domingo, 6 de octubre de 2013

Prostitución, liberalismo sexual y patriarcado- Carmen Vigil y Mª Luisa Vicente

Prostitución, liberalismo sexual y patriarcado
Carmen Vigil y Mª Luisa Vicente

En el artículo de opinión publicado en el periódico El País el sábado 1 de abril de 2006 con el título Feminismo y prostitución, su autora, Mª Luisa Maqueda Abreu, defiende la regulación legal de la prostitución libremente acordada entre adultos, al tiempo que propugna erradicar la prostitución forzada, a la que califica como una de las formas más graves y persistentes de violencia de género. Esta distinción radical entre prostitución libre y forzada, así como el conjunto de los planteamientos defendidos por la señora Maqueda en su artículo, son representativos de la posición reglamentarista en el debate abierto en nuestro país con respecto al tratamiento que debe darse, desde los poderes públicos, al mercado de la prostitución y a su progresiva expansión en los últimos años.

 El presente escrito analiza, a partir del artículo comentado, las contradicciones inherentes a la posición reglamentarista, realizando una crítica a la misma desde una perspectiva de género.

Zurich. cabinas para prostitución

Prostitución libremente acordada y servicios no deseados
Maqueda abomina de la victimización de las prostitutas y tacha de moralistas a las feministas que se oponen a la reglamentación del comercio sexual. Frente a estas feministas, ella afirma la complejidad de las relaciones entre los sexos y se posiciona del lado de las otras feministas, las que rehusan enjuiciar lo que está bien o mal en tales relaciones. Su alineamiento con el punto de vista del liberalismo sexual, según el cual las prácticas sexuales de las personas adultas sólo a ellas les competen, la conduce a defender (o la impide enjuiciar) la prostitución libremente acordada entre adultos, según expresión utilizada en su artículo. De donde se deduce que ella sitúa esa llamada prostitución libre en el ámbito de la sexualidad, un ámbito que, bajo su criterio, nadie debe enjuiciar porque cada uno tiene derecho a hacer lo que le plazca.

Pero, al mismo tiempo, Maqueda reclama que esa supuesta práctica sexual libre entre adultos sea objeto de una regulación legal por el Estado, apelando a la necesidad de salvaguardar los derechos de las trabajadoras del sexo. ¿En qué quedamos? Si la prostitución es una actividad sexual acordada entre personas adultas (y eso es precisamente lo que a ella le impide enjuiciarla desde una ética que, en este ámbito, sólo puede concebir como moralista) y si, además, las prostitutas conciertan estos acuerdos con sus usuarios sin que nada ni nadie las fuerce a ello, ¿por qué considera procedente la intervención del Estado para reglamentar esta actividad y proteger los derechos de las prostitutas? ¿No sería más coherente con este punto de vista liberal defender que esos adultos que acuerdan libremente la prostitución hicieran lo que quisieran, cómo, dónde y cuándo quisieran, sin ningún tipo de normativa que estableciera unas reglas y unos cauces para su consensuada práctica sexual?

Si, por el contrario, reconoce que las prostitutas están expuestas a evidentes riesgos y tratamientos abusivos, tanto por parte de sus usuarios como de sus eventuales empleadores o proveedores de locales ¿cómo seguir manteniendo que nos estamos moviendo exclusivamente en el ámbito de una actividad sexual consensuada y que nadie está legitimado para enjuiciar políticamente lo que esta práctica social significa, para analizar las razones de su existencia, para determinar las relaciones de fuerza entre los actores sociales que intervienen en ella, para tratar de identificar los intereses en juego o para valorar las implicaciones políticas y sociales de su regulación legal?
Maqueda alaba en su artículo el pragmatismo de los tribunales penales de nuestro país que, durante estos años, han defendido en solitario los derechos de las prostitutas cuando han detectado abusos en sus relaciones laborales, condenando a muchos empresarios de la industria del sexo para evitar, según argumentan en sus sentencias, que “los más desprotegidos deban cargar con las consecuencias de su desprotección”. El reconocimiento a la labor de los tribunales en este terreno pone de manifiesto que ella considera oportuno proteger a las prostitutas en el ejercicio de su actividad, una actividad que, según su visión de la prostitución, es el resultado de un acuerdo libre entre adultos. ¿Protegerlas frente a quién? ¿Frente a los otros “adultos”, ni siquiera nombrados, con los que conciertan sus acuerdos? ¿Frente a los terceros adultos que se llevan una parte del precio convenido por proporcionar un espacio donde realizar la actividad acordada? Parece que es a estos últimos a quienes apunta cuando destaca que “los empresarios de la industria del sexo han sido condenados por la explotación de sus empleadas al exigirles condiciones de ejercicio de la prestación sexual incompatibles con la dignidad de cualquier trabajador”. Ahora bien, entre estas condiciones inaceptables para las trabajadoras del sexo señala, en primer lugar, “la imposición de servicios sexuales no deseados”, lo cual concierne lógicamente a los adultos no nombrados porque ¿qué interés puede tener el empresario en imponer a la trabajadora la prestación de unos servicios que aquéllos no desean? Hay que concluir, entonces, que el consumidor de este tipo de servicios (al que Maqueda no se refiere en ningún momento, ni siquiera con el aséptico término de cliente) no es ajeno a esa explotación que las prostitutas pueden sufrir y que motiva su demanda de protección para ellas.

En todo caso, Maqueda no especifica qué servicios sexuales son incompatibles con la dignidad de estas trabajadoras, ya que, al considerar que su actividad laboral se inserta en el ámbito de la sexualidad, en el que no cabe valorar los gustos de nadie, el único problema es que se demande de ellas servicios no deseados. Se entiende que no deseados por ellas y sí por los demandantes de los servicios. De modo que, según este criterio, un mismo servicio puede dar lugar a la explotación de unas prostitutas y no de otras, ya que según sean los deseos de cada una variarán los servicios que supongan un atentado a su dignidad.

Es curioso que, reivindicando la equiparación de la prostitución a una actividad laboral cualquiera, Maqueda introduzca, como ejemplo de condiciones laborales abusivas en este ámbito, la noción de “servicios no deseados”, un concepto totalmente ajeno al mundo laboral. La mayoría de las personas, en sus trabajos, tienen que hacer diariamente muchas tareas que no les gustan, pero ello no es percibido como un tratamiento abusivo por parte del empleador, salvo que éste les obligue a realizar tareas que no correspondan a la categoría profesional del puesto de trabajo contratado o no les suministre los medios o condiciones adecuadas para realizar las tareas propias de dicho puesto. Incluso en sectores feminizados sin cualificación ninguna, como la limpieza de locales y oficinas, el servicio doméstico o el cuidado de personas mayores, las denuncias de condiciones abusivas por parte de las trabajadoras no incluyen nunca tener que hacer tareas desagradables que obviamente no desearían hacer (por ejemplo, limpiar retretes y urinarios o lavar a personas mayores enfermas), pero que forman parte de su trabajo y no son percibidas, ni por ellas mismas ni por la sociedad, como un atentado a su dignidad.

Según la visión reglamentarista, el trabajo de las trabajadoras del sexo consiste en prestar servicios sexuales que satisfagan a los demandantes de sexo, por lo que, en principio, debería incluir todos los servicios solicitados por éstos, que podrán variar según las modas vigentes y los gustos de cada cual. Si se sostiene que éste es un trabajo de prestación de servicios personales como cualquier otro, si se considera que prestar el propio cuerpo para que los hombres satisfagan sus caprichos sexuales no es diferente a prestar los brazos para realizar otras tareas manuales (por ejemplo, cortar el pelo o servir bebidas), ¿por qué, entonces, se considera en este caso que algunos gustos sexuales de los demandantes pueden suponer un atentado contra la dignidad de estas trabajadoras? ¿No habíamos quedado en que las prácticas sexuales no se enjuician? O la utilización del cuerpo de unas personas como instrumento de placer de otras es una indignidad, o no lo es. Si es una indignidad, cualquier servicio prestado en el marco de esta utilización debe considerarse como tal. Pero si se defiende que no es ninguna indignidad, que no es más que una prestación de servicios como otra cualquiera, entonces no viene al caso hablar de servicios deseados o no deseados ni hay por qué excluir ninguno de los servicios solicitados por los consumidores de sexo. Pretender que algunas prácticas demandadas por los consumidores de servicios sexuales pueden configurar el contenido de una actividad laboral para las mujeres que se prestan a realizarlas, y considerar al mismo tiempo que otras prácticas también demandadas por estos mismos consumidores dan lugar a una explotación que atenta contra la dignidad de estas trabajadoras, utilizando además como criterio de distinción entre unas prácticas y otras los deseos de las propias trabajadoras, pone de manifiesto la inconsistencia teórica del planteamiento reglamentarista, que por un lado reivindica tratar la prostitución como un trabajo cualquiera y por otro demanda que esa reglamentación tenga en cuenta aspectos subjetivos (los deseos de las trabajadoras) que son ajenos a un trabajo cualquiera.

En fin, distinguir entre servicios deseados y no deseados por parte de las prostitutas muestra hasta qué punto se puede llegar a desenfocar el fenómeno de la prostitución cuando esta práctica social se defiende adoptando el punto de vista del liberalismo sexual. Es obvio que las prostitutas se prestan a realizar los servicios demandados por sus clientes exclusivamente por dinero y que ninguno de los servicios realizados, con esos hombres y en esas condiciones, constituye para ellas una práctica sexual deseada. Sólo cabe hablar de práctica sexual desde el punto de vista del cliente. Para las prostitutas esta actividad es sólo un medio (desagradable) de obtención de dinero y no tiene nada que ver con su propia sexualidad. El hecho de que se resistan a determinadas prácticas pone de manifiesto que lo que hacen no las satisface y hay determinados límites que no están dispuestas a sobrepasar, pero estos límites son lógicamente cambiantes y dependen de sus necesidades de ingresos y de las exigencias de la demanda en cada momento, no de sus propios gustos o deseos personales.


