara así un trabajo que constituye una necesidad social con la prostitución, que solo es necesaria para mantener el dominio masculino).

 
Burdel El Delfín. Foto diario Página12

El argumento de que el abolicionismo es racista y colonial:
Kapur, regulacionista india, acusa a las abolicionistas de su país de hacer el juego a occidente presentando a las mujeres indias como víctimas de la dote, los asesinatos por honor, la trata y la prostitución. Considera que las activistas indias que ven a las mujeres prostituidas como “víctimas” reproducen una mirada heterosexual, blanca, de clase media y occidental. Según Kapur, las abolicionistas de su país traicionan sus intereses de mujeres racializadas. Los argumentos como el de Kapur suponen que cualquier mujer que denuncie la opresión o la violencia que sufren otras mujeres está siendo clasista y condescendiente. Kapur considera que tenemos que centrarnos en la fortaleza que tiene la “trabajadora del sexo” que es madre, trabajadora y objeto sexual. Al mantener de forma simultánea el binomio madre/prostituta desafía las normas sexuales y familiares indias. El punto de vista de Kapur, que ella misma define como “posmoderno y postcolonial”, consiste en no centrar la atención sobre los factores estructurales opresivos, sino en los “espacios de empoderamiento” que hay en el interior de las situaciones de victimización.

Sheila Jeffreys señala que no es cierto que las madres prostituidas representen un nuevo modelo familiar en India. Hay familias y maridos que llevan a las jóvenes a los prostíbulos y hay castas tradicionalmente dedicadas al “entretenimiento”. La teórica añade que si elegimos ignorar los aspectos estructuralmente opresivos de la prostitución es muy fácil considerar que estas mujeres “están empoderadas”. Las abolicionistas no queremos apartar la atención de los aspectos estructurales (de clases, de sexo, de dominio colonial) sino que queremos ponerlos en primer plano.

El activismo contra la trata también recibe acusaciones de racismo provenientes de voces posmodernas. Las regulacionistas usualmente se refieren a la trata con el eufemismo de “migración laboral”. Las defensoras del sexo como trabajo acusan a las activistas contra la trata de complicidad con las políticas antimigratorias y desvían la atención hacia vulneraciones de derechos humanos que también afectan a los hombres migrantes, como las relacionadas con los CIE (centros de internamiento de extranjeros). Las abolicionistas compartimos con las regulacionistas las justas reivindicaciones en relación con las políticas migratorias pero rechazamos que se usen como cortina de humo para blanquear la trata.

Es evidente que tanto la trata como el turismo sexual son fenómenos asociados a una historia de colonialismo económico. Las mujeres migrantes son percibidas como más indefensas y “exóticas”, mientras que los hombres que consumen sus cuerpos suelen ser más acomodados que ellas, blancos y occidentales. Los hombres incluso viajan a otros países con la finalidad de acceder a mujeres que se prostituyen por extrema necesidad. El turismo de prostitución confirma el poder del primer mundo y permite a los hombres acostarse con mujeres a las que perciben como más sumisas que sus compatriotas. Como vemos, no es en el abolicionismo donde se encuentra lo racista y colonial.

  Minimizar la trata:
Las asociaciones defensoras del trabajo sexual han recibido grandes subvenciones públicas desde los años ochenta y gracias a eso han logrado imponer con cierto éxito el uso del término “trabajo sexual” y han conseguido que la prostitución se vea como “un trabajo cualquiera”. El nuevo objetivo de estas asociaciones “de trabajadoras sexuales” vinculadas a la industria del sexo es legitimar la trata, logrando que se perciba socialmente como un fenómeno de migración en busca de trabajo. Así, las mujeres víctimas de la trata son denominadas con el eufemismo “trabajadoras sexuales migrantes” y los tratantes son “organizadores de inmigración”.

El trabajo forzado por deudas, reconocido por los tratados internacionales como una forma moderna de esclavitud, se convertiría en “trabajo con contrato”. Según las regulacionistas, las mujeres tienen un contrato y saben a lo que vienen, pues han dado su consentimiento. El trabajo forzado por deudas lo consideran “pagar una tarifa para ser trasladadas”. Los defensores del trabajo sexual minimizan la trata sosteniendo que son muy pocas las mujeres que realmente han sido forzadas o engañadas. Señalan que las deudas por las que las mujeres se ven forzadas a trabajar surgen por la ignorancia de las mujeres, que no estaban familiarizadas con las tasas de cambio y acaban pagando más de lo que esperaban.

