miércoles, 5 de febrero de 2020

“El putero moderno se consiguió una niñera queer” de Kajsa Ekis Ekman


“El putero moderno se consiguió una niñera queer” de Kajsa Ekis Ekman*

8 MARÇ
Artículo original en inglés (The modern john got himself a queer nanny) en Feminist Current (agosto 2016).
Traducción del colectivo “Mujeres por la Abolición de la prostitución”.
* Periodista, escritora y activista sueca, autora del libro “El Ser y la mercancía. Prostitución, vientres de alquiler y disociación” que será publicado próximamente en castellano.

 “El putero moderno se consiguió una niñera. Pasa algo raro en los debates sobre la prostitución: mientras que la casi todos los que solicitan servicios de índole sexual son hombres, la abrumadora mayoría de los intelectuales que defienden la prostitución son mujeres. Se trata de un fenómeno extraño que, ciertamente, merece que se lo analice por separado.

En teoría, el putero tiene razones de sobra para preocuparse. Está, por primera vez, en el centro de la discusión: los legisladores, cada vez con más frecuencia, los tienen a ellos (o a la “demanda”, para usar un término empleado por las ONG) en la mira y el modelo nórdico ha sido elogiado por el Parlamento Europeo, que reconoce que es el modelo que mejor combate la trata de personas. Además, los movimientos conformados por sobrevivientes de la prostitución crecen día a día en todo el mundo. Las mujeres se animan a alzar la voz, como sucede en Prostitution Narratives: Stories of Survival in the Sex Trade (“Narrativas de la prostitución: historias de supervivencia en el comercio sexual”), un libro de publicación reciente que devela lo que los puteros realmente les hacen a las mujeres en prostitución. Es la primera vez en la historia que tantas mujeres colectivamente revelan lo que pasa en el mundo de la prostitución, un mundo en el que, hasta no hace mucho, un hombre podía hacer casi cualquier cosa con una mujer sin que nadie se enterase. Esos tiempos ya se acabaron: el putero se está volviendo una figura visible. Crece la tensión. ¿Hemos llegado a un punto en la historia en el que a una mujer le tiene que gustar un hombre para que él pueda acostarse con ella?

A pesar de todo esto, al putero no se le conoce la voz. No necesita hablar. Como siempre, cuando un hombre está bajo amenaza, llega una mujer para ayudarlo: a la vanguardia del discurso que intenta presentar a la prostitución como un “trabajo” no está el putero, sino la académica mujer. En cualquier revista, conferencia o evento en el que se esboce una leve crítica al putero, ahí se alzará una académica proprostitución para defenderlo.

¿Quién es esta académica? Ella se denomina una “subversiva”, una “revolucionara” o una “feminista”, incluso. Por esa razón es que el putero la necesita de embajadora: que una mujer como ella defienda la prostitución hace que parezca el epítome de la liberación femenina: un intercambio de bienes por dinero que es justo para ambas partes, una práctica moderna y socialista que además es pro LGBT y queer. Pero, el putero la necesita más que nada porque, cuanto más hable ella, más nos olvidaremos de que él existe.

El acuerdo tácito pactado entre el putero y la académica proprostitución es que ella va a hacer todo lo posible por defender el modo de actuar del putero, al tiempo que se asegura de que nunca se hable de él. La académica, entonces, habla sin parar sobre la prostitución, pero jamás nombra al putero, porque ella está para asegurarse de que la discusión sobre la prostitución siempre termine en las mujeres. La académica queer usa a la mujer prostituida como escudo protector del putero. Le hace de todo: la analiza, la reconstruye y la deconstruye, la presenta como modelo a seguir y hasta la usa de micrófono (es decir, para acrecentar su fama como académica). A través de este mecanismo, se posiciona como la feminista “buena” que lucha contra las feministas “malas”.

La jugada imita la prostitución a la perfección: la prostituta es visible, se la ve en la calle y en los bares, pero el putero sólo pasa por ahí sin ser visto, lo que hace él no genera vergüenza ni hace que se tejan mitos alrededor de su figura. La función de la académica queer es asegurar la continuidad de ese status quo para el putero.

Ante lo que nos encontramos es una defensa de la prostitución pensada como un escudo doble, ya que a cualquiera que quiera debatir sobre la prostitución le va a costar llegar al putero, porque en el medio se encuentran la académica y la “trabajadora sexual”. Cualquier intento que se haga de hablar de lo que hace, piensa o dice el putero rebota y se termina convirtiendo en una discusión sobre las identidades de las mujeres o en una pelea.

La académica pro-prostitución tiene su propia definición de “debate intelectual”: le dice “escuchar” a cuando ella habla. Asegura que no está de por sí a favor de la prostitución, sino que solamente “escucha a las trabajadoras sexuales”. Cuanto más fuerte habla, más asegura de que eso es prueba de que “escucha”. Cuando se le presenta una persona que no está a favor de la prostitución, denuncia que se la está “silenciando”.

El surgimiento de los movimientos conformados por sobrevivientes de prostitución ha mostrado que la supuesta capacidad que tiene la académica para escuchar a las mujeres en prostitución, está condicionada. Cuando las sobrevivientes hablan en contra de la prostitución, la académica queer puede proceder de dos formas: o directamente no las escucha o argumenta en contra de ellas. Ahí es cuando queda al descubierto que no defiende a la voz de las “trabajadoras sexuales”, sino al putero.

Esta académica es de las hacen denuncias en las redes sociales si se cruza con un hombre que cree que sabe más que ella (mansplaining) o que acapara mucho espacio en el transporte público (manspreading), o si alguien la trata de “preciosa” o si alguien dice que las mujeres se embarazan y no usa el término “personas”, que es más abarcativo. Uno no puede evitar preguntarse cómo es que la indignación que le nace ante esos detalles logra convivir con la insensibilidad que demuestra al hablar de una industria que, según estudios, es la más mortal para las mujeres.