Las organizaciones feministas han conseguido, con grandes esfuerzos y teniendo que vencer muchas resistencias, que las agresiones sexuales de los hombres a las mujeres se tipifiquen como conductas delictivas, y que la sociedad sea consciente de los efectos traumáticos que estas agresiones (violación, abusos sexuales, acoso sexual) producen sobre sus víctimas. En su forma no comercial, pues, la práctica social masculina que consiste en utilizar los cuerpos de las mujeres para satisfacer sus deseos sexuales sin tener en cuenta la voluntad ni los deseos de aquéllas, es hoy objeto de una repulsa social que se manifiesta en una respuesta penal específica. Sin embargo, la mediación de una cantidad de dinero, que actúa como incentivo para que las prostitutas se presten voluntariamente a esta utilización de sus cuerpos, impide la percepción de esta misma práctica social masculina como una agresión a las personas prostituidas y la presenta como una actividad comercial supuestamente inocua y sin consecuencias para las mujeres que la sufren. La existencia de un mercado, de una demanda masculina dispuesta a pagar dinero para conseguir cuerpos que no se resistan a sus deseos, tiene dos efectos importantes que operan en una misma dirección: de un lado, doblega la voluntad de mujeres en situación de necesidad, incentivándolas para ofertar sus cuerpos en ese mercado; y de otro lado, enmascara la realidad de la práctica social agresiva que tiene lugar en dicho mercado, haciéndola aparecer como un intercambio comercial entre iguales. Pero si la mediación de una contraprestación monetaria modificara efectivamente la naturaleza agresiva de esta práctica social masculina, bastaría con indemnizar con una cantidad de dinero a las mujeres violadas para que éstas pudieran recuperarse del trauma sufrido.

Prostitución libre y prostitución forzada En la misma línea argumental que la lleva a distinguir entre servicios deseados y no deseados, Maqueda distingue también entre prostitución libre y prostitución forzada, estableciendo una línea nítida de separación entre ambas: la primera, como ya se ha dicho, sería una actividad laboral libremente elegida que debe ser objeto de reglamentación y protección; la segunda, en cambio, debe ser erradicada porque constituye una de las formas más persistentes de violencia de género. Se trata, por lo visto, no ya de dos fenómenos distintos, sino incluso radicalmente opuestos, ya que para uno se reclama protección y para otro erradicación. Como no delimita lo que es prostitución forzada, no sabemos exactamente cuándo, según su criterio, las prostitutas son víctimas de violencia de género. Y es destacable que no hable simplemente de violencia (una violencia que cabría predicar de la imposición por la fuerza de cualquier actividad a cualquier individuo), sino que se refiera específicamente a violencia de género, lo que parece indicar un reconocimiento de que la actividad de las prostitutas, al menos de las que ella considera forzadas, tiene algo que ver con su pertenencia al colectivo social de las mujeres (esta relación entre prostitución y género, en cambio, no es mencionada en ningún momento al referirse a la prostitución libre, ese otro fenómeno, tan distinto para ella, que debe ser reglamentado y protegido).

Aunque Maqueda, como ya hemos dicho, no define el concepto, lo que se entiende habitualmente por prostitución forzada es la ejercida bajo el control de las mafias por mujeres traficadas. En síntesis, se trata de mujeres que, pretendiendo escapar de la miseria y la ausencia de expectativas en sus países de origen, se ponen en manos de redes de tráfico que les prometen empleo en otros países más desarrollados y llegan al país de destino total o parcialmente engañadas (no siempre) sobre la ocupación que en éste les espera. Una vez aquí, las redes de acogida les exigen la deuda contraída por los gastos de transporte y de gestión del viaje y, para saldar esta deuda, les confiscan su documentación y las obligan a dedicarse a la prostitución, manteniéndolas controladas mediante chantajes y amenazas diversas que no excluyen la violencia física. Sus posibilidades de escapar de estas redes son muy reducidas, por lo que, en general, estas mujeres se pliegan dócilmente a una situación que se ha denominado ya como la nueva esclavitud del siglo XXI. Nadie puede hablar aquí de actividad consentida, aunque la mayoría de estas mujeres, después de resistirse los primeros días, acaban adaptándose o resignándose a vivir en estas condiciones. No obstante, también puede suceder que, pasado algún tiempo, les surjan posibilidades de escapar o de denunciar a sus extorsionadores, y no es infrecuente que opten por no hacerlo y decidan continuar en el mercado del sexo. Lo cual, por otro lado, tampoco debe sorprendernos, dado que dentro del país no tienen muchas otras alternativas y la vuelta a su país de origen, después de la experiencia sufrida, les resulta extremadamente dura. ¿Habría que considerar entonces que estas mujeres están ejerciendo ya la prostitución porque ellas quieren, e incluirlas en el grupo de las que optan voluntariamente por este medio de vida? ¿Cuál es la naturaleza de este consentimiento?

Los márgenes de libertad dentro de los que se mueven los individuos en una sociedad dada son siempre limitados y varían en función de múltiples factores, tales como su procedencia social, su situación económica, sus circunstancias personales y familiares, y también su pertenencia de clase, género, raza, etc. El perfil mayoritario de la población prostituida deja poco margen a la duda sobre cuáles son las razones que llevan a las prostitutas a adoptar esta forma de “ganarse la vida” y no es casual que más del 90% de las mujeres que ejercen hoy la prostitución en España sean inmigrantes sin papeles y sin apoyos dentro del país.

Hay muchas razones que impiden trazar un corte entre las prostitutas que “optan voluntariamente” por este medio de vida y las prostitutas que se ven forzadas a realizar esta actividad por imposición de terceros, ya se trate de los clásicos proxenetas individuales o de las redes mafiosas que controlan actualmente el mercado y la distribución de la oferta.

En primer lugar, dentro del mundo de la prostitución, las fronteras entre las distintas situaciones son difusas y el paso de una situación a otra es muy fácil: mujeres que se ven forzadas a prostituirse bajo condiciones de chantaje o amenaza pueden, una vez desaparecida esa amenaza, “optar voluntariamente” por continuar, ante su falta de alternativas en el mercado laboral y su incapacidad sobrevenida para llevar ya otra forma de vida. Y recíprocamente, mujeres que recurren a la prostitución de forma “voluntaria” para conseguir dinero pueden, pasado algún tiempo, ser víctimas de chantaje o amenaza por parte de algún proxeneta, o quedarse atrapadas en la estigmatización de esta actividad y verse impotentes para salir de ella, aunque lo deseen y lo intenten repetidamente. Sin olvidar a aquellas otras mujeres en situación de exclusión social que, sin ser forzadas por terceros, se prostituyen bajo presiones externas no menos efectivas que la fuerza física, como la necesidad de conseguir dinero para adquirir droga, para mantener a sus hijos o simplemente para sobrevivir sin caer en la indigencia.

En segundo lugar, la situación de todas estas mujeres, tanto si han decidido recurrir a la prostitución voluntariamente para conseguir dinero, como si han sido traficadas desde sus países de origen para ser ofertadas posteriormente en el mercado del sexo, como si han sido empujadas a este mercado de cualquier otra forma, sólo puede ser explicada a partir de la existencia previa de la institución social de la prostitución.

Sólo la existencia de una práctica social que convierte el cuerpo femenino en una mercancía puede explicar que la venta del propio cuerpo sea contemplada por las mujeres como un medio de obtención de ingresos. Antes de que algunas mujeres decidan ofrecerse en el mercado del sexo, ya sea de forma temporal o esporádica para hacer frente a determinadas necesidades o aspiraciones materiales, ya sea como medio de vida en el caso de mujeres socialmente excluidas que carecen de otra alternativa, es necesario que este mercado exista.

La prostitución no existe porque determinados comportamientos individuales de algunas mujeres y de muchos hombres confluyen en la plaza pública para dar lugar a este comercio del sexo. Las mujeres no tienen una inclinación natural a ofrecer su cuerpo a cambio de dinero para satisfacer sexualmente a los hombres (ni las mujeres en general, ni algunas mujeres en particular). Y tampoco los hombres tienen una inclinación natural a pagar dinero a las mujeres para que éstas se plieguen a sus deseos sexuales. Al contrario, es la existencia previa de este mercado prostitucional, socialmente construido e institucionalmente asentado, la que explica que algunas mujeres recurran a la venta de su propio cuerpo para conseguir dinero, y la que explica también que “irse de putas” sea una típica forma de diversión masculina, individual o colectiva. Los comportamientos de los diversos partícipes en el mercado del sexo, ya sea de las mujeres prostituidas, de los hombres consumidores de prostitución o del conjunto de proxenetas, sostenedores y beneficiarios del comercio sexual, son todos ellos comportamientos sociales que sólo tienen sentido dentro del contexto social en el que se producen. La elección individual de las mujeres que se ofrecen en el mercado del sexo no procede de su código genético y debe ser necesariamente referida a la existencia previa de una práctica social que convierte el cuerpo femenino en un producto comercial.