Los regulacionistas señalan que hablar de las mujeres como víctimas es insultarlas, pues ellas son trabajadoras empoderadas. A quienes luchan contra la trata las acusan de colonialistas y racistas que victimizan a las mujeres inmigrantes. Los únicos daños a las mujeres prostituidas y víctimas de la trata que reconocen es el que sufren de parte de las abolicionistas, que les obstaculizan el trabajo. También admiten el daño causado por las injerencias de la policía, las autoridades migratorias, el estigma de la puta…Es decir, reconocen como daño todo aquello que perjudica al negocio.

Frente a las mentiras del lobby del sexo, la mayoría de las mujeres prostituidas extranjeros han sido extorsionadas económicamente para venir, ya que las mujeres de países pobres no tienen los recursos para migrar ni saben cómo hacerlo. Las víctimas de la trata son obligadas a trabajar en prostíbulos y apartamentos, que las regulacionistas describen como un ambiente de trabajo multicultural y ameno donde las “trabajadoras extranjeras” pasan horas charlando entre ellas y con otros trabajadores como camareros y personal de seguridad. Según estas teóricas, muchas mujeres se adaptan al “trabajo”. Sin embargo, como explica Jeffreys con sarcasmo: “algunas no se adaptan”, porque la explotación sexual es un mundo aterrador y alienante en el que las mujeres son vendidas y alquiladas entre hombres. Los proxenetas trasladan con frecuencia a las mujeres a nuevos países y ciudades para que los clientes vean constantemente “género nuevo” y para mantener a las mujeres desorientarlas y evitar que aprendan la lengua local y que puedan denunciar su situación.


El precio de un pase no es lo que piensas


Ocultar al putero:
El énfasis en la “libre elección” de la mujer prostituida oculta el papel del putero en la prostitución. Sheila Jeffreys expone un estudio de 2007, realizado en Londres, en el que los puteros confiesan que no les importa si la mujer a la que están pagando es víctima de trata o no. Según el mismo estudio, el 77% de esos hombres consideran sucias e inferiores a las mujeres que venden sexo.
Como expone Rosa Cobo, el término “cliente” despolitiza y permite ocultar la violencia que ejercen los prostituidores. Además, todos los estudios académicos que no hablan del putero contribuyen al sostenimiento de la prostitución, pues parece como si la existencia de la misma dependiera únicamente de la “elección” de las mujeres prostituidas. Los medios de comunicación también ignoran a los puteros. Sin embargo, sin ellos no existiría la industria del sexo. Sin demanda no hay oferta.

Debemos tomar conciencia de que hay muchos puteros en la sociedad (y en nuestro país hay muchísimos). Son hombres que prefieren renunciar a la reciprocidad emocional en la sexualidad y que la sustituyen por el dominio. Consumen prostitución porque existe un sistema social que lo permite y justifica. Durante los años setenta y ochenta el putero estuvo sometido a cierta condena social gracias al feminismo. Pero durante la edad de oro del neoliberalismo sexual, en las décadas de los noventa y los dos mil, esa crítica despareció. Hay que volver a hablar de ellos.

Tanto hombres marginados como hombres exitosos consumen prostitución. Hay prostitución callejera y prostitución en hoteles de lujo. En la prostitución todos los hombres se sienten poderosos e importantes, porque todos ellos pertenecen al sexo dominante: no importan su cultura, su clase ni su cualificación profesional. En la prostitución las mujeres son propiedad colectiva de los hombres. La superioridad sobre las mujeres permite establecer cierta hermandad entre los hombres. Su masculinidad se construye sobre la diferenciación con las mujeres: ellos no son mujeres, son machos dominantes. Los prostituidores pueden actuar como en los patriarcados más duros: las mujeres prostituidas pueden ser humilladas y abusadas. Las “putas” son deshumanizadas, a ellas no hay que tratarlas con reciprocidad. Con ellas los puteros “pueden hacer de todo”.