No hay que olvidar que para ella, al igual que para el putero, la mujer en prostitución es “otro tipo” de mujer. Es cierto que la académica emplea un tono de admiración para hablar de la prostituta, mientras que el putero utiliza solamente desprecio, pero, en el fondo, se trata de lo mismo.

La verdad es que la académica queer no es una revolucionaria o una feminista, ya que ni siquiera intenta defender a las mujeres, sino que, más bien, es la niñera del putero. Se trata de una de las funciones más antiguas pertenecientes al patriarcado. La académica lo tranquiliza cuando está preocupado y considera a sus enemigos como propios. Vigila que nadie le saque los juguetes, sin importar lo que él les haga a los demás. Es como aquella niñera de antaño que siempre trataba al hijo varón de la familia como niño y amo al mismo tiempo: obedecía sus pedidos, limpiaba el lío que dejaba y lo subía al regazo para que llore. La niñera, más que cualquier otra mujer dentro del patriarcado, es la figura de la mujer comprensiva. No soporta ver a su joven amo con hambre y por eso él siempre come antes de que ella se prepare algo, pero nunca lo trata como a un hombre con responsabilidades. Sin importar cuántos años tenga, para ella siempre va a ser un niño que no puede controlar su comportamiento. La niñera fue la que permitió que los hombres de clase alta sean, al mismo tiempo, jefe y niño irresponsable. No se puede entender al patriarcado sin comprender cómo la “niñera” le dio forma a los hombres que se encuentran en los escalafones más altos de la masculinidad.

El putero personifica a este tipo de hombre. El tipo de hombre que da órdenes y pretende que le cumplan todos los caprichos, pero que no se hace responsable de su comportamiento. Si le arruina la vida a otras personas, les contagia ETS a mujeres en situación de prostitución y a la propia esposa, contribuye a que se mantenga el negocio de la trata de personas, ¿cuál hay? Ni que fuese problema de él…

El putero de la actualidad no tiene una niñera literal, pero encontró algo parecido en la académica proprostitución: una niñera queer que lo tranquiliza cuando está alterado, se encarga de sus necesidades y lo defiende del mundo exterior. De esta manera, el putero puede seguir fanfarroneando sobre todas las “putas” que se va a coger en los viajes que haga, aunque él nunca aceptaría que su hija se hiciera prostituta (ni tampoco se casaría con una). Puede seguir mirando películas porno pero cuidado con que la novia se porte como “una puta”. Nunca la niñera lo va a retar. Nunca va a entrar en los foros de puteros donde los hombres se congregan para darles una puntuación a las prostitutas a decirles que no tienen que llamarlas “putas”, que el término correcto es “trabajadoras sexuales”. La niñera nunca lo va a retar por estigmatizar a las mujeres o por tener dobles estándares. Los hombres son hombres, después de todo…

Bien, si es así, entonces que crezcan y que hablen y se defiendan ellos solos. Si pagar por sexo es algo que está muy bien, que hablen y cuenten qué hacen y por qué, y que lo hagan utilizando sus propias palabras, las mismas que usan cuando van a los prostíbulos. Y cuando las supervivientes señalen a los puteros, que las niñeras se corran, que no dejen que los hombres se les cuelguen de la pollera en busca de protección. A las niñeras queer del mundo, les pregunto: ¿les pagan para hacer de embajadoras de los puteros, siquiera, o trabajan gratis? ¿Se ofrecen gratis, como lo han hecho mujeres por siglos, para proteger a los hombres y para no se los obligue a madurar y hacerse cargo de los que hacen?

Niñeras queer, a ustedes les hablo: renuncien. También ustedes se merecen algo mejor”.


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El debate sobre la prostitución y la regulación fantasma


El debate sobre la prostitución y la regulación fantasma
11/03/2019
Autora  Jorge Armesto
Padre, compañero, amigo, hijo, hermano que es lo que de verdad importa. Escritor, músico y fotógrafo aficionado. Trabajador público.

Hace algunos años, científicos como Richard Dawkins o matemáticos como John Allen Paulus publicaron trabajos en los que trataban de refutar racionalmente los argumentos clásicos a favor de la existencia de Dios. Desenmascararon el de la causa primera, la apuesta de Pascal, o el diseño inteligente. Y plantearon, además, alguna objeción ingeniosa, como aquella que se pregunta cómo es posible que Jesús fuese un varón, si el cromosoma Y (que determina que un individuo mamífero sea macho) solo se transmite de padres a hijos.

Sin embargo, me atrevo a sospechar que ninguna de estas brillantes argumentaciones convenció siquiera a un solo creyente. La religión y la ciencia operan en planos distintos e irreductibles. Y para alguien capaz de creer en el inmenso entramado quimérico de una religión, ¿qué más da un cromosoma más o menos?

Desgraciadamente, el debate en torno a qué hacer ante el drama de la prostitución se mueve en parecidas coordenadas, circunscribiéndose únicamente a valores abstractos que parecen desplegarse en una especie de limbo ideológico. De hecho, en la casi generalidad de las ocasiones, la controversia se plantea exclusivamente en términos moralistas, entendiendo este moralismo como lo define Wendy Brown: “síntoma y expresión de impotencia analítica” e “incapacidad para vislumbrar hacia donde encaminar la acción”, producto todo ello de una desorientación política radical.