Las putas. Alfonso Melo


Del mismo modo, la existencia de la prostitución como institución social precede necesariamente al tráfico de mujeres y niñas con fines de explotación sexual. Sólo a partir de la conversión del cuerpo femenino en una mercancía puede explicarse que se trafique con mujeres de países en vías de desarrollo para abastecer la demanda de este mercado en los países occidentales (o bien para cubrir las necesidades de algunos países en desarrollo que han hecho del turismo sexual una de sus principales fuentes de ingresos). La participación forzada de mujeres de otros países en este mercado revela, de un lado, que la oferta autóctona de los países desarrollados no es suficiente para cubrir la demanda (lo que a su vez pone de manifiesto la relación entre la dimensión de la oferta voluntaria y las condiciones objetivas del colectivo social de las mujeres en una sociedad dada), y de otro lado, que estamos ante un negocio rentable, tan rentable que las mafias locales e internacionales han hecho del tráfico y trata de mujeres y niñas una de sus principales actividades criminales, utilizando métodos de extorsión y control cada vez más racionalizados.

En todo caso, si el tráfico de seres humanos con fines de explotación sexual afecta a las mujeres y no a los hombres, si es a las mujeres a quiénes las mafias obligan a ejercer la prostitución, es porque el uso como mercancía sexual de los cuerpos femeninos está socialmente institucionalizado, lo que no sucede con los cuerpos masculinos. Y es esta institucionalización del uso del cuerpo femenino como mercancía sexual la que explica tanto la existencia de una oferta voluntaria como de una oferta forzada en el mercado de la prostitución, ofertas indisociables ambas de la desigualdad de género sobre la que descansa dicho mercado.

Por último, cualquiera que sea el modo de acceder a este mercado por parte de las mujeres prostituidas, y las razones para mantenerse en él, todas ellas son objeto, dentro de dicho mercado, de una misma explotación.

Maqueda, al calificar la prostitución forzada como “una de las formas más graves y persistentes de violencia de género”, está reconociendo que las mujeres traficadas y obligadas a prostituirse son víctimas de una explotación relacionada con su pertenencia al género femenino. Ahora bien, es obvio que esta violencia de género sufrida por las prostitutas traficadas tiene que ver con la naturaleza de la actividad que se les impone. No hay que olvidar que estas mujeres dejan sus países de origen bajo la promesa de un empleo y unos ingresos en el país de destino, empleo e ingresos en los que ellas están interesadas, ya que en caso contrario no se marcharían. Si en lugar de tenerles reservada esta ocupación les tuvieran reservada cualquier otra (por ejemplo, dependientas, camareras o recolectoras agrícolas), la imposición de realizar esa otra actividad supondría sin duda una explotación económica, en la medida en que se las empleara en condiciones ilegales y se las obligara a entregar todos o gran parte de sus ingresos para reembolsar una deuda muy superior a los gastos de transporte y viaje. Pero en ese caso no se hablaría de violencia de género ni de explotación sexual. Si se utilizan estos términos es porque, además de ser víctimas de extorsión económica por parte de sus controladores, estas mujeres están siendo utilizadas como mercancía sexual, en virtud precisamente de su pertenencia al grupo social “mujeres”. Cabe añadir que están siendo utilizadas como mercancía sexual en contra de sus deseos, pero esta precisión es innecesaria, porque ¿qué persona desea ser utilizada como mercancía sexual? El rechazo (o al menos el rechazo inicial) de las mujeres traficadas a la realización de esta actividad es el mismo rechazo de todas las mujeres a ser usadas sexualmente por los hombres, a que se les impongan relaciones sexuales no deseadas. Pero este carácter de mercancía sexual de las prostitutas, y los contactos sexuales no deseados que configuran el contenido de su actividad, son aplicables a todas las mujeres prostituidas, con independencia de que se encuentren en este mercado “voluntariamente” (por dinero) o por imposición de terceros.

Sin duda, la situación de las mujeres traficadas y obligadas a prostituirse bajo condiciones de semiesclavitud (a veces literalmente secuestradas por sus controladores) no es equiparable a la de las mujeres que se prostituyen de forma autónoma por dinero. Pero lo que distingue ambas situaciones, y todas las intermedias, son las condiciones de vida externas de las mujeres que ofertan sus cuerpos en el mercado sexual, no su estatuto de mercancía dentro de dicho mercado. Para los usuarios de estos cuerpos, no hay diferencia entre unos y otros, más allá de su gusto por la novedad y el exotismo de los cuerpos de las mujeres subsaharianas, eslavas, brasileñas, etc. Y resulta muy sorprendente que los reglamentaristas no se refieran nunca a estos usuarios que saben perfectamente, como lo sabe ya todo el mundo, que los cuerpos ofertados pertenecen mayoritariamente a mujeres traficadas que están en este mercado por la fuerza, lo que a ellos no les impide usarlos para entretenerse, sin que este uso les plantee ningún problema de conciencia. ¿Cómo se puede denunciar la explotación sexual de las mujeres traficadas sin mencionar siquiera a las personas que usan sexualmente a esas mujeres, a los hombres que aprovechan la oferta forzada de sus cuerpos para la realización de unas prácticas sexuales que ellas no desean?

Porque los reglamentaristas, al denunciar la explotación sexual de las mujeres que son forzadas a prostituirse, están reconociendo que estas mujeres, que son hoy mayoría en el mercado de la prostitución, no desean ser usadas sexualmente por los demandantes de sus servicios (en la lógica de Maqueda, todos los servicios serían para ellas “servicios no deseados”). Y sin embargo, propugnan que esta utilización sexual de sus cuerpos que la mayoría de las mujeres prostituidas rechazan, lo mismo que el resto de las personas sin distinción de sexo (para los hombres, el uso sexual de sus cuerpos por otras personas representa una humillación superior incluso que para las mujeres, en la medida en que implica que se les está tratando como si fueran mujeres), se convierta en una práctica comercial legal y se regule como una actividad laboral, apelando a que hay unas cuantas mujeres que optan voluntariamente por prostituirse y hay que respetar su elección individual.



Estatuto de prostituta, voluntariedad y relaciones de género

Maqueda echa en cara a las feministas abolicionistas que, al explicar el proceso que lleva a algunas mujeres a prostituirse remitiéndose a su contexto social, a su situación económica y a su historia personal, están negando a estas mujeres su capacidad de decidir por sí mismas y las están relegando a la condición de infrasujetos. De este modo, no sólo establece un corte imposible entre prostitución voluntaria y forzada, sino que también establece un corte arbitrario entre las prostitutas como seres humanos individuales y la sociedad que las rodea. Pone así de manifiesto una visión naturalista de los comportamientos humanos, porque sólo un pensamiento que considera lo “individual” y lo “social” (o lo “privado” y lo “público”) como pertenecientes a dos órdenes de fenómenos distintos, puede postular que los deseos, las aspiraciones, los sentimientos, las decisiones y los comportamientos de los individuos son de naturaleza asocial y pueden explicarse al margen de la sociedad a la que esos individuos pertenecen.

Por supuesto que hay mujeres que, utilizando los márgenes de libertad de los que disponen en un momento dado, pueden tomar la decisión de recurrir al mercado del sexo para conseguir dinero (en general, en un primer momento, con la idea de utilizar este recurso temporalmente), e incluso pueden posteriormente decidir “ganarse la vida” de este modo. Por supuesto también que, como en el caso de cualquier otro individuo, su decisión (tanto su decisión inicial de recurrir a esta vía de obtención de ingresos, como su decisión posterior de utilizarla como medio de vida) está condicionada y propiciada por múltiples factores, entre ellos su pertenencia al grupo social “mujeres”, su situación económica y sus
circunstancias personales y familiares presentes y pasadas. Es un hecho así mismo que algunas de estas mujeres, que han adoptado la prostitución como medio de vida, reclaman el establecimiento de unos “derechos” asociados al ejercicio de su actividad (podemos obviar incluso la influencia que en estas reclamaciones tienen determinados grupos autodenominados de defensa de los derechos de las prostitutas, grupos cuyos objetivos están en plena sintonía con los del proxenetismo organizado). Ahora bien, inferir a partir de aquí que 1) estas mujeres no son víctimas de explotación en el mercado del sexo porque están voluntariamente en él y 2) la mejor forma de apoyarlas es atender sus reclamaciones y regular su actividad, es incurrir en un doble error y denota una incomprensión absoluta de cómo opera el sistema de género.

No se puede defender a las prostitutas de carne y hueso sin cuestionar previamente su estatuto de prostituta (de mercancía sexual que puede ser adquirida y consumida). Del mismo modo que tampoco se puede defender a las amas de casa de carne y hueso sin cuestionar previamente su estatuto de ama de casa (de persona económicamente dependiente) ni, en general, defender a las mujeres reales de carne y hueso sin cuestionar previamente el estatuto de mujer, con sus diversas variantes, en el que nos encierra el
sistema social de género. La asunción voluntaria, incluso complaciente, de las funciones que el patriarcado nos tiene encomendadas es uno de los mecanismos más eficientes de mantenimiento y reproducción del sistema de género (y, en general, de cualquier sistema de explotación social). Todo es mucho más fácil y funciona mejor si existen medios y presiones sociales para que las propias víctimas se adapten a su papel y cumplan con su función voluntariamente, sin tener que recurrir a la violencia física (violencia cuyo ejercicio y amenaza quedan, en todo caso, como recursos que siempre es posible utilizar cuando las
víctimas se resisten).