  Argumento de que las mujeres también pueden ser clientas:
Desde las posiciones del sexo como trabajo se enfatiza el hecho de que las mujeres pueden ser puteras y hay hombres que se dedican al “trabajo sexual”. La finalidad de ese argumento es que nos olvidemos de que la prostitución es una institución machista. Aunque es verdad que hay algunos hombres que son prostituidos, la clientela de los mismos es masculina. Además esos hombres prostituidos suelen ser incluidos en el lugar simbólico de lo femenino (es decir, son tratados como “putas”).

Quienes defienden el trabajo sexual consideran que las “clientas de prostitución” irán aumentando conforme las mujeres vayan perdiendo “sus tabúes e inhibiciones sexuales”. Para justificar el carácter no patriarcal de la prostitución ponen el ejemplo del turismo sexual en el Caribe, en cuyas playas algunas mujeres occidentales mantienen relaciones con muchachos a cambio de dinero.
Jeffreys refuta la pertinencia del ejemplo del Caribe. En primer lugar, la escala del turismo sexual femenino es, en términos de número, mucho, muchísimo menor que el turismo sexual masculino. En segundo lugar, la hermenéutica de la sexualidad es inherentemente patriarcal. A modo de ejemplo: un joven de Barbados describía su entusiasmo sexual por las turistas diciendo que “las mujeres acá no saben coger, ni siquiera quieren chupar. Tienes que rogarles que lo hagan, y aún así se rehúsan, y si lo hacen, actúan como si te estuvieran haciendo un favor. Ahora bien, a una blanca tienes que rogarle que se detenga”. En este caso, sostiene Jeffreys, la turista sexual está al servicio de los hombres del lugar más que a la inversa. La dinámica de poder de la dominación masculina parece seguir bien preservada. Los hombres en los lugares turísticos siguen teniendo el control de la interacción sexual en virtud de la construcción de la sexualidad masculina dominante. En tercer lugar, los peligros que experimentan las personas de uno u otro sexo no son comparables. Las mujeres prostituidas del Caribe cuentan experiencias como la de un cliente que atacó a la mujer con un machete porque no estaba satisfecho con el trabajo. Otra mujer cuenta que acordó un encuentro con un cliente que luego apareció en el cuarto del hotel con otros seis hombres. Las mujeres afirman que siempre tienen mucho miedo porque no saben qué puede pasar. Los hombres no corren ningún peligro comparable.

La prostitución no puede aislarse de su contexto patriarcal. Los regulacionistas utilizan la “interseccionalidad” (apelación a la clase y a la raza) no para mostrar que las mujeres prostituidas también sufren explotación por su clase social y experimentan racismo, sino para argumentar que puede haber mujeres privilegiadas (puteras adineradas que instrumentalicen a hombres pobres). La cortina de humo es un uso habitual que los regulacionistas dan a la “interseccionalidad”.

  No es el momento:
Cuando el abolicionismo logra aceptación en el discurso público, la posición regulacionista se refugia en el “soy abolicionista pero…”. Uno de los “hits” de este pseudoabolicionismo es la postura “después de la revolución”, que sostiene que la prostitución terminará cuando se termine la pobreza, de modo que es la pobreza la que debe ser atacada y no la prostitución. Según ese punto de vista, primero hay que crear trabajos para las mujeres y procurar el desarrollo económico y solo después podrá afrontarse el problema de la prostitución. El “no es el momento” permite a la industria del sexo prosperar sin ataduras.

Como denuncia Jeffreys, esta excusa no se pone para otros temas como el matrimonio forzado o la violencia de género, aunque esas prácticas también sean exacerbadas por la pobreza. Pilar Aguilar compara este argumento con el que usó parte de la izquierda española para oponerse al sufragio femenino durante la Segunda República (la izquierda consideraba que era justo que las mujeres votasen, pero que el voto femenino daría el poder a la derecha y acabaría con la República, de modo que decían que “no era el momento”). Las abolicionistas de hoy, como las sufragistas de antaño, rechazamos el argumento de “no es el momento”.