En su excelente libro La prostitución, Beatriz Gimeno reconoce que abolicionistas y regulacionistas ni siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo en lo que deberían ser los aspectos más objetivos de la cuestión, como los datos empíricos, la metodología de estudio, la definición de los conceptos o la valoración de tales o cuales políticas. Esto evidencia nítidamente que la discusión sobrevuela sus aspectos más terrenos para inflamarse estallando con estrépito en un moralismo gaseoso, que se expresa casi únicamente en forma de reproche. Citando de nuevo a Wendy Brown: “En lugar de rendir cuentas analíticas convincentes sobre las fuerzas que generan injusticias y ofensas, los reproches moralistas condenan la manifestación de estas fuerzas dentro de observaciones y eventos particulares”. O, dicho de otro modo, el discurso moralizador es el sustitutivo impotente de la práctica y del estudio real de las fuentes del problema.
Sin embargo, aunque ambas partes participan del debate en parecidos términos, no me parece que ambas sean igualmente responsables de mantenerlo en ese espacio etéreo y convenientemente incorpóreo. Es verdad que, en justicia, también se le puede pedir al abolicionismo un mayor esfuerzo propositivo sobre medidas concretas que lleven a su objetivo, pero en lo que respecta únicamente a la dicotomía entre regular/no regular, la posición fundamental del abolicionismo, esto es: el cuerpo de la mujer no puede regularse como objeto de consumo recreativo para el hombre, sí es una posición moral de principios. No moralista, sino moral.
Frente a esto, el regulacionismo alardea de ofrecer soluciones realistas para tratar de atender a los problemas específicos del presente. Pero, de un modo bastante paradójico, tal pretensión de realismo e intervención directa en lo material no se expresa en propuestas concretas. Al contrario, es precisamente el discurso que pasa por ser más pegado a la praxis el menos capaz de definición y el que más abusa del reproche moral. En este mundo al revés, el esfuerzo intelectual por tratar de averiguar o predecir las posibles consecuencias efectivas que podría acarrear una posible regularización de la prostitución se lleva a cabo únicamente desde el abolicionismo mientras que los textos o manifiestos regulacionistas nada regulan, convirtiéndose en una concatenación de ambigüedades, buenos deseos y dogmas para los que se necesita de mucha fe.

Cada vez que se publica una de estas aportaciones me lanzo ávido a leerla buscando un atisbo de esa regularización que dicen regular. Pero en cada ocasión solo encuentro acusaciones contra sus compañeras abolicionistas a las que se califica, por ejemplo, con expresiones como “mamá abola blanca y asistencialista” siendo habitual el reproche de preocuparse únicamente por sus intereses de mujer blanca de clase media. Increpar hoscamente sí; pero regular, lo que se dice regular, nada se regula.

el esfuerzo intelectual por tratar de averiguar o predecir las posibles consecuencias efectivas que podría acarrear una posible regularización de la prostitución se lleva a cabo únicamente desde el abolicionismo

Voy a revelar un caso personal que creo bastante ilustrativo. Hasta no hace mucho colaboraba con un medio de comunicación que se autodefine como diferente, asambleario, democrático y de propiedad colectiva. Tras años de relación provechosa para ambas partes les envié una primera versión sobre posibles consecuencias prácticas de legalizar la prostitución que está ahora recogido en la antología: “Debate prostitución: 18 voces abolicionistas”. A vuelta de correo se me advirtió que el texto sería revisado por una persona experta quien, a los pocos minutos lo censuró justificándose con tres líneas un tanto groseras.
Al margen de la decepción personal por tales comportamientos, que no parecen ni respetuosos ni asamblearios, y aunque envidio y admiro la concisión de quienes son capaces de ser faltones en solo tres líneas (¡ya quisiera yo!), lo relevante aquí es por qué esa persona experta no usó sus conocimientos para refutar reflexivamente las cuestiones que ese artículo esbozaba con buena intención y así enriquecer el debate en lugar de amputarlo con toscos modales.

Algunos de los interrogantes que se plantean desde el abolicionismo con respecto al panorama que abriría una regularización de la prostitución son tan inquietantes que bien merecían algún tipo de esfuerzo intelectual tranquilizador más allá del improperio y la invectiva. Se anticipan escenarios de tal gravedad y consecuencias tan difíciles de calcular y tan extremadamente peligrosas que no estaría de más algún tipo de reflexión y estudio riguroso. Aunque sea con el ánimo de rebatir. Yo, desde luego, me sentiría bastante más tranquilo. En su lugar, el regulacionismo que nada regula, ignora sistemáticamente los fundados recelos que se plantean. Y es precisamente el sector que defiende unos principios éticos el que se ve obligado a proyectar argumentos de orden práctico que una y otra vez se estrellan contra un muro de arisco desdén. Así, el regulacionismo se mantiene en una cómoda posición en la que, como nada llega a regular, tampoco se siente obligado a refutar las objeciones a esa regularización espectral que solo existe como anuncio. Y, ocultando esa nulidad propositiva en una hostilidad catequizadora que se despliega con virulencia, mantiene una actitud que recuerda a un gruñón y sabelotodo aprendiz de brujo que juega temeraria e irresponsablemente con fuerzas a las que es incapaz de controlar.

Una de las coartadas en las que se sostiene esa posición de superioridad moral es la de atribuirse la verdadera voz de las prostitutas, algo que se hizo muy visible en la última polémica sobre la conveniencia de legalizar sindicatos de prostitutas. Se abre aquí un interesante asunto sobre la capacidad de ejercer esa representación, porque es evidente que hay un problema que acompaña a la regulación, y es determinar quién tendría la capacidad de regular.