Entre las funciones atribuidas hoy a las mujeres en las sociedades patriarcales occidentales, la de atraer y complacer sexualmente a los hombres ocupa un lugar primordial. En el ámbito de las relaciones heterosexuales, las mujeres encarnan “el sexo”. Los hombres utilizan el término “mujeres” como indicativo de un objeto que se puede degustar y consumir, de un placer mundano que se puede disfrutar, al mismo nivel que la comida o el vino. El cuerpo femenino ha sido objetualizado, erotizado, sexualizado. Este cuerpo no es simplemente la forma física de estar en el mundo de una parte de los seres humanos (los que tienen un aparato reproductor femenino en lugar de masculino). No: el cuerpo femenino es en sí mismo un objeto sexual, que puede ser usado y consumido por los seres humanos que tienen un aparato reproductor masculino (estos últimos, los hombres, simplemente tienen un sexo, unos deseos sexuales, pero en ningún caso su cuerpo puede reducirse a “sexo”, como el de las mujeres).

Las pautas estéticas que rigen hoy para las mujeres en las sociedades occidentales tienden a acentuar cada vez más esta sexualización del cuerpo femenino, convertido en un objeto que puede ser moldeado a conveniencia, por una industria de cirugía estética en expansión, para adaptarse a los gustos vigentes (tetas voluminosas y erguidas, cuerpo estilizado y con curvas, culo firme, piel tersa …). La moda contribuye asimismo a esta socialización del cuerpo femenino, con una legión de estilistas que proponen para las mujeres un tipo de “atuendo” muy diferente al que usan los hombres. Las prendas confeccionadas para las mujeres tienden cada vez más a marcar las formas del cuerpo femenino y a dejar algunas de sus partes al descubierto, con objeto de que éste cumpla adecuadamente su función (y ello desde edades bien tempranas, con miles de niñas y adolescentes con el ombligo al aire en pleno invierno). Desde muy pequeñas, las chicas aprenden a adaptar su cuerpo a este uso. Muy pronto estar guapas y “sexys” se convierte en una de sus aspiraciones fundamentales, y para conseguir este objetivo se pliegan voluntariamente, desde la adolescencia, a las servidumbres que la moda les impone (servidumbres que no se ven presionados a soportar los chicos de su edad).

La identificación social de las mujeres con esta función de su soporte corporal se manifiesta especialmente en el “look” adoptado por travestis y transexuales. Para los travestis, vestirse de mujer equivale a llevar una cara embadurnada de maquillaje, unos ojos bien pintados, unos morros bien rojos, una melena larga y tupida, unos tacones bien altos, una ropa ceñida… (en definitiva, ponerse un disfraz con el que tratan de emular el aspecto físico que ellos consideran representativo de una “mujer” y que en realidad es similar al que muchas mujeres adoptan habitualmente, sólo que más exagerado). En cuanto a los transexuales varones que se identifican con las mujeres, la asunción de su “identidad femenina” (una identidad construida socialmente, lo mismo que la masculina), pasa también por adoptar el aspecto físico que consideran característico de tal identidad, lo que incluye, en muchas ocasiones, hormonarse y operarse para adaptar su sexo anatómico a su “sexo mental”. Para ser una “verdadera mujer” (y no sólo “sentirse mujer”, esto es, sentirse más cómodos dentro de la construcción social de la identidad femenina que de la masculina) algunos transexuales necesitan adaptar su cuerpo a las formas y pautas estéticas asociadas a la función erótica y sexual atribuida a las mujeres en las sociedades patriarcales occidentales.

Las prostitutas son la encarnación por antonomasia de esta función femenina inherente a las relaciones sociales de género. Su “oficio” consiste justamente en dar un servicio sexual a los hombres, a cualquier hombre que se lo demande. Su “look” característico, que permite identificarlas en cualquier esquina, responde justamente a esa función: escotes bien pronunciados, ropa bien ceñida, minifaldas mínimas y tacones imposibles. Da igual que sea verano o invierno, porque de lo que se trata es de mostrar el “género” que ofrecen. La socialización de sus cuerpos es tan extrema que éstos son literalmente expuestos en un mercado, como si fueran ganado. En algunos países, se exhiben completamente desnudos tras los escaparates, para que sus consumidores puedan elegir y acceder al que mejor les parezca.

La relación entre el comprador de servicios sexuales y la persona que ofrece su cuerpo para satisfacerlos es, siempre, una relación de sujeto a objeto, porque lo que el primero demanda, cualquiera que sea la percepción subjetiva de la segunda, es un cuerpo sin más, cuánto más joven mejor. La prostitución despoja a las mujeres prostituidas de su condición humana, de su naturaleza de seres pensantes dotados de razón e inteligencia, y las reduce a una condición puramente animal: en tanto que prostitutas, ellas son solamente una anatomía femenina, una masa de carne, unas tetas, unos agujeros (boca, vagina, ano) en los que introducir los órganos genitales masculinos. Ellas personifican la condición de “sexo”, de placer degustable y consumible atribuida a las mujeres en general. La asunción voluntaria de esta función por parte de algunas prostitutas no sólo no modifica sus relaciones objetivas con los consumidores de servicios sexuales, sino que facilita su utilización por parte de éstos.

Mantener que las mujeres que ejercen la prostitución voluntariamente no son víctimas de explotación sexual es negar el carácter objetivo de las relaciones sociales de explotación, que no dependen del mayor o menor grado de adaptación de las víctimas a su situación. Según este criterio de la voluntariedad, las mujeres que quieren y eligen ser amas de casa (todavía muchas) no serían víctimas de las relaciones de dependencia económica que las mantienen sujetas a sus mantenedores, las mujeres que quieren seguir ligadas a sus maltratadores no serían víctimas del maltrato que éstos les infringen o, en general, las mujeres que aceptan gustosas las funciones asociadas a su estatuto de mujer (por ejemplo, la responsabilidad de las tareas domésticas y del cuidado de las personas dependientes), no serían víctimas de la desigualdad de género.

Si hay mujeres que, aprovechando la existencia de una demanda masculina de cuerpos femeninos, deciden utilizar el suyo para conseguir dinero (en el uso de su libertad, como dicen los reglamentaristas), no podemos impedírselo, como tampoco podemos impedir que haya mujeres que decidan abandonar su trabajo remunerado al casarse o al tener hijos, o que decidan seguir viviendo con sus maridos maltratadores. Pero, desde una posición política feminista, lo que de ningún modo puede hacerse es apoyar, confortar ni mucho menos reivindicar estas opciones vitales, que sirven objetivamente los intereses
patriarcales y refuerzan el sistema de género.

Necesidades específicas de las prostitutas e intereses generales de las mujeres

El conflicto entre el corto y el medio plazo ha estado siempre presente en la acción política del movimiento feminista desde mediados del siglo XIX. Hay feministas que dan prioridad al corto plazo y centran sus energías en mitigar los problemas más acuciantes de las mujeres y en conseguir reformas legislativas que mejoren las situaciones de determinados colectivos femeninos (minoritarios o mayoritarios) en un momento histórico dado, sin cuestionar las razones últimas de tales situaciones. Con ello, pueden hacer más fáciles las vidas de dichas mujeres en ese momento, al precio de fijar en el tiempo las condiciones
concretas de su forma de vida, de dejar inscritos en las leyes un reconocimiento y un tratamiento de estas condiciones que resultan contraproducentes, a la larga, para todas las mujeres. Las feministas que dan prioridad al medio plazo, por el contrario, centran sus energías en la consecución de medidas y objetivos que reduzcan la brecha existente entre hombres y mujeres, que debiliten las relaciones sociales de género (las relaciones sociales de poder de los hombres sobre las mujeres), que incentiven a las mujeres más sojuzgadas para salir de las situaciones de dominación en las que se encuentran atrapadas y que supongan, en fin, un avance para el conjunto de las mujeres de las generaciones presentes y futuras.

En la década de los setenta, determinados sectores del movimiento feminista en Europa, especialmente significativos en Italia, reivindicaban un salario para las amas de casa (ocupación mayoritaria en aquel momento entre las mujeres en edad de trabajar), entendiendo que este salario supondría un reconocimiento oficial del valor económico del trabajo doméstico realizado por las mujeres en sus hogares y mitigaría la falta de autonomía económica de las amas de casa. Afortunadamente, esta reivindicación no fue secundada por el grueso del movimiento, que entendía, por el contrario, que una prestación económica
asociada al trabajo doméstico actuaría como un incentivo para que las mujeres se quedaran en casa y contribuiría a encerrarlas en una función que impedía su acceso en igualdad de condiciones al mercado laboral, reforzando las diferencias de género.

Actualmente, la mayor parte de las feministas se oponen a todas las medidas de política económica que incentivan el trabajo de las mujeres dentro de casa o su dedicación al cuidado de los niños (también a las medidas que suponen un incentivo para dedicarse al cuidado de familiares dependientes en el reciente Proyecto de Ley de Dependencia aprobado por el gobierno), a pesar de que estas “ayudas” económicas contribuirían a mejorar la situación de las mujeres que ya se dedican a estas tareas y a pesar también de que algunas de estas mujeres demandan tales ayudas. Así, un sector importante del feminismo tiene hoy muy claro que se deben primar los objetivos a medio plazo sobre los intereses a corto plazo de algunas mujeres concretas, y que lo que hay que apoyar son las medidas que incentiven a las mujeres para salir de sus funciones tradicionales, y no las que conforten social o económicamente el ejercicio de dichas funciones.