El argumento de que la “regulación” es el mal menor:
El regulacionismo argumenta que la legalización de la prostitución es el “mal menor”. Este argumento es un clásico al que se enfrentaron ya las sufragistas en el siglo XIX. Josephine Butler se opuso a la legalización de la prostitución argumentando que el robo y el asesinato también son males que “siempre han existido”, pero a nadie se le ocurre decir: “como no podemos eliminar el robo o el asesinato, pongamos controles y que la ley determine en qué lugares, a qué horas y en qué condiciones se podrá robar y matar”. La idea del “mal menor” se basa en la creencia de que el impulso masculino de prostituir mujeres es natural e incontrolable.

Además es falso que la legalización sea “el mal menor”. Cuando la prostitución se legaliza, los que salen ganando son los proxenetas, tratantes y clientes, que se benefician de la complicidad social con la misma. Un número muy pequeño de mujeres queda incluido en el segmento legalizado de la industria y la inmensa mayoría de esta sigue siendo ilegal. Poquísimas mujeres se dan de alta como autónomas o trabajadoras (y muy pocas quieren hacerlo). Las condiciones de seguridad y las tarifas de las mujeres disminuyen, pues aumenta la competencia. Cuando la prostitución se legaliza, la intervención de la Administración pública se limita a financiar a las “asociaciones de trabajo sexual”, cuya tarea fundamental es legitimar la industria del sexo. Estas asociaciones utilizan esos fondos estatales para repartir folletos informativos a las mujeres prostituidas y preservativos.

Los folletos informativos consisten en recomendaciones de seguridad para las mujeres prostituidas. Ejemplos reales de estos folletos que cuenta Sheila Jeffreys son: usar el preservativo para evitar ETS y embarazos, examinar el pene de los clientes para ver si tienen signos de enfermedad, que las mujeres revisen los coches para ver si encuentran cuchillos, armas de juego, almohadones, cinturones o sogas (porque todos esos elementos son armas potenciales), etc.

Como vemos, las recomendaciones transfieren la responsabilidad a las mujeres prostituidas para que ellas mismas se cuiden de graves peligros. Pero, dada la situación de impotencia en la que viven las mujeres prostituidas, estos consejos son ridículos. Es obvio que si una mujer prostituida intenta mirar el pene del hombre para ver si tiene algo, el cliente puede enfadarse y ser violento o simplemente, marcharse sin pagar “el servicio”. Con respecto al uso del preservativo, ni siquiera está garantizado en los prostíbulos legales, porque las mujeres aceptan por más dinero que no se use o aceptan a un hombre que no quiere usarlo porque no han tenido un cliente en toda la noche. Aunque se utilice, este puede romperse o salirse, o  incluso el hombre puede quitárselo en mitad del coito. Mientras que en “un trabajo cualquiera” como la obra o las oficinas, la inspección de trabajo puede evaluar el cumplimiento de las medidas de seguridad, en la prostitución el Estado no hace nada y los proxenetas se desentienden. El apartado de “seguridad e higiene en el trabajo” se despacha con unos consejos absurdos que dejan toda la responsabilidad a la víctima y que incluso la culpan si es atacada (por no haber cumplido bien las reglas de seguridad). En la prostitución las mujeres experimentan violaciones y golpes por parte de los clientes, proxenetas y tratantes y sufren la violencia cotidiana de la penetración no deseada (y a menudo dolorosa) por la cual les pagan. Ningún folleto con “recomendaciones” puede hacer nada frente a estos problemas.

Sheila Jeffreys expone que la sociedad está aceptando que la dominación sexual masculina es inevitable. Cuando hablamos de violencia de género en la pareja, las feministas no trabajamos bajo la premisa de que lo mejor que se puede hacer es repartir tiritas porque los hombres no pueden evitar pegar. Ya es hora de pensar que un mundo sin prostitución es posible. Debemos exigir políticas públicas eficaces frente a esta forma de violencia machista.