En la literatura acerca del Holocausto se analizó el llamado “problema del testigo”. Agamben y Primo Levi reflexionan sobre la figura de los “Muselmänner”, esto es, el ser humano llevado ante el estadio anterior a la muerte que aún deambula, capaz de ciertas funciones físicas básicas, pero sin que se pueda saber si aún conserva la conciencia humana. El Muselmann sería el testigo integral, aquel que llegó hasta el final del horror, pero precisamente al rebasar ese estado ya no puede regresar para contarlo. Lo relevante para nuestro caso es que los que sobrevivieron al horror se sienten de algún modo incapacitados para representar del todo a las víctimas absolutas. Así, su experiencia es intestimoniable y solo puede narrarse, incompleta, desde fuera.

Pongamos ahora un nuevo ejemplo: imaginemos una habitación A con un personaje A y una idéntica habitación B con un personaje B. En ambos espacios A y B son sometidos a idénticas prácticas de cierta violencia física con idéntica coreografía e idéntico uso de la fuerza. Pero mientras que A está participando en un ritual masoquista deseado, B está siendo atormentado por un desconocido. ¿Podemos decir que A y B han vivido la misma experiencia? Físicamente es equivalente, pero es vivida no solo como distinta sino como radicalmente antagónica. Es la voluntad libremente expresada la que difiere entre una y otra y la que las convierte en opuestas.

Algo parecido ocurre con el discurso de aquellas prostitutas que juzgan su actividad deseable y hasta empoderadora. No es solo que no tengan capacidad para ser “testigos” y hablar por aquellas otras que han llegado hasta un lugar infinitamente más lejano del horror: es que de hecho son sus antagonistas absolutas. Son precisamente quienes encuentran aspectos positivos en la práctica de la prostitución las que están ontológicamente en las antípodas de aquellas mujeres que han sido llevadas a ese mundo forzadamente o incluso aquellas otras que se prostituyen “voluntariamente”, con una libertad degradada y muy disminuida por circunstancias terribles de pobreza y desamparo.

Cuando el regulacionismo se adjudica la voz de las prostitutas haciéndose eco sobre todo de aquellas que defienden su actividad, no solo toma la parte por el todo. Sino que además, esa parte no es significativa proporcionalmente, ni menos aún ontológicamente.

Desde esta perspectiva, ¿entenderíamos que el participante en el ritual masoquista “regularizase” la violencia ejercida contra su compañero en la habitación de al lado? ¿O no son acaso ambas realidades completamente irreductibles y radicalmente diferentes a pesar de compartir una forma externa común?
En un orden de cosas parecido, el filósofo Žižek afirma que –al contrario que lo que piensa la judicatura española- lo que hace que resulte veraz un testimonio de una víctima de violación es precisamente que sea confuso e inconsistente. Y que lo extraño sería que fuese meticuloso y ordenado. Es decir, que como dice el propio Žižek: “el contenido de la experiencia contamina la propia forma de hablar de ella”.

Cuando el regulacionismo se adjudica la voz de las prostitutas haciéndose eco sobre todo de aquellas que defienden su actividad, no solo toma la parte por el todo. Sino que además, esa parte no es significativa proporcionalmente, ni menos aún ontológicamente. O, dicho de otro modo, las personas que legítimamente creen que la prostitución fortalece su autonomía, impugnan y contradicen de un modo radical el silencio de la experiencia traumática de las víctimas que encuentra dificultades colosales para ser expresada. Y que, de serlo, no tendría esa forma de alegato emancipador. Eso, por no hablar de que solo desde entornos socioeconómicos desahogados se tiene acceso a los medios de comunicación capaces de divulgar ese mensaje liberador, en tanto que la experiencia de las víctimas es, en gran medida, inefable, invisible e inaprensible por los que no sufrimos sus padecimientos.

Quizá entonces, la única posibilidad, como en el caso de Primo Levi, es la de ser su voz prestada, externa y obligadamente incompleta y fragmentaria.
Entretanto, el enemigo no descansa. Y los pocos datos objetivos parecen dar cuenta de un crecimiento en el consumo de la prostitución y, sobre todo, de un cambio en la percepción social del putero, ahora cliente. Quizá no tenga valor científico, pero recuerdo de mi infancia que ser putero no era algo en absoluto bien visto ni era tema de conversación en espacios respetables. Dudo que siga siendo así. Tampoco entonces nadie sabía ni palabra acerca de la trata ni sobre las condiciones de esclavitud y violencia que sufrían muchas de esas mujeres a las que se consideraba “de vida alegre” o “moral distraída”. Hoy, sin embargo, el conocimiento generalizado y la difusión social de las condiciones horrendas que las prostitutas sufren no parece que frene el deseo de consumo de sus cuerpos. Me atrevería a decir que aquí opera ya el fetichismo de la mercancía, es decir, el velo que oculta el objeto de consumo de las condiciones de su elaboración. Y del mismo modo que sabemos que los balones de fútbol los cosen niños esclavos y lo olvidamos convenientemente cuando vamos a comprarle uno a nuestro hijo libre, también ese conocimiento de lo que está tras la prostitución se olvida juiciosamente en los ratos en que uno quiere echar un polvo. Si esto es así, quizá no tarde el día en que sea el capitalismo el que tenga el dudoso mérito de eliminar el estigma, porque se estigmatiza a personas, no a balones de fútbol. Y ya no son personas.

Hay, además, otras penosas consecuencias más allá del terrible desgarro que la controversia causa en el movimiento feminista. No hace mucho le preguntaban a Pablo Iglesias sobre la perspectiva de Podemos con respecto a la prostitución. Este se limitó a afirmar que una vez que el movimiento feminista consensuase una posición, el partido la asumiría sin reservas. O, lo que es lo mismo, que, entre tanto se concilia lo que parece irreconciliable, la izquierda transformadora en nuestro país carece de posicionamiento y no solo es incapaz de proponer iniciativa legislativa alguna, sino tampoco de construir otro sentido común distinto al que sí construyen las fuerzas de la explotación y el neoliberalismo. Es decir, que hay un espacio en el territorio en liza por la justicia social que entregamos a la barbarie sin oponer resistencia alguna.