Ante el fenómeno de la prostitución, los reglamentaristas (entre los que se encuentran, desgraciadamente, muchas mujeres y grupos autoproclamados feministas) alegan, como argumento fundamental, las reivindicaciones de las propias prostitutas, que reclaman para su medio de ganarse la vida el mismo tratamiento que para cualquier otra actividad laboral. Vamos a obviar el hecho de que el porcentaje de mujeres prostituidas que defiende activamente estas reivindicaciones es puramente anecdótico. Vamos a obviar también el hecho de que detrás de estas reivindicaciones se encuentran siempre grupos y personas que no ejercen la prostitución, pero sí viven de ella. Y vamos a obviar así mismo la utilización interesada que estos grupos y personas hacen de las prostitutas vinculadas a ellos. Vamos a admitir, en suma, que hay prostitutas que reivindican su forma de vida y quieren que sea regulada como una actividad laboral. ¿Significa esto que su propuesta es válida y debe ser atendida? ¿Simplemente porque procede de ellas? ¿Debe considerarse el criterio de estas mujeres sobre la prostitución más valido que el de cualquier otra mujer preocupada por el tema?
Los testimonios y la información que pueden aportar las prostitutas a partir de su experiencia, lo mismo que las ex prostitutas, no sólo son enormemente valiosos, sino que resultan imprescindibles para la comprensión de esta actividad. Pero, para interpretar y analizar esta información, y el resto de los datos que conforman el fenómeno de la prostitución, no están en mejores condiciones que las mujeres que no son prostitutas. Al contrario, en la medida en que todas las personas tienden a justificar teóricamente sus prácticas vitales, su implicación en el mercado del sexo supone una dificultad para el análisis objetivo del mismo. No es casual que en las filas abolicionistas no encontremos a mujeres prostitutas (aunque sí a muchas ex prostitutas, algunas tan activas y experimentadas como Somaly Man): la asunción voluntaria del estatuto de prostituta no es compatible con el cuestionamiento teórico de este estatuto (eso supondría negarse a sí misma), de modo que no podemos esperar que las prostitutas, mientras lo sean por decisión propia, se impliquen activamente en el combate político contra la institución de la prostitución.


En todo caso, la existencia de la prostitución, contra lo que mantienen los reglamentaristas, concierne a todas las mujeres, incluso a las que no les importa nada el tema porque piensan que no va con ellas.


La expansión de una práctica comercial que trata el cuerpo femenino como un instrumento  sexual para los hombres tiene implicaciones importantes para todas las mujeres. Y no sólo por el valor de símbolo que este tratamiento del cuerpo femenino puede tener en la consideración social de las mujeres en general. La representación ideológica de las relaciones entre hombres y mujeres que esta práctica presupone y refuerza al mismo tiempo, no puede dejar de tener consecuencias sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres concretos. Para comprar y consumir el cuerpo de una mujer, primero hay que considerar normal esta compra, hay que tener interiorizada la idea de que este consumo es posible, de que un cuerpo femenino puede disociarse de la persona a la que pertenece y ser usado a voluntad por su consumidor. Y esta visión implícita del cuerpo femenino como un objeto que puede disociarse de su portadora y ser usado por cualquier hombre incide necesariamente sobre las relaciones de los consumidores habituales de prostitución con todas las mujeres de su entorno, pero también sobre las relaciones de los hombres con las mujeres en general, en la medida en que la práctica masculina de consumir cuerpos de mujeres en la prostitución esté institucionalmente asentada y sea considerada normal por el conjunto de la sociedad.

La expansión del comercio prostitucional produce inevitablemente una normalización social del uso del cuerpo femenino como instrumento de placer, así como una familiarización con este uso, desde edades muy tempranas, en el conjunto de la población masculina. Por ello, lejos de contener las agresiones y violencias sexuales sobre el resto de las mujeres (la famosa “función social” de las prostitutas invocada cínicamente por los defensores de este mercado), el avance y consolidación del comercio prostitucional produce también un incremento de las agresiones sexuales en su modalidad no comercial, reforzando la violencia de género sobre las mujeres en general.

Por otro lado, las prácticas más demandadas en un momento dado en el mercado del sexo, y aceptadas por la mayoría de las prostitutas para conseguir la contraprestación monetaria buscada, sirven como referencia para modelar los gustos sexuales masculinos en ese momento (no sólo de los usuarios habituales de prostitución), de modo que muchos hombres querrán ponerlas en práctica también con sus novias, amigas y cónyuges, originando no sólo problemas de orden práctico en las relaciones sexuales de pareja, sino también problemas psicológicos a mujeres que las rechazan y piensan que, por ello, tienen un problema que debe ser tratado en una consulta de “sexología”.

Cualquier mujer está legitimada para debatir sobre la prostitución, y el punto de vista de una mujer no prostituta no puede ser considerado, a priori, menos válido que el de una prostituta. Los reglamentaristas suelen acusar de paternalismo a las feministas que se oponen al ejercicio de la prostitución y demandan medidas de reinserción para las mujeres prostituidas, en la medida en que ello supone, según su criterio, considerar a las prostitutas incapaces de saber por sí mismas lo que les conviene. El verdadero paternalismo, sin embargo, es el que refleja la actitud de las personas que promueven y dirigen las asociaciones autodenominadas “de defensa de los derechos de las prostitutas”, que no tratan a las mujeres a las que pretenden defender como personas capaces de pensar y analizar su propia situación, no intentan profundizar y debatir con ellas las razones que las han abocado a prostituirse. Su “respeto” a la “libertad de elección” de estas mujeres se traduce en considerar esta elección como un dato intocable, no cuestionable. Su forma de apoyarlas consiste en darles la razón en todo lo que dicen, en confortarlas ideológicamente sobre la validez de su “trabajo” y en orientar sus reivindicaciones hacia la mejora de sus “condiciones laborales”, sin plantear ninguna salida para su forma de vida. Su actitud es equiparable a la de una organización de beneficencia que ayuda a sus protegidos a sobrellevar su “carga” sin preguntarse por los motivos de ésta, como quién suministra comida a los pobres sin entrar en las causas de su indigencia.

Por lo demás, aún suponiendo que las reivindicaciones reglamentaristas beneficiaran efectivamente a las mujeres que están en la prostitución voluntariamente (lo que es dudoso), desde una posición política feminista no pueden anteponerse, de ningún modo, los intereses a corto plazo de un grupo de prostitutas sobre los intereses a medio y largo plazo del conjunto de las mujeres.

El objetivo abolicionista es un objetivo político a medio plazo. La prostitución es una práctica de carácter social, no natural (por tanto, modificable y no inevitable). Por ello, frente a la pretensión de mejorar las condiciones concretas del ejercicio de la prostitución para unas cuantas mujeres, al precio de dejar inscritas en la legislación esas condiciones de vida como una opción normal para cualquier mujer, el abolicionismo opone la pretensión de crear las condiciones que hagan posible la desaparición de esta práctica social, lo cual implica, como es lógico, actuar en muchos ámbitos simultáneamente. Por lo que respecta al terreno de la política económica, frente a la demanda reglamentarista de unas prestaciones
públicas que incentiven el ejercicio de la prostitución, el abolicionismo demanda medidas que supongan un incentivo para abandonarlo, aunque ello pueda, de entrada, hacer más difícil la vida de algunas prostitutas.

Reglamentación, estigmatización y tráfico    

Los reglamentaristas reclaman la equiparación legal de las trabajadoras del sexo con los trabajadores de cualquier otro sector, apelando al derecho de estas mujeres a utilizar su cuerpo como quieran y a ejercer su actividad en condiciones adecuadas de seguridad y salubridad. Se trata, por tanto, de garantizar a las prostitutas las prestaciones económicas y sociales asociadas al estatuto de trabajador, lo que implica reivindicar que se las reconozca legalmente como profesionales. ¿Profesionales de qué? ¿Cuál es la cualificación y experiencia que estas mujeres podrán alegar en sus currículos frente a eventuales expectativas de empleo en cualquier otro sector de actividad? ¿Chupar pollas y hasta tragarse el semen? ¿Expertas en franceses, griegos, completos, besos negros, lluvias doradas o cualquier otro eufemismo empleado habitualmente en su argot para designar las prácticas demandadas en cada momento por los consumidores de sexo? ¿Debemos entender que están condenadas a ser siempre trabajadoras del sexo, y que por ello debe estar prevista, para ellas, una edad de jubilación anterior a la del resto de los trabajadores?

Cualquier intento de considerar la prostitución no ya como una actividad profesional cualquiera, sino simplemente como una actividad neutral a las relaciones de género resulta imposible de sostener sin caer en el absurdo. ¿Va a tener la ampliación del abanico de posibles empleos en el mercado laboral, con la creación legal de esta nueva actividad profesional, una correspondencia en el ámbito de la educación, la formación y el reciclaje profesional? ¿Qué tipo de políticas de género encaminadas a eliminar la segregación sexual del mercado de trabajo deberían seguirse respecto a este nuevo campo de actividad? ¿Hacer campañas para impulsar la participación de los hombres, se entiende que para satisfacer también la demanda masculina, puesto que la femenina es prácticamente inexistente? ¿Habrá que regular una objeción de conciencia para las mujeres registradas en el paro que rechacen este trabajo cuando las llame el INEM para cubrir un puesto vacante en algún puticlub? Teniendo en cuenta que la mayoría de las mujeres prostituidas actualmente son inmigrantes sin papeles ¿se les ofrecerá la posibilidad de regularizar su situación en el país si son contratadas legalmente por algún empresario del sexo con la documentación en regla? ¿O se las expulsará al quedar fuera de los cauces legales establecidos para la prestación de este tipo de servicios profesionales?