Fuente






Desmontando el discurso del “trabajo sexual” (primera parte)


Desmontando el discurso del “trabajo sexual” (primera parte)

05/03/2020
AUTORA
Tasia Aránguez Sánchez

Resposable de Estudios Jurídicos de la Asociación de Afectadas por la Endometriosis (Adaec) y profesora del Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada

El lobby proxeneta ha realizado importantes esfuerzos, tanto económicos como publicitarios, para lograr la aceptación social de su negocio criminal. Lo sorprendente es que muchas personas autodenominadas “feministas” han aceptado tesis favorables a la legalización de la prostitución. Los argumentos pseudofeministas tienen tanto predicamento que se ha impuesto la absurda idea de que el feminismo se encuentra dividido acerca de si la prostitución es compatible con la libertad de las mujeres. Dicha confusión es insidiosa, pues la abolición de la prostitución ha sido un objetivo feminista desde el sufragismo.

Los argumentos pseudofeministas han sido acogidos con especial calidez en los departamentos de las universidades al albur de las llamadas “teorías posmodernas” que, pese a no tener nada de feministas, han parasitado los “estudios de género”. Como explica Rosa Cobo, la universidad (especialmente en las últimas dos décadas) funciona como una instancia más del poder dominante. Se impone silenciosamente la idea de que los conceptos no deben desafiar a las lógicas dominantes, sino someterse a ellas. En dos artículos vamos a analizar 16 argumentos muy populares que emplea el pseudofeminismo para blanquear el negocio de la explotación sexual:

1. El uso de neolenguaje:

Uno de los elementos distintivos del pseudofeminismo es la utilización de eufemismos. Así, en lugar de hablar de prostitución hablan de “trabajo sexual”. Este nombre sugiere que la prostitución debería ser vista como un trabajo más. A los hombres que compran mujeres no les llaman “puteros” o “prostituidores” sino “clientes”, lo que normaliza sus prácticas como si se tratase de una forma cualquiera de consumo. Incluso hay quien denomina a los proxenetas que regentan espacios y obtienen ganancias como “proveedores de servicios” o “empresarios del sexo”. Otro término de moda es “asistencia sexual”, que alude de forma eufemística a la prostitución para personas con discapacidad. Algunas manifestaciones de esta neolengua son especialmente flagrantes: hay quien se refiere a la trata como “migración laboral”. Como explica Sheila Jeffreys, “el lenguaje es importante. El uso del vocabulario comercial en relación con la prostitución eclipsa el carácter dañino de esta práctica y facilita el desarrollo mercantil de la industria global”. Frente al neolenguaje, el feminismo apuesta por utilizar términos que no enmascaren la realidad.


Frase de Emma Goldman


2. La diferencia entre “trabajo sexual libre” y “trata”:

Muchos trabajos pseudofeministas que hablan de la prostitución como “trabajo sexual” defienden que hay que diferenciar entre varias formas: adulta e infantil, trata y trabajo sexual, libre y forzada, legal e ilegal, prostitución de mujeres occidentales y no occidentales, prostitución y asistencia sexual.

Como explica Rosa Cobo, “un argumento recurrente que plantean los partidarios de la regulación es que en la industria del sexo encontramos a una minoría de mujeres esclavizadas por las redes de trata y a una mayoría que realiza libremente el trabajo sexual”. Sin embargo, sostener esto supone ocultar “las condiciones sociales y económicas que empujan a las mujeres prostituidas hacia la industria del sexo: la pobreza, la discriminación, la existencia de circuitos que facilitan el tránsito de mujeres para la prostitución, las redes de trata y un pasado o presente de violación y abusos sexuales son las causas que empujan a algunas mujeres a entrar en la prostitución”.

Las posiciones lobbistas admiten que existen problemas “excepcionales” como la trata, la coacción o la violencia; pero sostienen que tales problemas deberían tratarse como casos individuales, preservándose la industria de la prostitución en sí misma. Resulta obvio que la prostitución no encaja en el relato de la “prostitución igualitaria y libre”; la violencia no es algo excepcional sino un elemento estructural. Jeffreys lamenta que “desafortunadamente esta perspectiva (la del “trabajo sexual libre”) domina en las obras de numerosas investigadoras feministas”.