Espero que me disculpen las lectoras que hayan llegado hasta aquí pues mi intención al escribir este texto era poner de relieve lo que tendría que ser una auténtica obviedad. Esto es: quienes pretenden regular, ¿no deberían aportar antes que ninguna otra cosa su idea de regulación? ¿A qué esperan para hacerlo? ¿A que les demos permiso? ¿A conseguir una unanimidad absoluta en la humanidad? La carencia de una propuesta sistemática de cómo sería esa regularización, entendiendo no solo su forma legal sino qué medidas se adoptarían para impedir posibles efectos indeseados, me resulta absolutamente desconcertante.
Supongo que es más fácil permanecer como un frente unido cuando uno se abstiene de entrar en aspectos enrevesados, obligadamente conflictivos, y solo se centra en vaguedades. También imagino que es más gratificante alcanzar la autocomplacencia moral redactando un artículo de folio y medio que articulando un complejísimo y minucioso anteproyecto de incontables páginas que trate de contemplar todos los supuestos y de contestar a todos los interrogantes. El que décadas de enfrentamientos y polémicas no hayan producido ni un triste simulacro de propuesta de corpus legal sobre el que discutir parece evidenciar una pereza intelectual inaudita. No hace mucho, la crítica Pilar Aguilar decía irónicamente en una red social que los manifiestos contra la sindicación de las prostitutas eran más largos y complicados de leer porque decían más cosas. Algo de eso hay.

El mercado del sexo contiene todas las características para ser declarado nocivo,

Sin embargo, también conozco y admiro a personas de gran talla intelectual que militan en esta posición y a las que no se puede acusar de indolencia. Pero el rigor y la riqueza analítica que desarrollan en otros ámbitos se transmuta en un batallar pueril y tramposo cuando entran en este debate. Cabría esperar que fuesen capaces de aportar un texto bien armado que aclarase lo que verdaderamente proponen; que este se sustentase en datos empíricos abrumadores y que escuchasen y tuviesen en cuenta las advertencias preocupadas y bienintencionadas de todo el arco del feminismo. Un texto que tratase también de aportar seguridades a los justificados miedos que un cambio de ese calado puede suscitar. La filósofa Debra Satz, en su libro Por qué algunas cosas no deberían estar en venta: los límites morales del mercado, analiza las condiciones por las que se puede considerar un mercado como nocivo. Estas son: a) extrema vulnerabilidad subyacente de una de las partes, b) agencia débil o débil capacidad de acción, c) perjuicios extremos para el individuo, d) perjuicios extremos para una colectividad.

El mercado del sexo contiene todas las características para ser declarado nocivo, pero la autora encuentra los argumentos más poderosos y fuertes en el apartado d), esto es, en las consecuencias perniciosas que la prostitución tiene para cualquier mujer en el contexto actual de desigualdad de género y de las consecuencias adversas del mercado del sexo “sobre cualquier posibilidad de alcanzar una forma significativa de igualdad”. Concluye que desde ese punto de vista sí es posible hablar de “asimetría” con respecto a los efectos negativos únicos que provoca la actividad de la prostitución frente a “cualquier otra”, incluyendo incluso aquellas de explotación laboral o las que contribuyen a cosificar a la mujer.
Sin embargo, este tema de capital importancia es probablemente el que más se soslaya, o directamente se ignora, y en el que la ausencia de estudios empíricos es aún más acusada. Quizá un primer paso sería proporcionarse una tregua en la que se pueda estudiar el fenómeno y la trascendencia de las medidas propuestas con el rigor que requiere.

En su lugar, el debate se centra en una regulación fantasma. Si al regulacionismo se le señalan las experiencias negativas de otros países y las consecuencias indeseadas e imprevisibles de dicha regularización, “es que allí lo hacen mal”. ¿Y cómo es hacerlo bien? Quién sabe. A cada pregunta concreta, no sabe, no contesta, o solo divaga con frases como “hay que sentarse en una mesa y ver cómo hacer” ¿Qué ocurre? ¿No encuentran una mesa que les guste?. Las prostitutas necesitan de “más derechos”. ¿Cuáles? ¿Cómo se harían valer? ¿Qué situaciones específicas se corregirían y de qué manera? Un misterio insondable se cierne sobre el tema. “Se acabará con el estigma” ¿Cómo? ¿Por qué? Y me parece estar viendo al teólogo, frente a Richard Dawkins, perplejo e impotente con su cromosoma.

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Ejercicio de reducción al absurdo


Ejercicio de reducción al absurdo
13/12/2018
Autora  Trini López Verdú
Profesora de filosofía del IES Las Norias de Monforte del Cid, Alicante.

Reducción al absurdo: necesidad de partir desde un supuesto hipotético contrario al que se pretende demostrar.

Supongamos que realmente estoy equivocada. El abolicionismo es un punto de partida erróneo. Los términos en los que se establece y fundamenta constituyen una creencia absurda adoptada desde una perspectiva de superioridad moral. Desde mis prejuicios entiendo que está mal aceptar que la prostitución es trabajo sexual, es decir, un trabajo como cualquier otro, cuya regulación es necesaria para proporcionar derechos a las mujeres que los demandan. Que incluso las mujeres que lo ejercen libre y voluntariamente, en realidad son víctimas y necesitan ayuda para abandonar la situación de explotación sexual a la que son sometidas. Sin embargo, estoy profundamente equivocada, pues estoy rechazando su autonomía y su capacidad para decidir libremente.