El comercio sexual puede ser regulado legalmente. Algunos países ya lo han hecho y otros, como el nuestro, están contemplando la posibilidad de hacerlo. La “prestación de servicios sexuales” puede ser incluida en Clasificación Nacional de Actividades Económicas y en las Tarifas del Impuesto sobre Actividades Económicas a los efectos de su cómputo y tributación en la economía oficial. Las mujeres que quieran ejercer la prostitución por cuenta propia podrán darse de alta como autónomas en la Seguridad Social y practicar su actividad en los lugares reservados al efecto (con toda seguridad, en locales cerrados, o bien en determinados espacios abiertos, expresamente acotados y situados en lugares periféricos, con objeto de no molestar con su visión a la ciudadanía). Las que quieran ejercerla por cuenta ajena, podrán ser contratadas legalmente por proxenetas convertidos de la noche a la mañana en respetables empresarios, y quedarán sujetas a los derechos y obligaciones de cualquier trabajador. Todo ello supondrá la bendición oficial, la elevación al rango legal de una institución social que hasta ahora se mantenía dentro de un limbo alegal, lo que consagrará la legitimidad de utilizar el cuerpo femenino como mercancía e introducirá los beneficios derivados de este uso en el circuito económico oficial, incrementando las arcas del Estado, que también se verá beneficiado con la recaudación correspondiente y pasará a ser un proxeneta más. Pero de ningún modo convertirá la prostitución en un trabajo como otro cualquiera.

Los reglamentaristas asocian la estigmatización de las prostitutas con la falta de reconocimiento legal de su actividad y la criminalización de su entorno, por lo que alegan siempre, como uno de los motivos de defensa de la legalización, que ésta permitirá “dignificar” a las trabajadoras del sexo. En esta línea, Maqueda señala en su artículo que “Criminalizando su entorno y sus relaciones no se les protege, sino que se les oculta en la subcultura de lo desviado, garantizando su victimización. La prohibición crea estigma, aislamiento y mayores dosis de vulnerabilidad e indefensión para sus supuestos beneficiarios.”

Esta vinculación entre el estigma de las prostitutas y la ilegalidad de la prostitución pone de manifiesto, una vez más, un punto de vista idealista, que atribuye la nula valoración social de las prostitutas a criterios morales e ideológicos ligados a la falta de reconocimiento legal de su actividad. La regulación legal de la prostitución, según esta visión, la convertirá en un trabajo respetable y permitirá modificar esos criterios morales, modificando asimismo la valoración social de las personas prostituidas.

La realidad, sin embargo, es que el valor atribuido por la sociedad a las personas que desempeñan una determinada actividad no deriva de las ideas existentes sobre las tareas que realizan. La consideración social de una profesión, el valor que la sociedad atribuye a las personas que ejercen unas determinadas funciones, están determinados por el lugar jerárquico objetivo que estas personas ocupan dentro de la escala social, por las cotas de poder y autoridad que el desempeño de sus funciones les permite alcanzar.

La sociedad española actual dista mucho de ser moralista en materia sexual. Respecto al consumo de prostitución, concretamente, es enormemente permisiva. Pero, aunque la aceptación social de la prostitución sea muy amplia, ello no impide, ni puede impedir, que las personas prostituidas estén estigmatizadas, sea cual sea el estatuto legal de su actividad.

Porque la estigmatización social de las prostitutas deriva justamente de la función desempeñada en su calidad de tales, una función que, como se ha señalado repetidamente, las convierte en un objeto de placer en venta, las despoja de su naturaleza de personas dotadas de razón e inteligencia y las reduce a una condición animal, a una mera masa de carne que puede ser manoseada y penetrada por todas partes. Y esta función es un hecho objetivo, que no tiene nada que ver con la legalidad o ilegalidad de la prostitución, ni con la moralidad o amoralidad de la sociedad.

Si la estigmatización social de las prostitutas fuera consecuencia de la condena moral del sexo comercial, o de su falta de cobertura legal, esta estigmatización alcanzaría al conjunto del mercado sexual y a todos los que participan en él, empezando por los consumidores de servicios sexuales. Pero no es la prostitución, sino la prostituta, la que está estigmatizada: el consumidor de sus servicios, lejos de ser despreciado, es celebrado por sus colegas masculinos, ya que para ellos este consumo es un acto de dominio sobre las mujeres y refleja su poder sobre ellas.

Se puede alegar que la sociedad tiene una doble moral en materia sexual (lo cual es cierto), pero precisamente esta doble moral refleja los diferentes roles sexuales atribuidos a hombres y mujeres en las sociedades patriarcales: el hombre es el sujeto, con deseos y necesidades sexuales, mientras que la mujer es el objeto de deseo del hombre. Las prostitutas personifican justamente esta función femenina de objeto de placer consumible por los hombres. Lejos de presentar un comportamiento transgresor que desafía el modelo sexual femenino, como sostienen algunas feministas reglamentaristas, las prostitutas encarnan un modelo femenino paradigmático: ellas son “sexo” puro y duro, a disposición de todos los hombres (la mujer “decente”, que es el modelo contrario, está disponible sólo para un hombre, con el que mantiene una relación más amplia que la puramente sexual, razón por la cual, aunque también está desvalorizada, no lo está tanto como la “puta”, en la medida en que su función no se reduce exclusivamente a ser un instrumento de placer para otros).

No es posible disociar la función de la prostituta de los modelos de comportamiento sexual que determina el sistema de género para hombres y mujeres. Y no es posible disociar el estigma que acompaña a las personas prostituidas de la función que estas personas desempeñan en el mercado del sexo, función que es exactamente la misma con o sin legalización. Por otro lado, si la falta de cobertura legal no impide la valoración positiva del consumo de prostitución por los hombres ¿por qué se piensa que sí incide sobre la valoración negativa de las prostitutas?

Precisamente, esta estigmatización ligada a su función es la que lleva a muchas prostitutas a no registrarse como tales en los países en los que su actividad se ha regulado legalmente. Porque, una vez registradas oficialmente como prostitutas, una vez que su ocupación es transparente, conocida por todas las personas que las rodean, podrán ser tratadas y despreciadas como prostitutas no sólo por los hombres que consumen sus servicios en los lugares habilitados al efecto, sino también por todas las personas con las que tengan contacto habitualmente en sus vidas cotidianas (sus vecinos, el portero de su casa, el frutero de la esquina, el camarero del bar, la cajera del supermercado…). Por lo que respecta a los hombres, el conocimiento de su ocupación no les llevará sólo a despreciarlas, sino también a saber que las pueden usar cuando quieran, que basta con pagar para poder tenerlas porque son mujeres de “uso público”. No hay que olvidar que el insulto favorito de los hombres hacia las mujeres, su forma de ponerlas “en su lugar” en cualquier momento y circunstancia (conduciendo, en una bronca, en una manifestación pública…) es precisamente llamarlas “putas”. ¿Qué tratamiento pueden esperar entonces las prostitutas de los hombres cuando ellos sepan que este insulto genérico destinado a todas las mujeres se corresponde exactamente con su ocupación? Su visibilidad social como prostitutas, lejos de “dignificarlas”, extiende el ámbito de su estigmatización a todo su entorno social y puede acarrearles muchos inconvenientes en su vida cotidiana (por ejemplo, agresiones sexuales, tanto verbales como de hecho, por parte de los hombres que tengan alguna relación con ellas y se crean con derecho a disponer de sus cuerpos, en tanto que mujeres de uso público).

Otro argumento utilizado habitualmente por los reglamentaristas para defender la regulación legal de la prostitución es que ésta, al hacer más transparente el mercado del sexo, facilitará la desarticulación de las redes criminales y permitirá contener el tráfico y la prostitución forzada (este argumento es utilizado también por Maqueda cuando propugna favorecer la transparencia en el mercado de la prostitución como medio para combatir la prostitución forzada).

Los datos relativos a los países que ya han regulado la prostitución no sólo no confirman esta relación inversa entre legalización y tráfico, sino que apuntan en sentido contrario.

En el primer informe sobre trata de personas a nivel mundial, elaborado recientemente por la Oficina sobre Droga y Delito de Naciones Unidas, las víctimas de trata se estiman en “millones” de personas, la mayoría mujeres y niñas destinadas al mercado de la prostitución. Según la información publicada en El País el 30 de abril de 2006, entre los 137 países identificados como países de destino de las personas traficadas, el informe distingue diez con una incidencia “muy alta”, entre los cuales se encuentran los tres
países de la Unión Europea en los que la prostitución ha sido objeto de regulación legal (Alemania, Holanda y Grecia). En el segundo grupo de países de destino, calificado por el informe cómo de incidencia “alta”, se encuentran países como España y Francia, en los existe una política muy permisiva respecto del consumo de prostitución, aunque el mercado no esté regulado legalmente.

En Australia, según datos aportados por Sullivan y Jeffreys (2001) desde la legalización de la prostitución en el Estado de Victoria en 1984, el número de prostíbulos se ha triplicado, y la mayoría trabajan sin licencia con total impunidad. La industria ilegal, a partir de la despenalización en New South Wales en 1995, se encuentra fuera de control y el número de prostíbulos en Sydney se estima en unos 400, la mayor parte sin licencia. En Holanda y en Alemania, donde la prostitución se ha legalizado en 2000 y 2002 respectivamente, también se ha incrementado la industria del sexo en su conjunto con posterioridad a la regulación legal, y el tráfico continúa aumentando.

En realidad, la expansión de la industria del sexo es un hecho en todos los países de la Unión Europea (excepto en Suecia, donde las dificultades introducidas al consumo por su nueva legislación, a contracorriente de la tendencia general, ha obligado a desplazarse a la demanda y al tráfico a los países limítrofes). Con independencia de los datos empíricos disponibles sobre los distintos países (muy escasos y poco fiables, dada la dificultad de obtención de información sobre un tráfico que se mueve continuamente de un lugar a otro y es opaco por definición), parece lógico que la legalización (lo mismo que la despenalización, o la permisividad de hecho), al favorecer a la industria del sexo y estimular la demanda, atraiga más tráfico, en la medida en que incrementa la rentabilidad del negocio.