3. El discurso de los derechos laborales para las “trabajadoras sexuales:”

Tal vez el punto de vista del sexo como trabajo ha seducido entre las filas de la izquierda porque siempre han tenido más facilitad para pensar en los derechos de la clase trabajadora que para pensar en los derechos humanos de las mujeres y en la violencia contra las mismas. Pero desde una posición feminista no se puede hablar de derechos laborales si antes no hablamos de derechos humanos básicos como la integridad física, la seguridad, la igualdad de oportunidades y la vida libre de violencia sexual.

Realmente, la teoría del “trabajo sexual” no es compatible con una lectura de clases sociales. De hecho, lo que ha conducido a este posicionamiento de la izquierda “posmoderna” no ha sido el marco teórico materialista/socialista sino la distorsión del mismo provocada por la asunción de las “políticas de la identidad”. Como señala Carole Pateman, cuando las feministas postsocialistas adoptan el enfoque del “trabajo sexual” terminan haciendo caso omiso del contexto y siendo mucho más positivas de lo que lo serían con respecto a cualquier otra “forma de trabajo”, en las cuales sí advierten las relaciones de subordinación y dominio.

4. Afirmar que el problema principal es el estigma:

Quienes defienden los “derechos para las trabajadoras del sexo” dedican mucho menos tiempo a hablar de medidas de seguridad e higiene en el trabajo que a teorizar sobre el problema del estigma. Esto tiene sentido, pues como explica Pilar Aguilar, las medidas de seguridad laboral serían difícilmente aplicables: ¿las trabajadoras usarían guantes, traje especial y mascarilla, al igual que en otras profesiones que trabajan con fluidos corporales?, ¿la inspección de trabajo podría supervisar las medidas de seguridad durante el “servicio”?, ¿con qué patronal se negociarían dichas medidas? (hemos de tener en cuenta que gran parte de la industria está bajo el control de mafias y redes de tráfico de personas, drogas y armas). Pero estos problemas realmente no preocupan a los supuestos “sindicatos de trabajadoras sexuales” porque sus reivindicaciones nunca y en ningún país del mundo han sido de tipo sindical. Hablan de hacer controles de enfermedades de transmisión sexual a las mujeres prostituidas pero no a los puteros, lo que no deja de ser una forma de atraer a la clientela ofreciendo seguridad.

Es sorprendente que muchas investigadoras sobre la prostitución pongan todo el énfasis en el “estigma”. El concepto de “estigma”, como explica Jeffreys, se usa para sugerir que los daños que causa la prostitución no provienen de la práctica de la actividad en sí, sino del estigma que sufren las mujeres prostituidas. Quienes defienden el trabajo sexual alegan que si toda la sociedad acepta la prostitución y el estigma desaparece, los problemas de la prostitución desaparecerán también y la prostitución se convertirá en un trabajo como cualquier otro. Pero la realidad es que hay problemas mucho mayores que el estigma (y los riesgos de embarazo o de contraer enfermedades como el VIH no son los únicos). Las mujeres prostituidas explican que el problema principal es la violencia que proviene de los propios clientes (que a menudo son sucios, abusivos, borrachos y explotadores). Los prostíbulos son lugares horribles y las mujeres tienen que estar todo el tiempo intentando que el “cliente” no haga cosas que ellas no quieren hacer mientras a la vez tratan de satisfacerlo. Casi todas las mujeres prostituidas consideran que no hay nada bueno en la prostitución. Las mujeres prostituidas están extremadamente preocupadas por su seguridad. Si un cliente no logra tener una erección, puede pegarte. Pero las regulacionistas solo hablan del estigma. Como explica Jeffreys, hay que hacer muchas piruetas mentales para atribuir todos los daños al estigma.
Y aquí no estamos negando la importancia del estigma. Las mujeres prostituidas sufren daños derivados del modo en que la sociedad, la policía y el sistema las trata, y porque no pueden volver con sus familias ni explicarles lo que les ha ocurrido. Las mujeres sienten que tienen una marca que las señala como indignas e infrahumanas. Pero los problemas de las mujeres prostituidas no desaparecerían si el estigma se terminase.