En definitiva, son mis prejuicios morales, mi puritanismo, mis lecturas feministas las que me han conducido al error de asumir una falsa superioridad moral que me hace considerar la prostitución, únicamente, como explotación de las mujeres en un sistema patriarcal.

Asumiré, por lo tanto, una posición regulacionista o “pro-derechos” que deberá conducirme, al mismo tiempo, a defender posiciones contrarias que demostrarán que este supuesto inicial es absurdo, buscando en realidad contradicciones que demuestren que el feminismo solo puede y debe ser abolicionista.

El “feminismo regulacionista” defiende, entre otros, algunos argumentos que si son analizados desde un punto de vista lógico entrañan su propia negación. El primero es que el trabajo sexual es trabajo, el segundo es que las mujeres que deciden dedicarse profesionalmente a la prostitución son realmente libres para hacerlo y, en tercer lugar, se proyecta como la única alternativa que puede garantizar sus derechos a las trabajadoras y trabajadores sexuales.

Primera contradicción. Sobre el trabajo sexual:

El feminismo debe reconocer el trabajo sexual como trabajo.

La regulación del trabajo sexual es imprescindible para apoyar a todas las mujeres, la industria del sexo debe ofrecer condiciones dignas a sus empleados y empleadas. Desde esta posición es un hecho innegable que la prostitución ha existido, existe y existirá. Se trata de una constatación empírica, la historia muestra la prostitución como el oficio más antiguo del mundo. Sin embargo, al mismo tiempo, la idea queda disociada del contexto histórico patriarcal en el que siempre se ha encarnado.

El feminismo no puede considerar el trabajo sexual como trabajo.

El trabajo sexual es trabajo porque es considerado como una posibilidad de realización para la mujer, dejando al margen consideraciones morales sobre su normalización. Así la prostitución forma parte del imaginario entorno al mito de lo “eterno femenino”, como una característica propia de su naturaleza, la mujer como objeto que permite la satisfacción de los deseos masculinos. En palabras de Simone de Beauvoir, la mujer es considerada como “lo Otro”, como el sujeto pasivo de la historia que puede comprarse y venderse. Esta transacción económica de la mujer considerada como objeto de compra-venta, puede realizarse a través del matrimonio o de la prostitución. La consecuencia regulacionista es clara: si la mujer puede ser esposa o prostituta, reconozcamos los derechos de todas, de una forma u otra, “todas cobran”. Esta posición implica que vender el cuerpo, forma parte de la esencia de la mujer y esto es, precisamente lo que entra en contradicción con el feminismo.



Segunda contradicción. Sobre la autonomía, libertad y capacidad de decisión:

El feminismo debe respetar y apoyar las decisiones tomadas por las mujeres.

El feminismo debe defender la libertad de todas las mujeres y, por supuesto, a aquellas que deciden ser putas. Algunas mujeres han encontrado en este trabajo una posibilidad de desarrollarse profesionalmente, son mujeres autónomas que reivindican derechos, con independencia de las circunstancias que les han conducido a esta situación. De acuerdo con este argumento, también debería respetar la decisión de aquellas mujeres que deciden alquilar su vientre, ya sea para mejorar sus circunstancias económicas que pueden ser precarias, ya sea por el sentimiento altruista de satisfacer el deseo de ser padres que puedan tener otras personas. Esta misma razón permite justificar que las mujeres libremente decidan someterse a los deseos de sus maridos, a considerar que las mujeres deben recluirse al ámbito doméstico y que no deban trabajar fuera de casa. Incluso la decisión de practicar la ablación a sí mismas o a sus hijas es una decisión libre que, por lo tanto, debe ser justificada con independencia de las circunstancias. Paradójicamente, podríamos también afirmar que somos libres para rendirnos y convertimos en esclavas.

El feminismo no puede justificar todas las decisiones tomadas por las mujeres.

Sin embargo, sería absurdo interpretarlo como un acto de libertad, más bien al contrario, son las circunstancias las que obligan a aceptar la esclavitud. En un maco regulacionista, la necesidad y la coacción quedan enmascaradas bajo una falsa apariencia de libertad. El feminismo no puede asumir esta postura porque, de hecho, supone la negación de ciertas ideas y creencias que han formado parte de un sistema de pensamiento propio del patriarcado. Ilustradas como Olimpe de Gouges o Mary Wollstonecraft se enfrentaron a ese ideario que no solo sostenían hombres sino también mujeres. La contradicción radica en que el feminismo no puede respetar todas las opiniones ni todas las decisiones que hayan sido tomadas por las mujeres por el mero hecho de que puedan ser figuradamente consideradas como sujetos libres con autonomía. Es necesario indagar en las causas que han conducido a la aceptación de una situación.

Tercera contradicción. Sobre posiciones pro-derechos:

Solo el regulacionismo reconoce los derechos de todas las mujeres.

La regulación del trabajo sexual es la única alternativa que garantiza sus derechos a las trabajadoras del sexo. Si determinados intereses o circunstancias llevan a una mujer a desempeñar este trabajo debemos, más allá de nuestros posibles prejuicios, considerar sus derechos y reconocer la dignidad de su profesión. Este reconocimiento solo es posible desde un marco regulacionista que normaliza la prostitución para dignificar y empoderar a las trabajadoras sexuales. Sin embargo, bastaría con el caso de una sola mujer -y es evidente que son muchas más- obligada a ejercer la prostitución en estas condiciones para comprender que esta normalización no es aceptable. La regulación de la prostitución comporta exigencias y obligaciones laborales que serían muy discutibles.