La cuestión, por lo demás, no tiene vuelta de hoja: la industria del sexo es hoy uno de los negocios más rentables de la economía globalizada (junto con la droga y las armas) y se ha convertido en la principal línea de actuación de la criminalidad internacional, tanto a pequeña como a gran escala. El tráfico de personas para la prostitución, además de rentabilidad, presenta muchas ventajas: el consumo de esta mercancía está bien visto en los países de destino, las mujeres y niñas se pueden revender tantas veces como se quiera y la demanda es extremadamente elástica, capaz de absorber lo que la echen. De esta forma, la globalización del mercado del sexo, potenciando las posibilidades de valorización de la pobreza, expone hoy a millones de mujeres y niños excluidos al riesgo de ser víctimas de tráfico y trata para este mercado, tanto en los países desarrollados como en países en vías de desarrollo que han convertido el consumo de sexo en su principal reclamo turístico.

Pero el problema de la reglamentación no es sólo que, contrariamente a lo que sostienen sus defensores, atraiga más tráfico. El problema fundamental es que la regulación legal, al presentar en el país de destino el “trabajo sexual” como un trabajo normal, tan legítimo como otro cualquiera, cambiará la perspectiva desde la cual se contemplan el tráfico destinado a ese trabajo y las personas obligadas a prostituirse, modificando su calificación oficial.

De un lado, empresarios del sexo legalmente establecidos en el país de destino podrán recurrir al empleo de “mano de obra” foránea cuando no encuentren lo que buscan dentro del país, ofreciendo a mujeres de países en vías de desarrollo un empleo “legal”. Cuándo a estas últimas mujeres se las informe, por parte de los intermediarios locales, que pueden optar a un empleo retribuido en la industria del sexo de un país desarrollado, con un contrato de trabajo legal ¿se harán cargo de qué es exactamente lo que se les está ofreciendo? ¿Adivinarán las mujeres nigerianas (por ejemplo) que el “paraíso” al que se les permite acceder consiste en chupársela a los hombres occidentales? ¿O vendrán igual de confundidas sobre la ocupación que les espera que las que son reclutadas por las mafias para realizar esa misma actividad en régimen de semiesclavitud? Una vez en el país de destino, ¿tendrán algún motivo para protestar? ¿Acaso no es cierto que serán consideradas legalmente dentro del país como “trabajadoras” y disfrutarán de los derechos y prestaciones establecidos en la normativa laboral para todos los trabajadores? ¿Quién las va a reconocer oficialmente como víctimas de explotación sexual?

De otro lado, a las mujeres que sigan siendo reclutadas por las mafias para ofertarlas en el mercado del sexo (obviamente en condiciones ilegales, porque las redes criminales no van a renunciar a una parte de la rentabilidad de su negocio cuando el país de destino legalice la actividad objeto de éste), se las obligará a realizar un “trabajo sexual” reconocido como tal en ese país y cuyo contenido coincide exactamente con el realizado por las “trabajadoras del sexo” que están empleadas legalmente. De este modo, dejarán de ser mujeres sexualmente explotadas y se convertirán en “trabajadoras sexuales” ilegales. Cuando se persigan los burdeles ilegales, se perseguirán justamente porque son ilegales, porque no se adaptan a la normativa establecida legalmente en el país para ese tipo de establecimientos. Pero, dado que en estos burdeles ilegales se prestan los mismos servicios que en los legales, unos servicios considerados oficialmente en ese país como un trabajo normal y no como una explotación de las mujeres que los prestan, ¿tendrá ya sentido hablar oficialmente de “explotación sexual” de las personas prostituidas en esos burdeles ilegales?
El contenido de la explotación reconocida para estas personas se desplazará, inevitablemente, hacia el carácter forzado de su trabajo, hacia la extorsión económica, los chantajes y las amenazas sufridas de sus controladores, quedando oculto el fundamento último de dicha explotación, que será equiparada a ejercer trabajos forzados en condiciones ilegales en cualquier otro sector.

La regulación legal, por tanto, no sólo no contendrá el tráfico, sino que modificará la consideración oficial de este último, tanto en los países de origen como en los de destino.

Desde la perspectiva de los países de origen, una vez legitimada la “prestación de servicios sexuales” como un trabajo normal en los países de destino, las mujeres que vayan a ser contratadas legalmente en la industria del sexo vendrán a “trabajar”, y las mujeres reclutadas por las mafias destinadas al mercado de la prostitución vendrán a realizar también un trabajo legítimo, si bien en condiciones ilegales y bajo el control y la extorsión de las redes locales de acogida. En cuanto a los países de destino, las mujeres que vengan a
ser contratadas en burdeles legales serán calificadas como “trabajadoras” y las mujeres que vengan a ejercer la prostitución bajo el control de las mafias (que actualmente son reconocidas como víctimas de explotación sexual por los reglamentaristas) serán calificadas como víctimas de trabajos forzados (igual que pueden serlo los trabajadores agrícolas). No se entiende bien cómo este cambio de perspectiva producido por la legalización y la “transparencia” del mercado del sexo puede animar a los cuerpos policiales de los países de destino a luchar más contundentemente contra el tráfico de mujeres, y mucho menos se entiende cómo dicho cambio va a ayudar a librarse del riesgo de explotación sexual a las
mujeres socialmente excluidas de los países en vías de desarrollo.

Liberalismo sexual y sistema prostitucional

La práctica social masculina de usar los cuerpos de las mujeres como objetos con los que satisfacer sus deseos y fantasías sexuales ha alcanzado hoy unas dimensiones pavorosas. A pesar de que el feminismo ha conseguido que algunas modalidades de esta práctica sean tipificadas como delictivas, y consecuentemente penalizadas, asistimos desde hace ya más de dos décadas a una ofensiva en toda regla en la utilización de los cuerpos de las mujeres como instrumentos de placer al servicio de los hombres, a través de sus modalidades “comerciales”. Una ofensiva patriarcal que actúa como contrapeso a las conquistas logradas en otros ámbitos, en la medida en que sirve para resituarnos en “nuestro lugar”.

Maqueda, con la pregunta formulada al final de su artículo sobre el alcance de las pretensiones abolicionistas, pone de manifiesto la realidad y extensión de esta ofensiva. En efecto, ella se pregunta: “ Pero, además, ¿cuál es la prostitución que se quiere abolir desde el Estado? ¿La callejera, la de los burdeles y los clubes, que son sus formas más visibles? ¿O se busca desmontar el mercado de la pornografía, las cabinas, las líneas eróticas, los anuncios y reclamos de servicios relacionados con el sexo? ¿Dónde fijar la línea de lo indigno y lo degradante?”

La mera formulación de la pregunta anterior, y el modo de formularla, revela:
1) Que Maqueda considera, acertadamente, que todos estos fenómenos (y otros más que ella no cita aquí) están relacionados y sirven a la misma finalidad, por lo que no pueden abordarse separadamente unos de otros.

2) Que le parece inconcebible que se pueda pretender la desaparición del ingente dispositivo comercial que, en las últimas décadas, se ha montado alrededor del “sexo” y de los cuerpos de las mujeres (en tanto que encarnación de dicho “sexo”).

3) Que ella se desmarca de tan inconcebible pretensión, seguramente porque no quiere convertirse en empresaria de la moral colectiva estableciendo lo que está mal o bien en las complejas relaciones entre los sexos (según afirma en otra parte de su artículo).

4) Que, no obstante, admite la posibilidad de que existan elementos indignos y degradantes para las mujeres en todos estos fenómenos citados (de no ser así, no tendría sentido su pregunta final sobre dónde fijar la línea de lo indigno y lo degradante).

Más que de prostitución, debemos hablar hoy de sistema prostitucional, término acuñado en las filas del abolicionismo para englobar, en un único concepto, el conjunto de personas, actividades, industrias, instituciones, intereses, ideas, medios de comunicación y distribución que contribuyen a sostener un mercado organizado de cuerpos de mujeres y niñas para su utilización como objetos sexuales. Este concepto tiene la ventaja de poner de manifiesto, al mismo tiempo: 1) la existencia de relaciones de interdependencia entre todos los elementos que sostienen el mercado sexual, esto es, su carácter de sistema y 2) el carácter dinámico y no estático de este dispositivo comercial construido en torno a los cuerpos de las mujeres (y, cada vez en mayor medida, también de las niñas y los niños).

Precisamente porque todos sus elementos están relacionados y se refuerzan unos a otros, cualquier avance en uno de los frentes tendrá un efecto inmediato sobre el conjunto del sistema prostitucional. Así, la regulación legal de la prostitución en establecimientos cerrados (como propone la consejera Tura en Cataluña) dará lugar a un incremento de los anuncios de oferta de sexo en todos los medios, que ya no tendrán que limitarse a los habituales anuncios por palabras en las correspondientes secciones de los periódicos, o a los actuales anuncios nocturnos en la televisión: la publicidad sobre los servicios sexuales de las mujeres podrá equipararse a la de cualquier otro producto comercial legal, de modo que podrán aparecer anuncios a toda plana en la prensa escrita y spots explícitos en horas normales de televisión sobre los estupendos cuerpos femeninos que pueden hacer las delicias de cualquier hombre en tal o cual club. Por no hablar del bombardeo continuo (que ya existe) a través de Internet. El aumento de la publicidad estimulará la demanda y activará el morbo en la población masculina más joven. Los sex shops, las cabinas, las líneas eróticas, la distribución y el consumo de productos pornográficos se verán también
potenciados en cuanto las formas más visibles de prostitución sean legalizadas. Combatir la prostitución en la calle y en los burdeles, oponiéndose a su legalización, implica combatir también todo el conjunto de actividades montadas alrededor de la mercantilización del cuerpo femenino, aunque las modalidades en las que el combate se centra sean sólo una parte del sistema prostitucional.