No hay que confundir el rechazo a las mujeres prostituidas con el rechazo a la prostitución (una actividad que causa daño a las mujeres y vulnera nuestros derechos). Rechazar la prostitución no es “putofobia”. Las personas que defienden la prostitución como trabajo sustituyen un debate materialista por uno identitario (políticas de la identidad). El discurso del “trabajo sexual” minimiza la violencia y pone en primer plano un problema de estatus que se solucionaría con una actitud personal de orgullo y con un cambio de la percepción social sobre la prostitución. Por tanto, en la práctica quienes hablan de derechos de las trabajadoras sexuales realmente sostienen un discurso de “orgullo de puta” mucho más que de derechos laborales.

5. El argumento de que hay que escuchar a las “trabajadoras sexuales”:

Todas conocemos grupos de “trabajadoras del sexo” que aseguran que la prostitución es una experiencia positiva, una elección personal y que debería ser legalizada. Cuando se invoca la experiencia personal muchas mujeres se ponen de parte de dichas “trabajadoras sexuales” o, cuanto menos, optan por callarse para respetar a “la voz de la experiencia”. Sin embargo, también hay grupos de mujeres sobrevivientes del sistema prostitucional que rechazan la idea de que la prostitución sea una elección libre y que reclaman la abolición de la misma.

Pese a la coexistencia de ambas voces, el sector “regulacionista” ha logrado dibujar la imagen de que las abolicionistas son señoras “burguesas” que se niegan a escuchar a las “trabajadoras sexuales”, e incluso que son “putófobas” a causa de su puritanismo. Las voceras del trabajo sexual poseen mayor visibilidad gracias a las millonarias subvenciones que se han proporcionado durante décadas a los lobbys del “trabajo sexual” en todo el mundo. Tampoco hay que descartar la importancia del respaldo discreto de todos los hombres que forman la base de clientes, e incluso en algunos casos la aquiescencia de funcionarios públicos favorecidos con prebendas y redes de corrupción en las que la administración pública está directamente implicada en el negocio.

Rosa Cobo invita a cuestionarse críticamente la idea de que las opiniones de las mujeres prostituidas o las de los consumidores deben determinar la evaluación ética de la prostitución. Hay que analizar el contexto en el que surgen las voces, porque una cosa es escuchar y otra es estar de acuerdo con lo que se afirma. No podemos ignorar que la prostitución es una institución inseparable del dominio patriarcal de los hombres sobre las mujeres, la falta de recursos, la feminización de la pobreza, la inmigración y las redes mafiosas. En tal contexto resulta totalmente iluso creer en la libertad de elección.

La Prostitución. Autor: Pedro Lobos



6. El mito de la puta empoderada:

Quienes defienden el “trabajo sexual” dicen situarse en la izquierda, pero sus posiciones tienen un trasfondo y un lenguaje propio del neoliberalismo. Para el discurso del “trabajo sexual” las mujeres prostituidas son emprendedoras que tienen un negocio, pagan una tarifa al dueño del bar y asumen riesgos. Los riesgos son tremendos: no solo está el riesgo de que no se les pague, sino que hay otros como el de sufrir violencia e incluso de ser asesinadas, de tener problemas de salud como el VIH o que los consumidores se quiten el preservativo a mitad del acto. Pero esos riesgos son vistos como responsabilidad de las mujeres y parte del negocio. Para la posición del “trabajo sexual” las mujeres son como leonas en busca de su mejor presa y, aunque los puteros piensan que tienen el poder, realmente son ellas las que lo tienen (esto significa ser una “puta empoderada”).

Aunque lo usual es que los partidarios del “trabajo sexual” exceptúen la trata y la prostitución de países empobrecidos, cada vez se leen más artículos en los que se aplica el lenguaje de la “libre elección” a estas circunstancias. Un ejemplo real que expone Jeffreys es el de un estudio académico de 2006 que asegura que las prostitutas de Calcuta o México que tienen sexo sin preservativo pueden ganar un 80% más de lo que ganarían usándolo y entonces, según ese cínico estudio, las “trabajadoras” estarían decidiendo racionalmente entre dos opciones: usar preservativo y tener un sueldo que apenas les permite llegar a fin de mes, o no usarlo y enviar a sus hijos a las mejores escuelas. Por tanto estas mujeres en realidad serían “empresarias exitosas” que toman sus propias decisiones libres y racionales. Debería ser obvio lo que explica Jeffreys: nadie debería considerar que es una “elección libre” aquella que consiste en elegir entre la posibilidad de morir por VIH/Sida o de alimentar a los niños y llevarlos a la escuela. El enfoque del “trabajo sexual” puede ser individualista hasta extremos sorprendentes.