El regulacionismo no reconoce realmente los derechos de las mujeres.

Cualquier mujer podría sentirse obligada a aceptar un trabajo de prostituta debido a una situación de precariedad. El feminismo se presenta como una filosofía de la sospecha que somete a crítica las estructuras patriarcales y la prostitución forma parte de estas estructuras. Reconocer los derechos de las mujeres es, desde un punto de vista feminista, proporcionar herramientas que permitan la emancipación, la autonomía y la libertad, que no han sido posibles en la sociedad patriarcal que ha dado origen a la prostitución.

Por una parte, quizá pueda sorprender la insistencia de enmarcarse en un feminismo “pro-derechos”. Una mirada atenta sugiere que es imprescindible abordar el problema de la prostitución desde un punto de vista feminista, no es posible otro enfoque. Esta exigencia de conectar el feminismo con la regulación se fundamenta en la necesidad de garantizar derechos a todas las mujeres. Por otra parte, discusiones igualmente complejas como el problema de la trata, del tráfico de mujeres con fines de explotación sexual, son planteados tangencialmente, insistiendo en la diferencia entre una prostitución que debe ser aceptada, fruto de una decisión libre y otra que debe ser combatida, llegando a asumir una posición abolicionista en este último caso. En el mismo sentido, el papel de los proxenetas no queda incorporado al discurso regulacionista más que para insistir en que las trabajadoras del sexo deben tener derechos para protegerse del mediador. También el cliente se encuentra al margen del discurso y se rechazan las sanciones a estos, medidas que han sido adoptadas en países que desarrollan políticas abolicionistas, ya que pueden repercutir en más dificultades para la trabajadora.

En conclusión, el feminismo solo puede ser abolicionista.  Si consideramos el trabajo sexual como un trabajo más, debemos hacerlo más allá de un marco feminista. Esta consideración poco tiene que ver con las críticas que ha recibido el abolicionismo (sobre el puritanismo, sobre no escuchar a las putas…) La prostitución solo puede ser considerada como trabajo sexual en el marco de una sociedad patriarcal que delimita el papel y las profesiones que las mujeres pueden desempeñar. El debate sobre abolición o regulación no puede llevarse a cabo desde un marco feminista. Quizá si el regulacionismo aceptara esta contradicción debiéramos deslizar la discusión hacia un marco de protección de las mujeres que ejercen la prostitución y hacia una educación basada en el respeto hacia los cuerpos de las mujeres que podría ser el fin de la prostitución. Sería un debate diferente y seguiría siendo difícil, pero podría ser algo más fructífero.

Fuente
https://tribunafeminista.elplural.com/2018/12/ejercicio-de-reduccion-al-absurdo/





“No sé qué me han dado” Drogas en el porno



“No sé qué me han dado” Drogas en el porno
Este texto se basa en el vídeo “Drogas y rodajes porno” que puedes encontrar en Youtube con el material completo.
Ismael López Fauste
Jun 20 ·

Drogas y rodajes porno
Sabrina lleva en activo desde los 20 años y nunca ha dejado de grabar porno, sin embargo, también ejerce como informante sobre los abusos que ha experimentado en la industria a lo largo de su trayectoria. Gran parte de este contenido sobre drogas en la pornografía proviene de información que ella misma me ha transmitido.

Este, por supuesto, no es su nombre real. No puede permitirse enfrentarse a las posibles represalias, es una forma de control que las productoras en las que ha trabajado y donde ha sufrido los abusos utilizan para controlar lo que se filtra. Es algo aparentemente común en la industria pornográfica, de modo que dar la cara supone correr riesgos, perder el trabajo es el primero de ellos.


Esta vez hablamos de drogas, o de cómo la drogaban. Ella nunca ha sido usuaria habitual de estupefacientes. Su experiencia con ellos en los rodajes porno se dio porque las propias productoras o distintos actores se las ofrecían para desenvolverse mejor durante la grabación.

Aunque nunca pudimos identificar las sustancias, ella habla de pastillas o píldoras que tomaba poco antes de empezar a grabar y que a menudo facilitaban personas cercanas al proyecto.

Sin embargo, ¿qué podía ocurrir si se negaba? Según su versión se dieron casos en los que se le amenazó con marcharse a casa sin cobrar. Este era el mayor condicionante. Por supuesto, Sabrina no entró en el mundo de la pornografía por gusto, ni era una pasión que tuviera dentro de ella como una especie de vena artística, una versión que sí se vende habitualmente en televisión. En este caso el consumo de drogas estaba condicionado por una necesidad económica. Las productoras porno estaban aprovechando esa situación para conseguir que ella hiciera lo que la empresa quería.

Para entenderlo, tenemos que explicar cómo se distribuía el pago de cada vídeo pornográfico en este caso. En primer lugar, estaba el viaje hasta el set de rodaje donde se iba a grabar, lo cual se le pagaba de entrada, y luego se enviaba un billete. Estaba por otro lado el viaje de vuelta, que estaba condicionado por el hecho de que se grabase ese vídeo. Y también el propio rodaje. Además, se incluía si era necesario una noche de hotel o las que hicieran falta.
O sea que desde el momento en el que ella pisaba la ciudad donde estaba la productora, estaba condicionada para cobrar tres cosas distintas. Si no, tenía que volver a su casa perdiendo dinero. Eso la dejaba en una situación vulnerable ante las exigencias de la productora.