Imposible no relacionar este sistema prostitucional, y su expansión continuada desde los años ochenta, con los cambios registrados en la posición social de las mujeres en las sociedades occidentales, de un lado, y con el auge del discurso del “liberalismo sexual”, como parte de la respuesta patriarcal a dichos cambios, de otro.

El liberalismo sexual, que define la postura adoptada en relación al “sexo” tanto por las personas políticamente liberales (esto es, individualistas y de derechas) como por la inmensa mayoría de las personas políticamente progresistas (defensoras del progreso social en términos colectivos) constituye el soporte ideológico del sistema prostitucional y garantiza, hoy por hoy, la “intocabilidad” de dicho sistema por parte de los grupos políticos y movimientos sociales que promueven, en otros ámbitos, el avance hacia la consecución de relaciones sociales igualitarias entre todos los seres humanos. Incluyendo aquí a una gran parte del movimiento feminista, que también ha adoptado, en materia de sexo, la posición liberal.

Mª Luisa Maqueda se refiere a la sexualidad como una “construcción social”. Como cualquier otra construcción social debería ser, por tanto, susceptible de ser analizada en términos de relaciones, intereses, funciones, contradicciones, implicaciones sociales. Pero cualquier intento de análisis de esta “construcción social” desde una perspectiva de género será relacionado inmediatamente con el puritanismo victoriano, tildado de moralista y equiparado a la posición del conservadurismo más rancio y de la jerarquía eclesiástica. Una crítica que, hay que reconocerlo, es muy efectiva, porque muy pocas feministas se atreven a cuestionar nada respecto a la importancia del sexo y a la validez de las conductas y prácticas sexuales imperantes en las sociedades patriarcales.

Sheila Jeffreys, una feminista que sí se atreve a abordar el tema de la sexualidad desde una perspectiva de género, señala a este respecto:

El problema de la politización del sexo “consensuado” no sólo estriba en el concepto liberal de intimidad, sino además en otras ideas clave de la revolución sexual que se han convertido en la opinión ortodoxa sobre el sexo y que impiden el debate feminista. Una de ellas es la noción del “sexo”, en todas sus formas “consensuadas”, como un factor bueno, necesario y positivo para la salud humana. La mentalidad masculina está dominada por una concepción dualista del sexo: éste se considera o “bueno” o “malo”. Desde 1890 los reformadores sexuales han luchado contra el puritanismo y los valores considerados contrarios al sexo, promocionando la idea del sexo como un bien supremo. Al conferirle este halo de santidad y fomentarlo como el elixir de la vida, se hizo difícil ponerlo en tela de juicio. Quienes se autoproclamaban progresistas sentenciaban que la crítica de cualquier forma de expresión sexual suponía rendirse a las oscuras fuerzas de la represión, de la iglesia católica, de la inquisición y del puritanismo” (Jeffreys, “La herejía lesbiana”, 1996, pag. 56)

Sheila Jeffreys

El combate contra el puritanismo y la represión sexual nos ha llevado, pues, a la sacralización del sexo y a la defensa de cualquier práctica o fantasía que se considere una forma de expresión sexual. La mayoría de las personas progresistas, incluidas muchas feministas, cuando se trata de sexo abandonan su postura política y adoptan un liberalismo profundo: en este terreno, a diferencia de todos los demás, quedan suspendidos todos los valores y sólo cabe el respeto a las “elecciones individuales” de cada persona.

Y, sin embargo, está claro que la “construcción social” de la sexualidad determina, en este ámbito de la experiencia humana, funciones y pautas de comportamiento diferenciadas para hombres y mujeres, lo cual, sin necesidad de entrar siquiera en el contenido de esas diferencias, la hace ya sospechosa desde una perspectiva de género. Ahora bien, dado que la “no pertinencia” de enjuiciar lo que pasa dentro de este ámbito es precisamente uno de los elementos que lo definen y lo diferencian de los demás, el dispositivo social del sexo se encuentra blindado frente a cualquier crítica política en términos de confrontación de intereses entre grupos sociales.

De este modo, el ámbito de la “sexualidad” funciona, de hecho, como un ámbito de impunidad respecto a cualquier utilización que se haga de las mujeres dentro del mismo. Únicamente en casos tasados, como la violación, se considera hoy, debido a las presiones del movimiento feminista, que tal utilización atenta contra la libertad sexual de las mujeres, lo cual, siendo la libertad sexual uno de los pocos valores que no queda suspendido en la posición liberal sobre el sexo, permite una reprobación social de tales conductas y una sanción penal de las mismas.

El problema es que el concepto clave, el que permite determinar si se ha atentado o no contra la “libertad sexual” de las mujeres agredidas, es el concepto de “consentimiento”: una utilización “consentida” por las mujeres deja de ser una práctica agresiva y se convierte de inmediato en una práctica sexual no enjuiciable (considerada implícitamente positiva tanto para quién utiliza como para quién consiente esa utilización). Y, puesto que nos movemos dentro de una perspectiva individualista, huelga plantear las diferentes posiciones, dentro de la estructura social, de las personas que habitualmente “utilizan” y las personas que habitualmente “consienten”.
Así, una misma acción será valorada diferentemente según que tenga lugar dentro o fuera del ámbito de la sexualidad. Si se obliga a un prisionero de guerra a realizar una penetración anal a otro mientras sus guardianes los jalean y lo graban en vídeo, esa acción será considerada una tortura intolerable y enjuiciada políticamente por todo el mundo, al margen de la investigación y juicio al que se someta a sus autores si son descubiertos. La grabación en un vídeo pornográfico de una penetración anal y variadas otras prácticas “sexuales” realizadas con una o varias mujeres, para que todos los hombres que lo deseen
puedan disfrutar del espectáculo (en el “legítimo uso de su libertad sexual”) será por el contrario defendida tajantemente por las mismas personas que condenaron escandalizadas la tortura infringida a los prisioneros. ¿Cuál es la diferencia entre estas dos conductas? ¿Por qué todo el mundo ve claro que a los prisioneros se les está humillando de forma intolerable y a todo el mundo le parece normal, en cambio, que se haga lo mismo (o mucho más) con las mujeres grabadas en un vídeo pornográfico?

La respuesta es que a las mujeres se las utiliza dentro del dispositivo social de la “sexualidad” y este dispositivo es sagrado. Nadie puede sostener que, para ellas, esas prácticas “sexuales” grabadas en el vídeo, realizadas en esas condiciones, fueran deseadas, pero todo el mundo destacará que han “consentido” en ser utilizadas haciendo uso de su derecho a disponer de su propio cuerpo (esto es, se han prestado por dinero). Y, puesto que todos los implicados en la grabación y difusión del vídeo, lo mismo que sus consumidores, actúan en el ámbito de la sexualidad, lo que hacen no es enjuiciable.

En relación a la noción de “consentimiento”, Sheila Jeffreys destaca:

Las palabras clave son “consentimiento” y “libre elección”. Un modelo de sexualidad basado en la idea de consentimiento parte de la supremacía masculina. Según este modelo, una persona -habitualmente un varón- utiliza de útil sexual el cuerpo de otra, que no siempre está interesada sexualmente e incluso se puede mostrar reacia o angustiada. Es un modelo basado en la dominación y la sumisión, la actividad y la pasividad. No es mutuo. No descansa sobre la participación sexual de ambas partes. No implica igualdad, sino su ausencia. El concepto de consentimiento es un instrumento que sirve para ocultar la desigualdad existente en las relaciones heterosexuales. Las mujeres deben permitir la utilización de su cuerpo; mediante la idea de consentimiento se justifica y se legitima este uso y abuso. En ciertas situaciones en que la improcedencia de esta utilización resulta
especialmente patente -por ejemplo, en el caso de una violación callejera- se les concede a las mujeres un derecho limitado de objeción; sin embargo, generalmente la idea de consentimiento logra que la utilización y el abuso sexual de las mujeres no se consideren daño ni infracción de los derechos humanos. En el contexto de esta aproximación liberal al sexo, se considera vulgar hacer preguntas políticas, por ejemplo, sobre la construcción del consentimiento y de la libre elección. El consentimiento de las mujeres, que puede obligarlas a sufrir un coito indeseado o a aceptar su función como ayuda masturbatoria, está construido a través de las presiones a las que las mujeres se encuentran sometidas a lo largo de su vida.” (Jeffreys, “La herejía lesbiana”, 1996).

Lo mismo que la “privacidad” y la “intimidad”, ámbitos sociales de impunidad para las prácticas agresivas contra las mujeres que el feminismo ha desenmascarado hace ya algún tiempo, también el ámbito de la “sexualidad”, estrechamente vinculado a los anteriores, se alza hoy como una barrera que nos impide denunciar las prácticas sociales de explotación que, con consentimiento o sin él, sufren las mujeres dentro del mismo. No es posible combatir el sistema prostitucional sin desenmascarar, al mismo tiempo, el discurso del liberalismo sexual, soporte ideológico de dicho sistema que justifica la objetualización de las mujeres y su uso como producto comercial en nombre de nociones engañosas como “consentimiento” y “libertad de elección”, nociones que, utilizadas en este contexto, sólo sirven para encubrir las relaciones sociales de desigualdad (entre hombres y mujeres, entre habitantes de países ricos y pobres, entre adultos y menores) sobre las que descansa actualmente el comercio sexual.


Madrid, mayo de 2006





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