La posición del “trabajo sexual” muestra mayor interés por criticar a las abolicionistas que en denunciar las opresivas condiciones de poder inherentes a la prostitución. Acusan a las partidarias de la abolición de la prostitución de victimizar las prostitutas por considerarlas “incapaces de tomar sus propias decisiones”. Jeffreys explica que esta visión que encontramos en el discurso “regulacionista” es propia de la ideología postmoderna y neoliberal que hay tras ella. No es casual que las mismas personas que defienden el “trabajo sexual” suelan pensar que ponerse un velo islámico es elegir un estilo de vida, que las mujeres afirman su auténtica personalidad mediante el maquillaje y la moda y que la sexualidad es un terreno regido por la libre expresión del deseo. Este “postfeminismo” considera que el feminismo consiste en sentir “orgullo puteril” y en hacer “lo que me sale del coño”. Ni rastro de un análisis estructural acerca de la opresión de las mujeres como clase sexual y tampoco hay rastro alguno de los hombres como clase opresora. La idea de la libre elección dista mucho de un análisis materialista basado en una categoría como sexo, clase o raza. El postfeminismo ya no ve a las mujeres como sujetos oprimidos y su única finalidad es celebrar la individualidad y la libre elección entre estilos de vida. Es una filosofía completamente despolitizada.

Como expone Rosa Cobo, lo que hace el enfoque del “trabajo sexual” (dominante en el ámbito universitario) es mostrar como libres y empoderadas a quienes son objeto de explotación sexual. El verdadero reconocimiento de la dignidad de las mujeres prostituidas consiste en mostrar las estructuras sociales y económicas en las que viven y que facilitan el crecimiento de dicho negocio. Dar reconocimiento a las mujeres prostituidas implica hacer justicia.

7. Defensores del “trabajo sexual” que dicen ser “anticapitalistas”:

Marx negó la validez de los contratos establecidos entre un burgués y un obrero, por basarse en la necesidad de una de las partes contratantes. Sin embargo como explica Rosa Cobo, en lo concerniente a la sexualidad de las mujeres, el neoliberalismo posterior a los años ochenta del siglo XX ha logrado inocular el liberalismo más radical a sectores de la izquierda que tienen incluso la poca vergüenza de autodenominarse “anticapitalistas”. La izquierda compra el discurso más liberal. Se apela a la libertad de las mujeres para justificar ideológicamente la prostitución o los vientres de alquiler.

Como explica Rosa Cobo, para el liberalismo la prostitución es un intercambio de servicios sexuales por dinero realizado voluntariamente. La prohibición legal de este intercambio es, además de inútil, un atentado a la libertad y una vulneración del derecho de las prostitutas a utilizar su cuerpo como quieran. En las teorías críticas, como el socialismo y el feminismo, se sostiene que no puede haber libertad contractual absoluta en sistemas fundados sobre dominaciones patriarcales, raciales o de clase. Tenemos que preguntarnos si puede haber una relación consentida por parte de quien tiene una posición social subordinada y se encuentra en la intersección de dos sistemas de dominio tan opresivos para las mujeres como el capitalismo y el patriarcado. Si no existen otras alternativas de vida digna no cabe hablar de libertad de elección.

La realidad que encubre esa ideología radical del contrato es la de una sociedad consumista y patriarcal en la que los hombres consumen cuerpos de mujeres en congresos, negocios, competiciones deportivas, despedidas de soltero, celebraciones de divorcio y en su tiempo libre. La prostitución es el colofón de un evento de hombres, el premio al estrés, al éxito o el caprichito de diversión. El mercado ha promovido la idea de que todos los deseos deben satisfacerse siempre que el dinero pueda comprarlos. Las mujeres prostituidas son reducidas a un objeto para el entretenimiento masculino. Se considera que no hay nada malo en la prostitución y la compra de sexo se presenta como un acto de consumo aséptico.

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