Al preguntar por los argumentos que utilizaban para convencerla, más allá del chantaje, cuenta que decían lo siguiente: si tomas esto, te vas a soltar durante la grabación. Mediante ese tipo de prácticas se consiguió que llevara a cabo prácticas que, según su versión, no habría hecho en condiciones normales. Ha llegado a afirmar que se ha visto en películas y no se ha reconocido. Sin embargo, nunca ha puesto una denuncia en este sentido, porque tiene la sensación de que sería inútil. Sin embargo, sí que ha denunciado otras situaciones de abuso sin demasiado éxito.

Existe un concepto que podría explicar el caso: la sumisión química. Así lo define Efesalud:
La sumisión química consiste en la administración de una sustancia que anula la voluntad de una persona para facilitar la comisión de delitos, bien sean agresiones sexuales o robos. (Lee el contenido completo en Efesalud.)

Una experiencia semejante le sucedía Laura, también nombre ficticio, según me narraba en La Sexta, donde contaba como grabó su primer vídeo porno engañada bajo los efectos de una droga que ni pudo identificar ni tuvo consecuencias legales para la productora en cuestión.
“Me violaron, y no pude hacer nada porque había firmado un contrato”
Pero el caso de Sabrina va más lejos porque también vio cómo las drogas estaban presentes en distintos eventos relacionados con el negocio más allá de los rodajes, cuando su caché y relevancia como actriz porno empezaron a crecer.

“Nos pusieron esas cámaras en los vestuarios y los baños. No sé qué pensaban grabar… ¿Qué querían? ¿Ver cómo nos metíamos la raya?”

Entrevista para Escúpelo: crónicas en negro sobre el porno en España

Es algo que yo mismo me encontré durante mi etapa de redactor en una revista pornográfica. El uso de las drogas estaba muy normalizado, tanto blandas como duras, pero generalmente eran depresoras. 
Durante esa etapa dentro del porno, que sería a finales de 2015, me llegaron unos mensajes de Whatsapp. Venían de una actriz profesional que se fue a Budapest a grabar una temporada.
Budapest es algo así como la meca del porno aquí en Europa. Así como en Estados Unidos, Los Ángeles funciona de la misma manera, en este caso Budapest es uno de los núcleos de la pornografía en Europa.

En el caso de las chicas que se van al extranjero (y sobre todo es a Budapest) entran en juego lo que se llaman model houses y los representantes de distinto tipo. A menudo se contacta con una de estas empresas y son ellas las que por medio de una comisión encuentran distintos trabajos para la chica que se ha trasladado para grabar porno y también le dan un lugar donde quedarse a dormir. También existe la alternativa de que ellas se busquen la vida y se alquilen un piso, por supuesto.

Pero en este caso fue la agencia de modelos la que se encargó de todo, y aquí entran otra vez las drogas y su relación con grabar porno.

Budapest en ese momento estaba rodando un montón para Japón. Y Japón necesitaba un tipo de vídeos muy concretos en los que las chicas parecieran niñas. Evidentemente no eran niñas, eran mayores de edad, pero con aspecto bastante infantil. Personas sin tatuajes, sin piercings y chicas en general poco maquilladas y con un aspecto bastante aniñado.

“Lamentamos que no encuentres oportunidades. Estos días la ciudad está grabando escenas para los japoneses. Ya sabes cómo son, quieren chicas que parezcan niñas, sin tatuajes y sin operaciones. Naturales. Vuelve a ponerte en contacto con nosotros si no consigues encontrar nada”.

Fragmento de un correo.
Lo que ocurrió es que no cuadraba ese aspecto que estaban buscando en ese periodo con el de la actriz porno que protagoniza la historia. Al final, tras una semana de espera, por fin la productora se puso en contacto con el piso y le ofrecieron un rodaje. Cuando el chófer vino a buscarla y la llevó al set, le ofrecieron unas pastillas, las cuales aceptó. Aunque ella, a diferencia de Sabrina sí que tenía experiencia tomando este tipo de sustancias en distintas fiestas y eventos.

Las tomó antes de comenzar a grabar, sin que le explicaran qué eran, solo con el argumento de que se relajaría, pero en cuestión de minutos empezó a encontrarse mal. Lo que ocurrió después me llegó a través de mensajes de Whatsapp poco articulados y mensajes de voz que hablan de temblores, frío y de lo que podría identificarse como una sobredosis.

En lugar de llevarla a un hospital, los responsables le pidieron que se tumbara en un sofá y esperara a encontrarse mejor. Por supuesto ellos no sabían que ella estaba hablando conmigo y ahí quedó todo. 

Al final nunca fue a un hospital y no tengo constancia de que hubiera ningún tipo de consecuencia legal para la productora.

Como esta historia hay otras tantas que no llegan al público general. Nos vamos al otro lado del Atlántico; a principios de 2018 morían varias chicas bastante relevantes en la industria pornográfica, en algunos casos por sobredosis y en otros por suicidio, pero en ningún caso salieron investigaciones y nombres de empresas que distribuyen estupefacientes en los rodajes.

En el caso de los hombres hay una variante. El Huffington Post publicaba en 2014 una historia sobre un actor porno, Danny Wilde, que había acudido a un hospital con una jeringa clavada en el pene:

Hace aproximadamente un año, Danny Wilde terminó en la sala de urgencias con una gran aguja sobresaliendo de su pene erecto. Este no era el problema, sino el tratamiento. Después de tomar 80 mg de un medicamento para la disfunción eréctil (Cialis), cuatro veces el máximo diario recomendado, el actor porno de 28 años desarrolló una erección interminable.

En el momento en el que se trasladó a la sala de urgencias, esta erección había durado 12 horas seguidas. Si continuaba, se arriesgaba a dañar permanentemente el tejido del pene, o incluso a perder el miembro del que dependía su carrera.

Los médicos solo tenían una solución, usar una jeringa para drenar la sangre

Fuente.